Una tarde de otoño, de finales de octubre, cuando declinaba la luz y el cielo encapotado amenazaba lluvia, cuando el viento inclemente azotaba los arbustos de la desangelada llanura en medio de la nada, llegué al Campo de Concentración de Rivesaltes, o mejor dicho, al monumento erigido para honrar la memoria de quienes allí estuvieron recluidos. Una placa sobre un monolito de piedra, la de la fotografía que ilustra la entrada, recuerda a los niños, a las mujeres y a los hombres civiles y militares republicanos españoles que allí estuvieron internados. Unos versos de Antonio Machado, traducidos al francés, sugieren un pensamiento profundo. Los versos pertenecen al poema que el autor sevillano escribió en memoria de don Francisco Giner de los Ríos y que incluyó en el libro Campos de Castilla, en la edición de 1917. El poema está fechado en Baeza, el 21 de febrero de 1915.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan,
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced,campanas!
Quien grabó los versos en el mármol no quiso poner la exclamación que tan significativa resulta.
Otros monolitos se levantan para honrar la memoria de los más de 2250, entre ellos ciento diez niños, judíos deportados al campo de exterminio de Auschwitz entre agosto y octubre de 1942.
Un talud de arena, de unos dos metros de alto, rodea los restos del campo de concentración, abandonados a la intemperie, mostrando la ruina de un tiempo pasado de infausta memoria. Unos letreros advierten de que se está en terreno militar y de que no se puede acceder sin contravenir el código penal en determinados artículos explicitados en los numerosos letreros que rodean el campo. Parece como si se quisiera ocultar la historia, como si se pretendiera borrar la memoria de ese campo de internamiento que permaneció abierto muchos años.
Pero es difícil ocultar la historia. Al regresar, ya entrada la noche, a casa, al otro lado de la frontera, leí, después de cenar, en el libro Mas allá de la muerte y el exilio, escrito por Louis Stein en 1979 y publicado por Plaza y Janés, en traducción de Manuel Vázquez, en diciembre de 1983, lo siguiente:
El doctor Harvey, que visitó Rivesaltes en septiembre de 1941, quedó también asombrado por la inadecuada ubicación física del campo -una llanura desnuda, barrida por los vientos- y por las deficiencias de la dieta. El guía oficial subrayó el hecho de que los refugiados eran huéspedes de Francia y afirmó que se les estaban suministrando un promedio de 1750 calorías diarias, la misma cantidad que a la población francesa. Resultó evidente al norteamericano, sin embargo, que esa afirmación era falsa. La inmensa mayoría de habitantes del campo eran mujeres, niños y viejos. El doctor Harvey visitó la guardería infantil, y observó aproximadamente a treinta niños. Había algunos niños de ocho y nueve años de edad que parecían recién nacidos. Pocos eran los pequeños que estaban ganando peso normalmente. El hospital, un barracón transformado, no podía albergar más que a una pequeña proporción de enfermos. La mayoría de los refugiados enfermos permanecían en sus propios barracones.
Finalmente, en julio de 1941, Humbert llamó la atención del prefecto sobre el informe de Lefebvre y señaló la gravedad de la situación. El prefecto respondió entonces ordenando al doctor Dorvault, inspector médico de los Pirineos Orientales, que investigara la situación. El doctor Dorvault no se alarmó excesivamente por lo que halló en la investigación. El malestar afectaba a un número relativamente pequeño de individuos en la población del campo de ocho mil personas. Estos pacientes eran incapaces de defenderse contra la infección debido a sus constituciones débiles o dañadas, o porque sus cuerpos habían envejecido prematuramente a causa de la guerra y la emigración. Inevitablemente, se producían muertes frecuentes entre ellos. Llegó a la conclusión de que el brote de disentería era estacional, no epidémico, y que afectaba solamente a los miembros más débiles del grupo. Señaló cierta falta de alimentación, y aprobó la concesión de raciones mayores.
Abandoné el campo no sin antes asomarme, junto a unos jóvenes franceses que fotografiaban los restos de edificios y de alambradas, a ver lo que pude desde los límites del talud, lo que queda, del campo de concentración en el que mis compatriotas republicanos habían tenido la desgracia de ir a parar. Conduje en silencio, estremecido por la impresión que siempre me causa visitar lugares como este. Llegué a casa y releí el libro de Stein, mientras pensaba en el poema de Machado y en cuántos de aquellos "hermanos" se habrían ido, como se fue el "hermano Francisco" por "una senda clara" esperando que alguien alguna vez les hiciera un "duelo de labores y esperanzas".
Desgraciadamente la Historia se escribe con goma de borrar, la de los hombres y la de los pueblos. Por eso quienes dais luz, aunque poco, sois referente y guía para los hombres perdidos. Sin banderías, sin componendas, con piedad.
ResponderEliminarJavier, de corazón, gracias por ayudarnos a no olvidar, gracias por hacernos mejores.
Algún día, si la vida nos facilita un encuentro tranquilo, te contaré dos trazos de la historia de la hija de un soldado republicano muerto en Mathausen. Hasta entonces, seguimos en contacto por estos pagos cibernéticos.
Fe de erratas: Donde aparece "aunque poco", debería figurar "aunque pocos".
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