Una vez que Eugenio ha decidido dejarlo todo para centrarse en su lucha y ha sustituido las normas por las armas, al llegar al capítulo siete de la novela, nos situamos en febrero de 1936, en las elecciones a Cortes que dieron, aunque fuera por un estrecho margen, lo que ponía de manifiesto la división del país (aquí), la victoria al Frente Popular. En el relato de García Serrano hay un cierto desprecio hacia esos comicios, pues, como dice Eugenio, "se gana el cielo con la espada".
En un diálogo muy significativo de Eugenio con los camaradas universitarios, alguien dice: "Nos llaman bárbaros y pistoleros", y otro responde: "No saben que la civilización se defiende a tiros". Esos estudiantes recorren los colegios electorales el día de las elecciones y se sorprenden de que "haya lista en la que figuren con diez votos", para sacar la siguiente conclusión: "Después de todo, qué nos interesa el sufragio si hemos de ganar a tiros." Estamos ante una nueva exaltación de la violencia y ante un flagrante desprecio a la democracia parlamentaria.
En el final del capítulo, tal vez porque García Serrano asistiese, se hace una alusión al mitin del cine Europa, celebrado el dos de febrero de 1936 con José Antonio Primo de Rivera, Julio Ruiz de Alda y Raimundo Fernández Cuesta como oradores. En ese mitín se cantó por primera vez en un acto público el "Cara al sol", himno de Falange.
Al inicio del último capítulo, el noveno, cuyo título es "Proclamación de la Primavera", hay una elipsis narrativa. Eugenio ha sido detenido, tal vez al tiempo en que lo fueron otros falangistas, entre ellos, José Antonio, y está encarcelado. Eugenio, "el bien engendrado", uso curioso del epíteto épico, parece que muere en el mes de mayo, en la calle, camino de la facultad, "cuatro hombres, revueltos en polvo y sangre, desprecio y odio", disparan sobre Eugenio y allí queda muerto.
Estructuralmente esta muerte es necesaria para justificar la violencia que se desatará en pocas semanas. Dice el narrador: "es verdad, nos llaman pistoleros, pero a nosotros también nos matan a tiros y a traición". Siempre necesitó la violencia ampararse en el agravio, en otra violencia de signo contrario y ese parece ser el significado de la muerte de Eugenio. Su muerte supone la proclamación de la primavera, es decir, que la sangre se hiciera fértil e iluminara el camino que habrían de seguir tantos jóvenes falangistas en aquellos turbulentos años. La novela se cierra con un significativo "Para Dios y el César", que, naturalmente, no es Franco, sino José Antonio Primo de Rivera.
En un diálogo muy significativo de Eugenio con los camaradas universitarios, alguien dice: "Nos llaman bárbaros y pistoleros", y otro responde: "No saben que la civilización se defiende a tiros". Esos estudiantes recorren los colegios electorales el día de las elecciones y se sorprenden de que "haya lista en la que figuren con diez votos", para sacar la siguiente conclusión: "Después de todo, qué nos interesa el sufragio si hemos de ganar a tiros." Estamos ante una nueva exaltación de la violencia y ante un flagrante desprecio a la democracia parlamentaria.
En el final del capítulo, tal vez porque García Serrano asistiese, se hace una alusión al mitin del cine Europa, celebrado el dos de febrero de 1936 con José Antonio Primo de Rivera, Julio Ruiz de Alda y Raimundo Fernández Cuesta como oradores. En ese mitín se cantó por primera vez en un acto público el "Cara al sol", himno de Falange.
(Sobre ese mitin y la figura de Ruiz de Alda, recomiendo, a quien quiera leer esa entrada, el intercambio de comentarios sostenido con un falangista joseantoniano de la primera hora, para mí fue entrañable y clarificador; agradezco de nuevo a mi anónimo comunicante su participación de aquel día.aquí)
Al inicio del último capítulo, el noveno, cuyo título es "Proclamación de la Primavera", hay una elipsis narrativa. Eugenio ha sido detenido, tal vez al tiempo en que lo fueron otros falangistas, entre ellos, José Antonio, y está encarcelado. Eugenio, "el bien engendrado", uso curioso del epíteto épico, parece que muere en el mes de mayo, en la calle, camino de la facultad, "cuatro hombres, revueltos en polvo y sangre, desprecio y odio", disparan sobre Eugenio y allí queda muerto.
Estructuralmente esta muerte es necesaria para justificar la violencia que se desatará en pocas semanas. Dice el narrador: "es verdad, nos llaman pistoleros, pero a nosotros también nos matan a tiros y a traición". Siempre necesitó la violencia ampararse en el agravio, en otra violencia de signo contrario y ese parece ser el significado de la muerte de Eugenio. Su muerte supone la proclamación de la primavera, es decir, que la sangre se hiciera fértil e iluminara el camino que habrían de seguir tantos jóvenes falangistas en aquellos turbulentos años. La novela se cierra con un significativo "Para Dios y el César", que, naturalmente, no es Franco, sino José Antonio Primo de Rivera.
Ese entusiasmo en la lucha del principio, al que tantos jóvenes se sumaron, algunos con apenas diecisiete años, tal vez sin haberlo meditado mucho, entusiasmo que los hizo verse envueltos, sin la preparación suficiente, en la vorágine de la guerra, que se rige por sus propias normas militares, se fue apagando lentamente con el transcurrir de los meses, quizá por la fatiga del combate, tal vez por el desastre de tanto herido y de tanta muerte inútil, de tantos jóvenes sacrificados en un combate que la mayoría ni buscó ni quiso. Es precisamente ese cansancio y ese desengaño el que acaba por minar la moral de los jóvenes falangistas que en su idealismo, el que se respira en Eugenio, quizá no calibraron bien la magnitud de la tragedia en la que se iban a ver envueltos.
El propio García Serrano, en La fiel infantería, la novela del combate, escrita en 1943, nos deja algunas muestras de ese cansancio de la guerra, de la injusticia de que los combatientes aguerridos se jueguen la vida en los frentes mientras otros dirigen la estrategia plácidamente desde los despachos. Se respira, o al menos así me lo parece a mí, un cierto sabor de cansancio, una sombra de desengaño sobre si el esfuerzo y el sacrificio han merecido la pena, se han visto recompensados, o han sido otros, los que se hicieron con las riendas del poder, los que sacaron beneficio de la victoria a la que contribuyeron con su juventud y su sangre los jóvenes falangistas de primera hora. Esto escribe, hacia el final de esa novela, el narrador:
¿Es Dios justo al matar así, así, tan pobremente, tan sin gloria, a un varón que lleva con coraje sus armas y soporta con valor las contrarias? Entre Mambrú que se va y nadie sabe la fecha de su vuelta, que se va y no vuelve, que deja un amplio margen para el imaginario laurel, y este mísero Mambrú que vuelve con fiebre, amarillo, acatarrado, colítico, apestoso, hay una enorme diferencia, según piensa Ramón. Nada se reparte equitativamente, menos la muerte, que se da a todos. Mentira, mentira: en la muerte hay clases y privilegios. No da igual morir que morirse. Ni da igual morirse a que lo maten a uno. Ni es lo mismo el garrote vil que el fusilamiento, ni el fusilamiento que el paseo canalla, ni este que la muerte limpia de un buen tiro en la cresta. Es justo que cada cual muera como merece.
Eugenio, la novela que comentamos, fue escrita en diferentes momentos y lugares; según especifica su autor lo fue en "abril del 36, Madrid; agosto del 36, Somosierra; noviembre del 36, víspera de Madrid; agosto y noviembre del 37, Bandera 26 de Navarra", lo que indica el itinerario del paso del escritor por el conflicto. Eugenio vería la luz por primera vez en 1938, en Ediciones Jerarquía, de la Editora Nacional, con ilustración de Pepe Caballero. Luego pasó a formar parte de la trilogía La guerra, junto con Plaza del Castillo y La fiel infantería, publicada por Fermín Uriarte Editor, en Madrid, en 1964, con un estudio introductorio de Antonio Valencia y un significativo prólogo del autor firmado en 21 de agosto de 1945, en Madrid.
Gonzalo Sobejano, en su memorable Novela española de nuestro tiempo 1940-1974 (En busca del pueblo perdido) (Marenostrum, 2005), sitúa la figura literaria de Rafael García Serrano, junto a la de Cecilio Benítez de Castro, José María Alfaro, José Vicente Torrente y Ricardo Fernández de la Reguera, en el grupo de "novelistas militantes" y refiriéndose a todos ellos y a sus novela sobre la Guerra Civil Española, escribe: "En el momento de empezar la guerra, estos y otros autores estaban en edad de ser incorporados, de un modo u otro, a la lucha. Falangistas y soldados, pelearon en los frentes y conocieron el miedo, la fatiga, el hambre, el frío, todo lo que en campaña se ha de resistir. Pero también supieron de la alegría de las victorias y gozaron de la exaltación de sus ideales. Con tal experiencia no lograron, sin embargo, fraguar la gran novela que estuviera a la altura de los hechos vividos."
Con todo, a pesar de su militancia combativa, la prosa de García Serrano, sobre todo en los momentos líricos, tiene fuerza y calidad literaria y sus novelas se leen con interés. El idealismo de aquellos jóvenes falangistas que se lanzaron al combate en pos de un cambio y de una revolución que nunca hicieron y que siempre sería su "revolución pendiente", mantiene su vitalismo incólume en las páginas de las novelas de García Serrano, especialmente en las tres a que se hace referencia en esta entrada. Sin embargo, la violencia extrema, ya lo hemos dicho, nos parece injusta e innecesaria; fueron muchos, incluso José Antonio desde la cárcel de Alicante, los que se dieron cuenta del error de haber contribuido a disparar un conflicto que acabó llevándonos a todos al desastre.
Hay una frase final en Plaza del Castillo que nos parece la mejor manera de cerrar esta entrada, conmemorativa del centenario del escritor; dialogan un magistrado y un militar en el momento primero del Alzamiento, en Pamplona; el magistrado parece aceptar que, a veces, "los códigos deben acabar en una bayoneta", sin embargo, le dice al militar:
- La justicia, lo primero de todo la justicia, teniente Sanz, porque sin ella todo carece de fundamento, nada es sólido...
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