miércoles, 23 de junio de 2010

Mujeres y hombres deshabitados



El hombre deshabitado se queja, en el prólogo de la obra, amargamente al Vigilante nocturno, ese artífice contra quien acabará rebelándose al final y echándole en cara que no es su creador sino un criminal porque le mandó un ángel del abismo para perderse y tener una excusa para poder así después ser arrastrado como castigo eterno al fondo de la tierra, se queja, digo, preguntándole por qué ha poblado su sueño de fantasmas incomprensibles. El hombre deshabitado fue escrita por Rafael Alberti, probablemente, como él mismo declaró en su día, en torno a 1928 o 1929 y terminada a finales de 1930 o principios de 1931 para su estreno en el Teatro de la Zarzuela por la compañía mexicana de María Teresa Montoya, estreno que se llevó a cabo el 26 de febrero, en vísperas como quien dice de las elecciones municipales que cambiarían el rumbo político de España con la llegada de la República. El vigilante nocturno, enfocando con su linterna amarilla, muestra al hombre deshabitado un fragmento de realidad con estas palabras:

¿Ves? Esta esquina van a doblarla hombres y mujeres sin vida, muertos de pie, que andan a tropezones por todas las calles del Universo. Humanidad hastiada, viviendas vacías, repintadas por fuera para disimular el abandono y oscuridad en que viven por dentro. Todo lo que desfila por esta calle del mundo es un páramo, un desierto movido por el frío. Faldas, chaquetas, sombreros, pantalones, máscaras lívidas, pertenecientes a mujeres y hombres deshabitados como tú. Ninguno sabe nada, ninguno desea nada, ninguno ve nada. Tropiezan diariamente los unos contra los otros. Se dan codazos, pisotones, y maldicen a media voz, pero nunca jamás se insultan. Son cobardes y feos, feos, hasta el espanto. Aquello afirman que es una mujer. Y que es joven y que además es guapa. Pero yo te digo que sólo es el molde hueco de una careta de albayalde. Aquello otro que parece el ramajo seco de un árbol, aseguran que es un anciano y que es noble y hermoso. Pero no hagas caso: es solamente unas podridas barbas de estopa, que hasta el mismo fuego desprecia. Un muchacho, un adolescente, dicen que es aquello que ahora va a doblar la esquina. Y yo te juro que es sólo una chaqueta, un traje ciego, sin camino. En esta calle helada nadie tiene memoria. Todos la han perdido. Es como un duelo hacia la muerte de maniquíes sonámbulos, olvidados de su alma.


Leyendo, y escuchando casi, las palabras del Vigilante, no puede uno dejar de pensar que a veces eso somos todos nosotros: hombres y mujeres deshabitados que no sabemos nada, que no deseamos nada, que no preguntamos nunca nada a nadie, porque creemos que todo lo sabemos. Es como si viviéramos con los ojos vendados en medio de un laberinto de incomunicación. Y que todo a nuestro alrededor no fuera sino un baile de máscaras, donde tratamos de aparentar que somos lo que en realidad nunca seremos.

Nota. La cita del texto procede de la edición que Gregorio Torres Nebrera hizo, en 1991, para Ediciones Alfar, Sevilla, de las obras de Rafael Alberti El hombre deshabitado y Noche de Guerra en el Museo del Prado. Procede de la página 147 de la mencionada edición. La imagen que ilustra esta entrada es una fotografía de una litografía de Ricardo Baroja titulada “Máscaras”. Pido disculpas por la mala calidad de la foto, tomada de uno de los cuadros que cuelgan de las paredes mi estudio. La de Alberti está tomada de la red.

jueves, 17 de junio de 2010

El comisario



Qué quiere que le diga, llevábamos casi un año pasando frío y hambre, mordiendo el polvo amorraos al terruño, cuando una mañana de mayo del 37 apareció junto al comandante de la brigada aquel lechuguino, con su guerrera impecable, las botas lustrosas y aquellas gafas redondas de concha que le daban un aire distinguido de señorito intelectual. Créame que, tan apenas llegó, empezaron los discursitos, que si ahora seríamos soldados del ejército de la República, que si se necesitaba más que nunca disciplina y orden, que si fe ciega en la victoria y no sé qué más, y todo ello salpimentado con mucho “salud”, “camaradas” y otras zarandajas por el estilo.

Las cosas sucedieron así, como le voy a contar. Aquella mañana las órdenes del comandante nos tocaron los cojones. Había que atacar una posición del enemigo imposible de tomar; todos supimos que aquello era como mandarnos al matadero. “Al que retroceda, lo fusilo”, bramó la voz aguardentosa del comandante, un mecánico de Reus. “No lo olvidéis, camaradas”, apostilló en tono impertinente el lechuguino.

Usted verá, no nos quedó otra que cumplir las órdenes y atacar. Lo hicimos como siempre, con coraje y con valor. Yo iba con la ametralladora a cuestas, ayudado por el madriles, un chirivías de 19 abriles, pero con todo lo que hay que tener, no se crea, no se amilanaba ni tanto así. Vimos caer a muchos de los nuestros, a los mejores, a Eusebio, pastor de Soria, a Anselmo, campesino de La Almunia, a Emeterio, fresador de Sabadell. No, no pudimos tomar la posición, cómo quiere usted que la tomáramos si nuestras fuerzas eran tan inferiores a las del enemigo, que además estaba bien atrincherado; el resultado fue que nos frieron.

Cuando las cosas se pusieron muy mal para nosotros, algunos empezaron a retroceder y a buscar cobijo que a lo último resultó inútil. Entre ellos el lechuguino, que corría que se las pelaba. Qué quería que hiciera... Le dije al madriles, “atento, que ahora verás”; apunté al lechuguino, disparé y lo vimos caer “como un tronquico, oiga, lo mismo que un tronquico.”