viernes, 3 de septiembre de 2021

Carta abierta a Alberto Ruiz-Borau



Estimado Alberto:

Si mi palabra pudiera levantar el vuelo para ascender hasta ese cielo de los poetas donde ahora le imagino -el mismo donde situó a su hermano Augusto cuando le dedicó su novela Los sentimientos extinguidos (2016)-, le diría que desde que nos dejó las lluviosas mañanas de principios de septiembre anuncian inclementes un otoño desabrido antes de tiempo. Un otoño, este de 2021, en el que tristemente no estará entre nosotros, o quizá, sí, nunca se sabe. Un otoño que en vez de convidar a los estudios nobles, como decía Fray Luis, hará bueno, bien sé que contra su voluntad, el título de su novela de 2007, El año que perdí el otoño, una de las mejores suyas y quizá la que a usted más le gustaba, aunque yo pensara, y así se lo dije muchas veces, que su mejor obra, para mí, fue La piel de la serpiente (2001). Ahora quizá importe poco que lo diga, pero sigo creyendo que esa novela merecería una reedición.
 
Esta es la última carta que le escribo, Alberto, la que cierra definitivamente nuestro epistolario. Es una carta de adiós, de recuerdo del corto tiempo que duró nuestra amistad y nuestro intercambio intelectual y literario. Es una carta de homenaje, es la carta de un amigo y de un compañero de tareas literarias. Un adiós, un hasta siempre, un elogio a su integridad moral y a su decencia, por eso he querido que sea una carta abierta.

La relación epistolar que mantuve con usted desde que nos conocimos en San Mateo, en el bar El Puente, a principios de agosto de 2015, se ha mantenido, con periodicidad constante, hasta prácticamente su final, del que tuve desgarradora y triste noticia hace solo unos días. ¿Se ha marchado usted definitivamente, Alberto, o es el suyo un temblor de pájaro en la rama desde el que sigue observando, con su mirada escéptica, esta endiablada comedia humana?
 
A principios de marzo de 2021 recibí su última carta y junto a ella una mía de febrero devuelta con sello de la Estafeta de Correos de San Mateo con una nota escrita a mano y con una firma ilegible que decía "caducado en lista". Sigo sin entender el sentido exacto de esa expresión. Luego probamos, con escaso éxito, a mantener la correspondencia a través del correo electrónico, pero no funcionó. Déjeme, ahora, recuperar algunas palabras de esa carta que usted nunca llegó a leer, la que me devolvieron inopinadamente. Escribía yo, con fecha 3 de febrero, lo siguiente: "Aunque el retiro del que me habla sea riguroso, (ese retiro no era más, ni menos, ciertamente, que un confinamiento frente al Covid-19 que le recomendaron los médicos de su familia) no sabe lo que me tranquiliza y me alegra saberle tan bien cuidado. Ese lugar, esa casa, desde la cual me escribe ahora, es ideal para confinarse y cuidarse de esta bárbara invasión que es el Covid-19. Sea dócil y déjese cuidar." 

Le añadía al final un post scriptum con una nota personal; se la reproduzco aquí: "Nota personal. Mi madre, que es un año mayor que usted, nació en 1927, en La Coruña, cumplirá noventa y cuatro años en marzo. Vive en Madrid y está, como usted, confinada en su piso, cerca del Bernabeu; apenas sale de casa, pero está bien. Los padres de mi mujer, Pablo, de ochenta y cinco, aragonés de casta, y Manuela, de ochenta y cuatro, también están confinados en su piso de Badalona. Todo esto es muy duro, Alberto, pero hay que resistir, Alberto, hay que vivir, por encima de todo, vivir."

En su última carta, fechada el seis de marzo, y firmada con una letra temblorosa, me hablaba usted de su estado de ánimo, que no pasaba por sus mejores momentos, y de su ansiedad y su malestar. Me decía que "ojalá termine pronto la pandemia y podamos vernos como corresponde a nuestra especie ahora que parece despejarse el futuro", al tiempo que se alegraba de que nosotros hubiésemos podido esquivar el contagio del covid." En fin, en puertas de que apareciera mi novela sobre su padre, un ejemplar de la cual, con una dedicatoria, le envié a San Mateo -certificado y con acuse de recibo- a finales de junio, le sobrevino, declinando agosto, la muerte, como una sombra homicida y cautelosa. Por mi parte esperaba que en algún momento se hubiera podido hacer una presentación del libro y que en ella hubiéramos podido compartir un rato de charla sobre la literatura en general y la obra de su padre en particular, pero ya no podrá ser y no sabe lo mucho que lo lamento.

Le conocí muy tarde, Alberto, pero le conocí. Supe siempre que una novela sobre su padre, así se lo dije en nuestro encuentro en el bar El Puente, no podría escribirla sin conocerle antes a usted. Conté luego ese encuentro en un artículo publicado en "Artes y Letras" del Heraldo de Aragón (ver aquí). Desde entonces mantuvimos una intensa relación epistolar que ahora ha quedado bruscamente truncada. Leí su obra literaria y sobre todo aprendí mucho de usted, como escritor y como persona. Le dio tiempo a leer mi libro sobre su padre y no sabe cómo agradecí sus comentarios sobre el mismo y su deseo de que tuviera éxito, "si hay justicia en el cielo, -me escribió- así será". Gracias, Alberto, por su generosidad y por el compañerismo.

Ha sido un honor haberle conocido. Hasta siempre, amigo y compañero. Me sumo, desde esta mi última carta, que he querido, reitero, abierta, al dolor de su familia. Fue usted una de las personas más decentes y honestas que me ha sido dado conocer. Releeré, en el andar del tiempo, un tiempo raro que me ha dejado huérfano de su amistad, mientras me respete y me sea propicio, sus novelas al igual que usted leyó las mías. Un fuerte abrazo de su amigo y compañero en tareas literarias.

No es fácil cerrar una carta como esta, pero la mejor manera que he encontrado de hacerlo es reproduciendo un breve texto suyo procedente del cuento "Un retrato de 1940", perteneciente a su último libro publicado, Cuentos de arrabal (2018); no se me ocurre un final mejor y más adecuado:

Cómo se repiten las cosas -pensaba-. Nos hacen nacer y hacemos nacer. Enterramos y nos entierran. Así una generación tras otra. Cuando enterramos a mi padre era verano, la tierra estaba seca y cada palada de tierra sobre el ataúd sonaba como si lo estuvieran apedreando. Ahora la tierra está mojada y los golpes suenan blandos. Desde luego tanto da, porque al final todo se queda en silencio.

Descanse en paz, amigo, hasta siempre. 

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