Entonces, cuando se acercaba el final, no conseguía recordar en qué momento ni por qué razones había decidido en su día cruzar hasta la otra ribera del río y adentrarse en el pantanoso terreno de la creación literaria. Desde siempre, desde que fue capaz de recordar, Andrés K. se sintió lector, sólo y exclusivamente lector. ¿Qué le empujó pues a pasar al otro lado del espejo, qué fuerza extraña consiguió que saltara la tapia del jardín de su vecino y se convirtiera, como dejó dicho Chesterton, en un verdadero aventurero? Lo ignora, no logra recordarlo y vistas, a la altura de hoy, las funestas consecuencias que trajo esa decisión, debería recordarlo, sería imprescindible que Andrés K. lo recordara.
Si fuera capaz de hacerlo, tal vez podría anestesiar el dolor de la derrota, esa amarga sensación de fracaso que le roe las entrañas desde hace no sabe ya cuánto tiempo. Si en su desvelo consiguiera entender por qué lo hizo, por qué dio aquel paso tan inadecuado para sus escasas y limitadas fuerzas, tal vez sería capaz de reencontrar el sosiego, la imprescindible sensación de sentirse bien y en paz consigo mismo, sin deudas con su pasado, sin exigirse trabajos estériles que a la postre sólo servían para reabrir de nuevo la herida.
Pero Andrés K. no solo no era capaz, sino que se sentía cada vez más desamparado, más perdido en el desconcierto de no alcanzar a comprender siquiera por qué la creación literaria le había sumido en un atormentado mundo de sombras, en una noche oscura, en un laberinto de silencios inexplicables. Nada tenía sentido ya en lo relacionado con la literatura, ni siquiera la lectura le servía de consuelo, no podía evitar el pensar, bien, leo, pero para qué sirve leer si no se es capaz de escribir. Antes que tratar de entenderlo, era mejor renunciar a todo. Era lo más sensato, casi lo único sensato.
Como hacía más de un año que no escribía, varios meses desde que había decidido no volver a leer un libro más y algunos años desde que publicó su última novela, que nadie entendió y que como casi todas las suyas apenas tuvo lectores, no le costó mucho trabajo tomar la decisión: no volvería a escribir ni a leer jamás una sola línea, renunciaba para siempre.
Lo demás era ya sólo cuestión de tiempo. Empezó a llevar los libros en cajas y maletas que llenaban el maletero del coche y los fue quemando en la chimenea de la casa de la montaña con mucho sosiego y una paciencia infinita viéndolos arder con no poco deleite. Calculaba que necesitaría unos meses, los del otoño y el invierno, para completar la tarea. Una vez concluida, Andrés K. podría sentarse, tranquilo y bien abrigado, en la terraza de la casa a mirar el paisaje sin más propósito que advertir la derrota de su voluntad sepultada en el aterido manto de una blanca, fría y húmeda capa de nieve.
Si fuera capaz de hacerlo, tal vez podría anestesiar el dolor de la derrota, esa amarga sensación de fracaso que le roe las entrañas desde hace no sabe ya cuánto tiempo. Si en su desvelo consiguiera entender por qué lo hizo, por qué dio aquel paso tan inadecuado para sus escasas y limitadas fuerzas, tal vez sería capaz de reencontrar el sosiego, la imprescindible sensación de sentirse bien y en paz consigo mismo, sin deudas con su pasado, sin exigirse trabajos estériles que a la postre sólo servían para reabrir de nuevo la herida.
Pero Andrés K. no solo no era capaz, sino que se sentía cada vez más desamparado, más perdido en el desconcierto de no alcanzar a comprender siquiera por qué la creación literaria le había sumido en un atormentado mundo de sombras, en una noche oscura, en un laberinto de silencios inexplicables. Nada tenía sentido ya en lo relacionado con la literatura, ni siquiera la lectura le servía de consuelo, no podía evitar el pensar, bien, leo, pero para qué sirve leer si no se es capaz de escribir. Antes que tratar de entenderlo, era mejor renunciar a todo. Era lo más sensato, casi lo único sensato.
Como hacía más de un año que no escribía, varios meses desde que había decidido no volver a leer un libro más y algunos años desde que publicó su última novela, que nadie entendió y que como casi todas las suyas apenas tuvo lectores, no le costó mucho trabajo tomar la decisión: no volvería a escribir ni a leer jamás una sola línea, renunciaba para siempre.
Lo demás era ya sólo cuestión de tiempo. Empezó a llevar los libros en cajas y maletas que llenaban el maletero del coche y los fue quemando en la chimenea de la casa de la montaña con mucho sosiego y una paciencia infinita viéndolos arder con no poco deleite. Calculaba que necesitaría unos meses, los del otoño y el invierno, para completar la tarea. Una vez concluida, Andrés K. podría sentarse, tranquilo y bien abrigado, en la terraza de la casa a mirar el paisaje sin más propósito que advertir la derrota de su voluntad sepultada en el aterido manto de una blanca, fría y húmeda capa de nieve.