No se le ocurrió otro sagrado al que acogerse que no fuera la muerte. Tuvo que fingirla, claro. Tan acosado se vio, tan en peligro sintió su vida que no le quedó otro remedio. Lo meditó largamente. Testamentó, cedió todos sus bienes a su primogénito y nombró un gerente que gobernara el destino de sus negocios hasta la mayoría de edad del lechuguino. Pagó la esquela, que se publicó en los principales diarios de la ciudad. No le resultó difícil, el dinero todo lo puede, organizar la mentida incineración. Después, con pasaporte falso y algo retocado su aspecto físico, viajó, en buena compañía, por largo tiempo al extranjero. La distancia obró como bálsamo milagroso para sus preocupaciones. Se sintió revivir. Cuando juzgó transcurrido un tiempo prudencial, regresó. Desde su nueva identidad trató de hacer vida normal. Lo consiguió en parte, hasta que un sicario creyó reconocerlo cuando se dio de bruces con él a la salida de un café. Informó éste a la organización. Investigaron. Mandaron, con cualquier excusa, alguien a huronear por la oficina. Lo atendió una secretaria que se trababa con frecuencia y de memoria olvidadiza: “De ese asunto no puedo darle información porque lo lleva directamente el difunto.” Esa noche lo esperaron. Cuando bajó del coche, no le dio ni tiempo de advertir si alguien le seguía. El horrísono estrépito de los disparos desordenó el silencio de la noche. Quedó tendido en el suelo, boca abajo, chorreaba espesa y negruzca la sangre. Cinco casquillos refulgían sobre el asfalto. Una rata, medrosa y taimada, escapó por el sumidero de la alcantarilla.
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