Ayer se encontró con ella, por azar, en su vagar sin rumbo por las calles de la ciudad. No le costó reconocerla, a pesar de que hacía algunos años que no la veía, porque su rostro, que parecía anclado en el tiempo, era idéntico a como lo recordaba. Se mostró amable con ella. Se saludaron con un beso y cuando rozó levemente con sus labios la mejilla de ella, tuvo la sensación de que era como besar a una sombra. Le propuso entrar en un café. Aceptó, pero no tomó nada porque últimamente todo le resultaba insípido. Hablaron de ellos, quizá para darse cuenta, con Neruda, de que ya no eran los de entonces. Evitaron con elegancia referirse a sus circunstancias personales. Asintió, no sin cierto rubor, cuando creyó entender que le preguntaba por su viejo afán de llegar a convertirse en escritor. Con voz que parecía como envuelta en tinieblas, ella dijo que el azar truncó sus estudios de filosofía y que nunca pudo ejercer como profesora. La confidencia no pasó de ahí. Sin brusquedad él llevó la conversación hacia otros asuntos. Se interesó por lo que llevaba en aquella vieja carpeta que había dejado sobre la mesa. Apuntes de clase que repaso y ordeno, dijo ella por toda respuesta. Advirtió, anclada en el fondo de su mirada, una vieja melancolía. Durante un instante tuvo la tentación, como tantas veces hiciera en el pasado remoto, de indagar en las razones de esa nostalgia, pero desistió. Languideció la tarde de octubre detrás de los cristales del café. Un silencio incómodo se instaló entre ellos y comprendió que era llegado el momento de la despedida. Sintió el frío de su mano de nieve cuando la estrechó mientras ella dejaba en su mejilla un desangelado beso de adiós. La vio alejarse por la avenida, perdida entre los transeúntes como un incorpóreo fantasma del pasado. Pagó la consumición. Recogió sus cosas esparcidas sobre la mesa. Se desperezó. Salió a la calle y se reincorporó a su tiempo. Decidió tomar el autobús para volver a casa, no era cuestión de llegar tarde a la cena familiar y hacer esperar a su mujer y a sus hijos.
Precioso el texto. Ay, la melancolía, que nos acompaña casi siempre.
ResponderEliminarGracias, José Manuel, por tu comentario. esta es tu casa, entra siempre que quieras.
ResponderEliminarUn abrazo, Javier.