Releyendo La llama, tercera parte de La forja de un rebelde, me encuentro hacia el final, cuando Barea narra la profunda crisis que sufre, un pasaje en el que el escritor habla de sus inicios literarios; el texto dice así:
Unos pocos días después de haberme recobrado de mi pesadilla escribí mi primer cuento sobre un miliciano en una trinchera porque los fascistas habían destruido la máquina de coser de su mujer, porque aquél era su puesto y, finalmente, porque una bala perdida había aplastado una mosca que a él le gustaba observar en un trocito de parapeto alumbrado de sol. Se lo di a Ilsa, y vi que la emocionaba. Si hubiera dicho que no era bueno creo que nunca hubiera intentado volver a escribir, porque hubiera significado que no era capaz de tocar las fuentes escondidas de las cosas.
Dos ideas se desprenden del texto que están bien arraigadas en la poética narrativa de Barea: en primer lugar, el hecho de que la buena literatura es la que emociona y estremece al lector, la que no le deja indiferente; en segundo lugar, la consideración de que la verdadera literatura debe hundir sus raíces en la esencia misma de la vida, es decir, debe aspirar a esclarecer “las fuentes escondidas de las cosas”. También se advierte en las palabras de la cita, los titubeos y las inseguridades del escritor en sus inicios, la necesidad de reconocimiento, de que alguien le dijera que estaba bien lo que había escrito.
El cuento en cuestión, primero de la producción literaria de Arturo Barea en ver la luz, se titula “La mosca” y fue publicado, en inglés, en el diario The Daily Express, el 17 de agosto de 1937. Más tarde, pasó a formar parte del primer libro de cuentos del escritor nacido en Badajoz en 1897, Valor y miedo, que fue publicado en Barcelona, en 1938, en la editorial Publicaciones Antifascistas de Cataluña. Así describe Barea al miliciano de su relato:
Pedro es un patán y un soldado de la República. Le arrastró la ola de entusiasmo del 18 de julio. En su cerebro no hay complejidades políticas. No entiende de esto. Siente la causa, sintió aquel día el latir de la multitud y se marchó a la Casa del Pueblo. Desde entonces está en primera línea. No quiere saber nada de nada. Su única idea, la idea fija, es matar fascistas, más aún desde que supo que su casita del Puente de la Princesa era un montón de escombros. Su gramófono y sus discos de Angelillo y del Pena. La máquina de coser de su compañera.