sábado, 18 de julio de 2009

Escribir sobre Max Aub / 2



ADENTRARSE EN EL LABERINTO: ESCRIBIR SOBRE MAX AUB / 2

Déjenme que haga un nuevo excurso, que me desvíe del sendero en otra digresión antes de ir a la búsqueda del principio, es decir, del tiempo perdido. No estaría de más recordar que El laberinto mágico de Max Aub, así lo reconoció una encuesta en la que participaron críticos literarios y escritores del suplemento literario del diario El Mundo, “La Esfera”, publicada el sábado 13 de julio de 1996, justo cuando faltaban unos días para que se cumpliera el sexagésimo aniversario del inicio de la Guerra Civil Española, fue considerado como el mejor ciclo de novelas sobre nuestra guerra incivil. El laberinto mágico, al correr de los años, ha sido comparado por algunos críticos y estudiosos con los Episodios Nacionales, de Pérez Galdós, Las memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja, o el inconcluso El ruedo Ibérico, de Ramón del Valle-Inclán, y ha salido airoso de tan difícil envite.

El origen mítico del laberinto es incuestionable. Aparece ya en civilizaciones tan antiguas como la micénica. Desde bien antiguo se asocia el símbolo del laberinto con la existencia. Sánchez Dragó dice en su libro Gárgoris y Habidis que se atribuye a los indígenas de Cantabria la costumbre de arrojar hachas a los lagos, costumbre que se puede poner en relación con otros temas mitológicos; estas hachas eran de doble filo y Dragó las compara con los dioses de dos frentes: como los cuernos del toro y también con el Minotauro: “Y por encima de todo –escribe Dragó-, el punto en el círculo, la defensa del espacio mágico: el laberinto. Este expresa el mundo existencial, el peregrinaje en busca del centro.” El hombre, al perder el favor divino con la expulsión del Paraíso terrenal, se ve obligado a enfrentarse a sus propias limitaciones, al vacío, a la nada, al propio laberinto en el que se le convierte la existencia; un personaje de Campo de los almendros, última novela del ciclo, lo dice con toda claridad: “Nos metieron en un laberinto, al salir del Paraíso. Y se me perdió el hilo: estoy perdido. Estamos perdidos. No saldremos, ni con los pies por delante.”

Pero el laberinto aubiano tiene, además de la existencial, otra vertiente histórica y social, también política, que tiene que ver con un país en un espacio y un tiempo determinados: la España de los años de esperanza de la Segunda República y de los ensangrentados días de la guerra incivil, los días de llamas, como los llamó en su estupenda novela Juan Iturralde. Dos de los personajes más significativos del Laberinto mágico, Paulino Cuartero y Julián Templado, dialogan así en Campo de los almendros: “Templado- ¿Saldremos de este laberinto? Cuartero- ¿Qué laberinto? Templado- este en el que estamos metidos. Cuartero- Nunca. Porque España es el laberinto.” Cuando dicen esto estos dos personajes, están encerrados en el Puerto de Alicante, último reducto de la derrotada República, el día 30 o el 31 de marzo de 1939.

En cualquier caso, el concepto y la imagen del laberinto, que tanta fortuna tuvo durante el barroco, está siempre presente en la literatura aubiana; valgan estos aforismos: “[5] Nuestra limitación es que estamos metidos en un laberinto, un laberinto mágico. [15] Un laberinto lo es porque, al fin y al cabo, alguien sale de él, por lo que sea, de la manera que sea. Si no saliese nadie, ¿quién iba a saber de su existencia? ¿Quién volvió de la muerte? ¿Lázaro? ¿Qué contó? Eso sí fue cuento. Lo del laberinto de Minos, no. De ahí salió alguien. (Tal vez habría que recordar que quien salió fue Teseo guiado por el hilo de Ariadna y que, por consiguiente, la única posible salida del laberinto nos la facilita, o proporciona, el amor.) [76] Vivimos en un laberinto mágico, limitados por nuestros cinco sentidos.”

Vuelvo al hilo del discurso: ¿Cómo y de qué forma entré en el laberinto aubiano? Mi primer encuentro con la obra de Max Aub se produjo de modo casual, azaroso, lo que no deja de ser maxaubiano en cierta manera. Han pasado tantos años que me cuesta reconocerme en aquel joven, entonces estudiante de primero de carrera, curso académico en que fui alumno de esta universidad, precisamente aquel en que una huelga de penenes, -¡Ay, las huelgas, siempre las huelgas, ahora les toca a ustedes, aunque sea por otras razones!- esto es, de profesores no numerarios, nos dejó sin clase durante el segundo y el tercer trimestre y que se resolvió con un aprobado general y con una insatisfacción también general; fíjense, sólo alcancé a leer El censor, aquella antología de textos periodísticos de finales del XVIII prologada por Montesinos, en aquella memorable colección llamada “Textos hispánicos modernos” de la editorial Labor, y La comedia nueva o el café y eso que nos esperaban Larra, Galdós y Clarín en el programa, pero no pudo ser. Ahora cuando explico y leo algunos de los artículos de Larra con mis alumnos –les gusta mucho “La Nochebuena de 1836”-, desde luego en la enseñanza secundaria no tienen cabida ni El censor ni el bueno de Moratín y Fígaro la tiene a duras penas, (alguien alguna vez debería hablar del arrinconamiento, del postergamiento que ha sufrido la enseñanza de la literatura en lo que ahora se llama enseñanza secundaria, quizá eso iluminase muchas de las causas del mal llamado “fracaso escolar”, pero no es ahora el momento de ello salvo que los árboles acaben por no dejarnos ver el bosque, esto es, que con tanto inciso nos apartemos de modo irremediable del tema de nuestra charla); decía que siempre que leo a Larra me acuerdo de aquel año frustrado del inicio de mis estudios universitarios. ¡No tengo remedio, ya me he perdido otra vez por los recovecos del pasado!

Lo que quería decir es que ya apenas me reconozco en aquel joven que era entonces, con mi cabeza, tan despoblada hoy, llena de rizos y sin sombra de canas. Tenía la costumbre, que no he perdido del todo, de buscar en las librerías de lance a ver qué sorpresas me salían al encuentro. Pues bien, revolviendo en un cesto lleno de libros, entreverados allí sin ton ni son, en una librería de viejo de la calle Llibreteria de Barcelona -hoy desaparecida, Novecientos se llamaba-, me encontré con un libro cuya portada me resultó a un tiempo enigmática y provocadora. En ella se veía, fotografiado en contrapicado, un paseante vestido con americana y pantalón oscuro que llevaba las manos enlazadas a la espalda en actitud meditabunda y la cabeza, tocada con una boina, ligeramente inclinada hacia el suelo. Servían de fondo a la fotografía una historiada tapa de alcantarillado y un suelo de adoquines. Cogí el libro y leí su título: Vida y obra de Luis Álvarez Petreña. El título era seductor, me gustaba el nombre de ese desconocido Luis Álvarez Petreña, si acaso algo menos el segundo apellido, que asocié no sé por qué a “petrina”, defectuosa forma de pronunciar la antigua palabra “pretina” con la cual designábamos, en los años de mi niñez, los botones de la bragueta de los pantalones. El nombre de su autor, Max Aub, nada me decía, si acaso era una vaga referencia de manual de literatura o de listados bibliográficos. Sin embargo, la colección en la que estaba editado, Biblioteca Breve de Seix Barral, era toda una garantía de calidad literaria. Abrí el libro y leí: "Primera edición de la primera parte: Valencia, 1934. Segunda edición, incluyendo la segunda parte: México, 1965." Una nota del autor, fechada en 1970, decía: "Escribí la primera parte de este relato, memorias, novela, miscelánea o lo que sea, a los 28 años. La segunda hacia los 50 y la tercera a los 66. Si estuviese seguro de que se notara no lo diría. Me quedaré con la duda y sin saber si sirvió de algo. Supongo que no, a Dios gracias." Con eso bastaba; compré el libro y lo leí de un tirón. Corría el año de 1974. Me preguntaba entonces cómo un autor con aquel nombre y aquel aspecto de centroeuropeo que se dejaba ver en la fotografía de la contraportada podía ser un escritor español. Con todo, mordí el anzuelo, entré en laberinto, caí en la trampa, me atrapó el talento de Aub de manera al parecer irremediable durante muchos años.

A lo que supe después, ¡por qué será que todo lo sabemos siempre después!, ese libro era una especie de secreta despedida de Aub del mundo de la vanguardia. El fracaso vital y literario de Álvarez Petreña era un poco el fracaso de ciertas fórmulas narrativas, practicadas por Aub en Geografía y Fábula verde, influenciadas por las Ideas sobre la novela de Ortega y Gasset, que hacían imposible el devenir de la novela. Aub se despide así en esa historia, que a mí tanto me fascinó, del propio Aub escritor de vanguardia, que empezaba por entonces, en 1934, a ceder terreno ante el Aub escritor responsable y comprometido con su tiempo, aunque nunca fueran esos cambios bruscos y perviviera en el Aub testimonial buena parte de lo aprendido en los años de aprendizaje literario de la vanguardia, sobre todo en lo que al estilo se refiere.

Llamo ahora su atención ante el hecho de que en la tercera y última parte, o añadido si lo prefieren, Aub, ingresado en un hospital londinense ante un amago de infarto, en 1969, se encuentre con Álvarez Petreña ingresado también en ese hospital. Mantienen allí un diálogo nivolesco, si se me permite emplear el término unamuniano, del máximo interés. Pues bien, enlazando con lo que dije antes, ese “Diario inglés de Max Aub” podría muy bien corresponder al Max Aub real, ya que éste, en los días previos a su primera visita a España después de treinta años de ausencia, tuvo un amago de infarto y tuvo que ser ingresado en un hospital. De nuevo, pues, ficción y realidad entreverándose, confundiendo sus límites. Supongo que me repito, pero todos estos datos los supe después; el joven de apenas veinte años, de hecho creo que aún lo los había cumplido, que leyó el libro por primera vez, nada sabía de todo ello. Así entré en el laberinto, o mejor dicho, así crucé los umbrales del laberinto, lo peor estaba por llegar. Me explico.

domingo, 5 de julio de 2009

Escribir sobre Max Aub / 1



Los largos atardeceres de principios de julio me sumen en la nostalgia. Ante mí desplegado, con sus infinitos matices de colores, como un tapiz que contuviera todos los azules posibles, el Mediterráneo que baña las abruptas costas del Cap de Creus. De espaldas a la luz de crepúsculo, sólo veo sus reflejos en el agua y en cielo, que por momentos parece abrasarse en su propio incendio. Por estas costas, sin que él pudiera verlo, navegó el Sidi Aicha, que había partido de Port-Vendrés, rumbo a Argelia, donde sería internado en el campo de concentración de Djelfa. Pienso en Max, en las muchas horas que dediqué a la lectura y al estudio de su obra, a la escritura sobre esa obra y también sobre sus avatares biográficos. Decido recuperar el texto de la conferencia, que tuvo un poco el sabor epilogal de quien se despide de un tema sobre el que considera que ha dicho ya todo lo que buenamente ha llegado a saber, leído en la Universidad Autónoma de Barcelona, ante un reducido grupo de alumnos de Ciencias de la Educación, en noviembre de 2008. Lo daré en tres entregas, para no fatigar al amable lector que tenga la paciencia de leerlo. Inauguro así el blog en verano.

ADENTRARSE EN EL LABERINTO: ESCRIBIR SOBRE MAX AUB / 1

Buenas tardes a todos:
Quiero empezar por decir que la charla de esta tarde se la quiero dedicar, si me lo permiten, a mi buen amigo Ignacio Soldevila Durante, el primer y mejor estudioso de la obra de Max Aub; Ignacio, de quien tanto y tanto aprendí, como intelectual y como persona, y que se nos fue, como era irremediable que pasase tras de una larga enfermedad a la que plantó cara con coraje y serenidad encomiables, hace pocas semanas. No quisiera hacer afirmaciones tajantes, pero tengo la impresión de que no creo en la vida después de la muerte, por eso donde quiera que estés, Ignacio, gracias por tu generosidad y por tu hombría de bien, gracias por habernos enseñado tanto sin proponértelo nunca; déjame que por última vez te llame ante un público de jóvenes estudiantes, maestro, querido maestro, a ti, que tan poco te gustaba que te llamara así. Te recuerdo ahora en el Auditori de la Facultat de Lletres de esta Universidad, sentado en las últimas filas, con tu inseparable abrigo sobre los hombros -¡qué miedo le tuviste siempre al frío, tú, que viviste media vida en Canadá!-, con tu elegancia británica, aunque fueras muy valenciano, como lo fue también Max, y canadiense de adopción; te recuerdo, digo, escuchando las intervenciones, con una paciencia infinita, de los comunicantes asistentes a los congresos sobre el exilio organizados en esta Universidad. Te recuerdo en casa, Ignacio, después de haber dado cuenta de un suculento asado de cordero al horno, regado con una botella de Viña Tondonia, uno de tus vinos preferidos, mientras nos contabas la represión sufrida por tu padre, jurista republicano, al terminar la guerra, su estancia en la cárcel, la muerte apenas un año después de salir de prisión en medio de una gran tristeza; te recuerdo contándonos tus dificultades como joven investigador en los duros años de la España de los cincuenta y la necesidad que tuviste de marcharte a otro país para conseguir un puesto de trabajo en una universidad y poder seguir investigando sobre un pasado que aquí se negaba y ocultaba; te recuerdo hablando de todo eso mientras con un mágico movimiento de tu mano adormilabas a mi hija que desde su cuna amenazaba con arruinar nuestra charla de sobremesa. Adiós, Ignacio, te fuiste, pero nos queda tu memoria y tu obra; como te escribió en el obituario publicado en El País Fernando Valls, tan buen amigo de los dos y profesor de esta Univeridad,: “vida cumplida”.

El título que he decido dar a esta charla, a esta disertación si se prefiere, a este encuentro al que acudo invitado por la generosa complicidad de Neus Samblancat, amiga y compañera de ya tantos años, encierra en sí mismo una suerte de axioma, una idea que ha de presidir el tema central de esta conferencia: escribir sobre Max Aub, sobre su vida y su obra, supone, para quien lo intenta, adentrarse en un auténtico laberinto, en un dédalo de tortuosas y escondidas veredas, llenas de recodos por explorar, de desvíos y atajos, de zonas neblinosas y de umbría en las que a menudo resulta muy complicado orientarse y lo llamativo del caso es que, en buena medida, el propio autor es el responsable de que ello sea así.

En efecto, Max Aub no quiso nunca escribir sus memorias, a pesar de haber dispuesto de tiempo razonablemente suficiente para hacerlo. Alegaba, como motivo, su desinterés por lo biográfico; cito a continuación algunos aforismos, de entre los que edité en marzo de 2003 en el libro Aforismos en el laberinto, en los que muestra Aub ese recelo: “[260] No importará quién fui, sino lo que hice. Apréndelo: no importará quién fuiste sino lo que hiciste. Sólo lo que se hace se deja; quién eres no cuenta mañana. [121] Las biografías hacen mucho daño. Vale la obra. Por ella se salva uno. [123] Lo que sobrevive en la tierra es la obra y no uno mismo.”

Sostenía Aub que había escrito tanto para que se supiera cómo era realmente sin tener que decirlo; sin embargo, no pocas veces mostró su decepción porque nadie parecía haberlo llegado a conocer a través de sus ficciones, de su teatro, de su poesía, de sus ensayos, de sus numerosos artículos periodísticos. Aub habló mucho de sí mismo a través de sus personajes y de sus historias; en buena medida, muchos de ellos tienen rasgos claramente autobiográficos. Aub está detrás, en cierto modo, de la Margarita-Claudia de Fábula verde, novela breve vanguardista de 1932, del Julián Templado del Laberinto mágico y, si me apuran, hay no pocos rasgos personales en el Luis Álvarez Petreña de la novela de título homónimo. Esto lo afirmo ahora, pero tardé muchos años en ser consciente de ello. Con todo, no puede establecerse un correlato entre esos rasgos autobiográficos a los que hago mención y los hechos histórico-factuales que jalonaron la peregrinación existencial del hombre llamado Max Aub Mohrenwitz. En un pasaje del último capítulo de la larga novela que le dediqué, explicitaba ese desdoblarse de Aub en sus propios personajes, del que a veces el propio novelista no era plenamente consciente; el Aub de mi novela, personaje por consiguiente ficcionalizado, sí parece darse cuenta de ello en última instancia, en el sueño de la siesta de la tarde en que murió:

“Tuvo un sueño agitado y extraño durante la siesta de aquella tarde. Cuarenta años después comprendió en la nebulosa del sueño que el verdadero protagonista de su Fábula verde era él mismo y no Margarita-Claudia. Así que sintió la misma repugnancia que ella cuando alguien, una confusa figura sin perfiles, le obligaba a comer carne; lo mismo ocurrió cuando ese alguien hizo que se pusiera un jersey rojo, lo que le produjo fiebres altas; lo peor, con todo, fue cuando esa figura borrosa le obligó a entrar en una pescadería; le pareció entonces que descendía a los infiernos y que en realidad el infierno no era más que una mezcla aleatoria y absurda de carnicerías y pescaderías: los ojos fríos de los pescados sobre el hielo, las bocas entreabiertas e inservibles, los lomos de las terneras manchando los mármoles de sangre, las colas de salmón seccionadas como por una sierra, los conejos colgando de ganchos, las gallinas degolladas e inermes y él allí, contemplándolo todo y sintiendo los temblores fríos de la angustia. Se despertó empapado en sudor.”

Para acabar de hacer más confuso el laberinto, Aub nos dejó una serie de cuadernos que contenían unas anotaciones que conforman una suerte de diario personal, entre literario y vivencial, que ayuda poco, la verdad sea dicha, aunque sea del máximo interés su contenido, a clarificar la peripecia vital del autor. Hay en ellos numerosos datos contradictorios en lo que se refiere a sucesos y lugares, así como una buena dosis de confusión de fechas en lo que se refiere a las detenciones que sufrió, a los viajes que realizó y a otros muchos aspectos; por otra parte, ¿quién de entre nosotros se preocupa, cuando de escribir un diario personal se trata, de anotar fechas con precisión, de especificar lugares concretos y demás? Un diario sirve, entre otras cosas, para anotar nuestras impresiones, para volcar en él nuestros pensamientos, para reseñar nuestras lecturas y para lo que uno quiere que sirva, pero nunca es un lugar del todo fiable, como tampoco lo son las memorias y las autobiografías, que no dejan , en el fondo, de ser otro género de ficción del que el buen biógrafo debe desconfiar y ante el que cabe una buena dosis de prevención; ¡nada hay tan peligroso como un autor hablando de sí mismo y contando su propia historia!

Así que no escribió Aub sus memorias, pero habló mucho de sí mismo. A todo ello pueden añadirle los testimonios, aun más confusos si cabe, de cuantos le conocieron en vida y quisieron hablar o escribir sobre él. Fíjense en el siguiente ejemplo. Cuando Aub fue detenido y conducido al estadio de Rolland Garros, en París, el 5 de abril de 1940, convertido en improvisado campo de concentración -¡qué poco sabrá Rafael Nadal que en ese estadio, en cuyas pistas ha demostrado ya tantas veces su maestría y su increíble saber tenístico, estuvo detenido Max Aub y miles de hombres cuyo único delito era no comulgar con las ideas totalitarias de los nazis!- había terminado ya Campo cerrado primera novela del ciclo narrativo sobre la guerra civil española al que dio el título de El laberinto mágico. Esa novela se publicó en México en 1943, una vez encontrado el manuscrito en casa de Juan Ignacio Mantecón, que coincidió preso con Aub en París y en Vernet. Aub asegura, en un “Borrador de prólogo al Laberinto mágico”, que escribió en octubre de 1970 y que mi buen amigo Javier Lluch ha reproducido en su magnífica edición de Campo del moro, que nada más acabar el manuscrito se lo envió a México a José Bergamín, quien se negó a publicarlo en la editorial Séneca; el poeta se lo dio a Mantecón, de quien sabía era amigo de Aub, y allí, en casa de éste, lo encontró Aub cuando llegó a México en 1942. Soldevila afirma, por su parte, que Aub no lo envió a México, sino que se lo dio en persona a Mantecón. Después se dice, en otros textos, que ese manuscrito quedó en París en manos de la portera del edificio en que vivía Aub y donde fue detenido, en Capitán Ferber. Por favor, ¿en qué quedamos?, ¿qué se hizo de ese manuscrito?, ¿cuál es la verdad de la cuestión? Bueno, pues como ésta, ciento, con la intervención del autor, quien además se confunde de título y habla de Campo abierto en vez de Campo cerrado. El lío se lo pueden ustedes imaginar.

Contribuye también decisivamente el hecho de que estemos ante un autor exiliado y con una peripecia vital tan compleja y vivida en un periodo tan conflictivo para Europa y el mundo en general. Max Aub nació en París en 1903, residió en Valencia desde 1914, donde se exilio con su familia al inicio de la llamada Gran Guerra, también conocida como la Primera Guerra Mundial, de hecho salieron huyendo porque el padre de Aub era alemán y su madre francesa y por ello, por la nacionalidad del padre, digo, los tomaron como enemigos y sus bienes fueron subastados públicamente; Aub fue español por libre voluntad desde 1924. Republicano y socialista, militante del PSOE desde 1927, participó durante la guerra en tareas culturales, entre otras, en la filmación de la película de André Malraux, Sierra de Teruel, fue también agregado cultural de la Embajada de la República en París, siendo embajador Luis Araquistáin y fue el primero en hablar en público del Guernica de Picasso en la inauguración del pabellón español de la Exposición Universal de París en junio de 1937 (por cierto, una réplica exacta del pabellón diseñado por el arquitecto catalán Josep Lluís Sert lo pueden ver ustedes en el Vall de Hebrón, hay allí un centro de documentación con buenos fondos y es un lugar hermoso para ir a investigar en las mañanas tranquilas del otoño, siempre que se disponga de tiempo para ello); se exilió, perdiéndolo todo, su piso en la calle Almirante Cadarso de Valencia fue ocupado por la familia de un coronel franquista, en febrero de 1939 y la biblioteca fastuosa que allí dejó pasó a los sótanos de la Universidad de Valencia, de donde pudo recuperarla el autor en 1969, ¡treinta años después!, por lo visto al coronel no le gustaban los libros de Aub y al menos tuvo la decencia de en vez de quemarlos, dar los libros a la universidad, donde durmieron el sueño de los justos sin que nadie los consultara nunca, y eso que había allí primeras ediciones de García Lorca dedicadas. Pasó tres años, entre 1939 y 1942, en Francia y el Norte de África, de cárcel en cárcel y de campo de concentración en campo de concentración. Llegó a México en octubre de 1942. Fue ciudadano mexicano, ¡su tercera nacionalidad! desde 1956, y allí residió hasta su muerte en 1972. Aub se sentía por encima de todo europeo. Bien pudo haber sido escritor francés y sin embargo eligió ser español por vocación, por sumarse a la tradición literaria de Cervantes, de Larra, de Valle-Inclán, de Baroja, del mejor Galdós, entre otros. Mezclen todos estos ingredientes, añádanles un buen montón de novelas, obras teatrales, poesías, ensayos, artículos de prensa, libros inacabados y un largo etcétera y verán como lo que afirmo, que escribir sobre Max Aub es meterse en un verdadero laberinto, no resulta hiperbólico en absoluto.

Por otra parte, todo esto no es nada extraño. Prueben a escribir la narración de sus avatares vitales, prueben a contar sus propias vidas. Dense prisa y háganlo cuando sus progenitores, hermanos y demás familia, amigos, vivan aún; ya verán cómo para narrar cualquier episodio, qué sé yo, aquel traslado de domicilio y de ciudad que se llevó a cabo en 1964, pongo por caso, porque el padre lo había decidido así y traten de esclarecer los verdaderos motivos de ello; o busquen en la memoria aquel recuerdo del primer muerto de la familia, aquel tío materno que se suicidó sin que nadie se atreviera a decirlo de este modo porque no estaba socialmente aceptado el hacerlo, y verán cómo una neblina lo cubre todo con un manto denso e impenetrable y al final nuestro intento narrativo autobiográfico ha de recurrir a esa gran embaucadora que es la memoria y tiende a resolverse finalmente en una ficción de lo que pudo haber sido y no estamos seguros de que fuera así. Pues piensen en ello cuando se trata de un hombre público, de un escritor famoso con una peripecia vital tan densa y compleja como la de Max Aub: ¡un auténtico lío, un intrincado laberinto, un espantable desierto de confusión.

Puedo asegurarles, además, que no es el mío un hablar a humo de pajas, ya que no han sido pocos los años de leer y estudiar las obras de este autor, de escribir artículos sobre su persona y su obra, de editar sus textos, y, finalmente, como colofón que vino a significar para mí la salida del laberinto, escribir un extenso texto narrativo, a medio camino entre la novela y la biografía, sobre su persona, su generación, su obra y su tiempo, que en sus años finales no dejó de ser, en cierto modo, el mío propio.

A fuerza de leer, de escribir y hablar sobre su obra, Max Aub ha llegado casi a formar parte de la familia, sus libros ocupan un amplio lugar de mi biblioteca, su retrato cuelga de las paredes de mi estudio, a él he dedicado muchas páginas y aunque no quería hablar más en público sobre él, he accedido a la petición de Neus porque quisiera hacerles llegar, a ustedes que son tan jóvenes, la pasión que la obra de este escritor despertó en mí y lo mucho que aprendí leyendo su obra. Me alegra, además, que sea en un recinto universitario y ante estudiantes que serán futuros profesores, porque Aub, que tanto recelo sentía ante lo universitario, de hecho él que pudo serlo, lo rechazó, cuando toda la familia lo veía, al acabar con brillantez sus estudios de bachillerato, como un futuro profesor de historia o de literatura, y sin embargo sorprendió a todos dedicándose a ayudar a su padre en el negocio de representación comercial de objetos de bisutería fina para caballeros y se dedicó a viajar por casi toda la geografía española en vez de ser estudiante universitario y ese, créanme fue un momento decisivo en su vida; además, Aub se quejaba frecuentemente, cuando ya fue un autor reconocido, aunque sin lectores, de que no quería quedar únicamente en las tesis universitarias, sino que le interesaba llegar al lector vivo de su tiempo y de los tiempos venideros; digo, pues, que no deja de ser aubiano en cierto modo, por lo contradictorio, claro, que yo haya aceptado la invitación amable de Neus para hablar en público sobre Max Aub una vez más en una universidad, cuando esta charla de hoy tiene ya para mí un claro sabor epilogal. Pero no hay final si antes no ha habido un proemio. Les pido que me acompañen en mi viaje de rememoración. ¿Cuándo y cómo entré en el laberinto?