Acaba de fallecer Josefina Aldecoa. Mantuve con ella, desde que la conocí a mediados de los noventa, una relación epistolar centrada en los temas literarios; varias de sus cartas me las remitió desde Las Magnolias. Intercambiamos lecturas y opiniones sobre nuestros respectivos libros, las suyas muy generosas para con lo mío, lo que quiero agradecerle aquí, como hice en su día. Escribí varios artículos sobre su obra y varias reseñas de sus libros según iban apareciendo. He releído estas últimas y he decidido incluir la de su libro de memorias En la distancia, que en su día me pidió la revista Quimera, como personal homenaje.
VIDA CUMPLIDA
En la distancia es un libro de memorias narrado como si fuera una novela -“toda novela es una autobiografía y toda autobiografía es una novela”, dice la autora-, la novela de una vida cumplida, escrita desde la serenidad de una madurez espléndida. El libro resulta ser una indagación en el pasado y sus páginas destilan una serena melancolía, la que produce el paso de los años, entreverada con el aroma de la felicidad irrepetible.
La nostalgia impregna la evocación de la infancia, esos “primeros años que deciden para siempre lo que vamos a ser”: el paisaje de La Robla, el color rojizo de los árboles en otoño, los baños en el río en verano, las primeras lecturas, el frío, la casa de los abuelos, territorio perdido de la niñez. El entorno familiar, liberal y republicano, y la madre, maestra en la línea del institucionismo, contribuyen decisivamente en la formación de aspectos básicos de la personalidad de la escritora: la pedagogía, la política, la cultura. La familia se traslada a León en 1936. La guerra, “algo terrible, oscuro y negativo”, los fusilamientos, la violencia, las persecuciones, marcaron “un punto de imposible retorno, el final de la infancia.” Sin embargo, rememorada en la distancia, la autora reconoce que tuvo “una infancia feliz, protegida, cuidada y serena.”
En la posguerra, cuando “una inmensa cortina gris lo envolvía todo”, el mundo de los libros y la pasión por la lectura, supusieron “un estímulo decisivo” para seguir adelante. En 1943 entra en contacto con los poetas Victoriano Crémer y Eugenio de Nora, y a través de ellos con la “España del exilio interior, de la inteligencia y de la cultura.” En 1944 se traslada a Madrid y cursa estudios en la facultad de Filosofía y Letras. Conoce a Rafael Sánchez Ferlosio, a Alfonso Sastre, a Jesús Fernández Santos, a Medardo Fraile y algún tiempo después a Carmen Martín Gaite y a Ignacio Aldecoa; todos ellos miembros de la generación del cincuenta. Una estancia en Londres, primer contacto con Europa, le hace darse cuenta de que “la libertad estaba allí, existía.” Al volver, la tesis doctoral, en el ámbito de la pedagogía, El arte del niño. Después entró en su vida Ignacio Aldecoa y entabló con él “un diálogo, una discusión interminable.” Muy hermosas páginas dedica la autora a la evocación de los años de vida en común con uno de los grandes escritores del siglo XX español.
En 1959 la autora funda lo que luego será el colegio Estilo, al principio Jardín-Escuela. Aunque nunca fue maestra, para Josefina Aldecoa “educar es lo más importante, lo básico” y la educación tiene que ver con “una actitud ante la vida, una filosofía de la existencia”; la educación debe desarrollar “el sentido crítico y analítico” del niño desde edades tempranas. Esa dedicación pedagógica la combina con la creación literaria y así, en 1961, publica su primer libro de cuentos A ninguna parte, que acaba de ser reeditado por la editorial Menoscuarto, en colección dirigida por Fernando Valls. Dos cuentos del libro fueron incluidos por la autora, en 2000, en Fiebre.
El 15 de noviembre de 1969 era sábado. En casa de Dominguín, donde otras veces habían coincidido con Semprún, Javier Pradera o Juan Benet, Ignacio Aldecoa se sintió mal y fue el final, el mazazo que rompió, inesperadamente, la vida de la autora. La muerte de su marido gravita en el libro como un peso insoportable, a pesar de la aceptación estoica del hecho de la muerte: “el drama eterno del hombre es nacer para morir, y he aceptado la muerte.” Cuando murió su marido, nos dice, apartó de su vida todo proyecto literario y sólo permaneció fiel a la lectura.
La autora va dando breves pinceladas históricas para enmarcar temporalmente el relato. Lúcida y nostálgica es la reflexión tras la muerte de Franco: “Me di cuenta de que estaba a punto de cumplir cincuenta años. Los cuarenta años de dictadura cayeron sobre mí como una losa. Demasiado tarde para los que éramos niños en 1936.”
La publicación, en el final de la década de los setenta de dos antologías de cuentos: una de su marido y otra titulada Los niños de la guerra, que contiene relatos relacionados con la guerra civil de los escritores de su generación, sirvió para que Josefina R. Aldecoa volviera al panorama literario y lo hiciera defendiendo a su generación de los calificativos despectivos de “literatura de la berza” y reivindicando una literatura que hay que entender, dice, en las condiciones históricas en que se produjo. Pone de manifiesto, refiriéndose a la obra de su marido, la solidaridad con los desheredados y los humildes, con las personas necesitadas, que fueron el objeto literario de muchos de sus cuentos.
Tras esos trabajos, la creación literaria llama nuevamente a su puerta. Así, en la década de los ochenta, escribe -sumergida en la soledad y la paz de la casa de Las Magnolias, en Cantabria- y publica tres novelas La enredadera, en 1983, Porque éramos jóvenes, en 1986 y El vergel, en 1988. La autora habla así de ellas: “Mis novelas de los ochenta tienen un común denominador. En ellas trato de descubrir los móviles de las conductas. Los errores que cometemos los seres humanos en busca de la felicidad. En ellas queda patente mi filosofía de la existencia.”
En 1990 publicó Historia de una maestra, su mayor éxito literario. “La escribí con la intención de recuperar la memoria de los años de juventud de mi madre y los de mi infancia.” A ella le siguieron Mujeres de negro y La fuerza del destino. La autora la llama “trilogía de la memoria” y considera esas obras como un ejercicio de sinceridad. La memoria será una de las constantes de su narrativa, porque “no se puede pactar con el olvido”; es necesario, dice, “dejar testimonio a los que vienen después, de la verdadera, profunda, humana historia de España.” Su última entrega novelesca es, hasta la fecha, El enigma, 2002.
Las últimas páginas, hermosas y melancólicas reflexiones sobre el paso del tiempo, constituyen un resumen lúcido de lo que este libro significa: “En este libro hay una buena parte de mi vida hecha, deshecha, reconstruida, como un gran puzzle. Irremediablemente faltan piezas, fragmentos. Hay espacios vacíos. Estoy segura de que algunos de ellos encierra en su oquedad un recuerdo intolerable que he tachado sin saberlo, que no merece el precio del recuerdo.”
Muy interesante toda la entrada, Javier. Todavía no he leído a Josefina Aldecoa, sí a su marido; así que intentaré ponerle remedio pronto.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Es lógico, Gemma, porque Josefina Aldeoa era una buena escritora e Ignacio Aldecoa un verdadero maestro del cuento. Con todo, la trilogia de la memoria es magnífica y su lectura punto menos que imprescindible.
ResponderEliminarUn abrazo, Javier.