Una puerta con contraventana separaba la estancia de la galería acristalada. Besteiro abrió la puerta y accedió a ella. Era un agradable cuarto, muy al estilo de las casas del norte, muy soleado y amueblado con un tresillo y una mesa camilla. A través de los cristales se podía ver la casa de labranza que quedaba junto al monasterio, la tapia que corría paralela a lo largo del camino, y, al fondo, la alameda del río, apenas a kilómetro y medio de aquel lugar.
La estación de Guadajoz
La luz cegadora del mediodía los vio llegar y el aire estremecido por el sofocante calor fue para ellos como un desolado recibimiento de bienvenida. La estación de Guadajoz los envolvió en el ámbito triste de su desamparo y no vieron entonces, cuando abandonaron los desvencijados vagones de aquel tren, sino el pequeño edificio y los muros de un patio en el que crecían algunos limoneros.
El camino, pedregoso y polvoriento, discurría en línea recta atravesando llanuras y campos de mieses amarillentas. Pequeños alcores, desiertos de vegetación, apuntaban en el horizonte. Dispersos grupos de árboles con sus hojas bamboleadas por el escaso viento. El cielo, de un azul intenso, estaba surcado por errantes y algodonosas nubes. Los camiones dejaban tras de sí una nube polvorienta en su lento traqueteo, en su avance cansino a lo largo del camino.
Carmona
El sol declinaba y dejaba su luz rojiza a lo lejos. En silencio llegaron hasta la puerta del corralito que era el cementerio civil. Nadie había sido enterrado en los últimos veinte años en ese lugar. El patio volvía a mostrar un aspecto desolador y descuidado. La maleza lo invadía todo. El enterrador procedió a destapar el nicho. Primero retiró, después de desclavarla con cuidado para que no se rompiera, la lápida.
Cementerio Civil de Madrid: 1960
Llegaron al cementerio y se dirigieron al lugar donde una tumba abierta en el suelo esperaba la llegada del féretro. Los funcionarios lo sacaron del coche y mediante cuerdas lo bajaron hasta el fondo de la tumba. Jaime Cebrián arrancó una pequeña ramita de uno de los árboles de los alrededores y la arrojó sobre el ataúd que contenía la memoria de su tío. Después los funcionarios procedieron a sellar la piedra granítica que habría de cubrirlo con su color gris pardusco. Lisa de todo adorno. Sólo su nombre en la cabecera de la tumba.
Una mujer, que ha estado observando las operaciones de los enterradores desde lejos, espera a que éstos terminen y se acerca, cuando ya no queda nadie frente a la tumba. Mira la inscripción, el nombre, el apellido. Vuelve a donde estaba y toma un clavel rojo de los que ha llevado a la tumba de su marido, muerto por fusilamiento en septiembre del treinta y nueve. Regresa junto a la tumba de Besteiro y lo deposita sobre la lápida de granito, junto a su nombre. Vestida de negro, se aleja caminando lentamente por los senderos de gravilla, bajo la luz cegadora del mes de junio.