Las certezas
- O sea, que usted cree en dios pero no está seguro de su existencia.
- Así es, son imposibles las certezas en determinados asuntos.
- Pues, discúlpeme, pero lo suyo es una paradoja rayana en el oxímoron.
- Es posible que sea como usted dice, pero en mi descargo déjeme que le diga que en absoluto albergo la soberbia de poder asegurar la existencia de dios, pero sí, con sosiego y humildad, la necesidad de creer en él.
- Me desconcierta usted.
- Seguramente porque le cuesta aceptar la existencia de creencias no del todo racionales.
- No es eso, lo que me descoloca es la necesidad suya de creer.
- Es el viejo anhelo de ordenar el caos, de dar un sentido a todo esto.
- La existencia se fundamenta en el propio hecho del vivir, no creo que sea necesario nada más.
- Perdone, pero creo que se olvida usted de la necesidad de afrontar el tránsito bajo el cobijo de la esperanza.
- Y, según usted, la idea de dios encarna la esperanza.
- Para miles de millones de ciudadanos en el mundo sí.
- Pues a mí esa idea me deja más bien frío.
- Allá usted, yo me considero uno entre esos miles de millones de personas que no se resignan a perder la esperanza.
- No es lo importante cómo morimos, sino cómo vivimos.
- Observo que le gustan las frases solemnes. De acuerdo, pero la idea de dios muchos la asociamos a Jesús, su hijo, y a su mensaje ético, cuya actualidad es permanente.
- Defiende usted pues el papel de la Iglesia católica.
- No, en eso soy poco ortodoxo, la Iglesia como institución me parece trasnochada, fosilizada y demuestra una incapacidad manifiesta para adaptarse a los tiempos que corren.
- Vaya, oírle decir eso es un alivio.
- La idea de dios está por encima de esas contingencias, aporta consuelo, confianza, da esperanza y ordena el mundo.
- Me asombra que me diga que algo de cuya existencia ni está usted seguro ni parece querer estarlo sea capaz de ordenar el mundo.
- Aunque sea imposible la certeza, no es condición necesaria.
- Críptico se vuelve usted, pero mire, basta con echar una mirada al mundo, por superficial que sea, para constatar el fracaso de ese dios del que usted me habla.
- Bueno, no juzgue usted tan severamente a dios, más bien somos los seres humanos los responsables de ese fracaso.
- En eso estamos de acuerdo, pero es usted quien parece querer ponerlo todo en manos de la providencia.
- Mientras la idea de dios aporte un mensaje de esperanza, de amor a los demás, de solidaridad con los menesterosos, para mí es una idea válida.
- No es necesario creer en ningún dios para compartir esas ideas de las que me habla.
- Claro, por eso ni siquiera espero que tras nuestra charla crea usted en la existencia del dios del que le hablo.
- Perdone, pero me desconcierta; es usted el primer creyente que conozco no proselitista.
- Querido amigo, la idea de dios es como una luz encendida en el corazón y es imposible que prenda en quien ante esa idea mantiene cerradas a cal y canto las puertas de su alma.
- ¿De qué habla cuando me habla del alma?
- De esa parte de usted deliberadamente secuestrada por su razón, de ese hálito que proviene, como dejó dicho Platón, del mundo de las ideas.
- ¿Ese que es eterno e inmutable y donde reside el dios del que me habla?
- El mismito.