domingo, 28 de octubre de 2012

La metáfora



"Hubiera podido escribir el poeta su pandereta Preciosa tocando viene; pero tal vez sus lectores, acostumbrados a su brillantez metafórica, se hubieran sentido defraudados. Así que sustituye pandereta, término real, por la imagen que esta le sugiere luna de pergamino, similitud, pues, en la redondez y en el color blanco roto y algo rugoso de la superficie; de modo que el verso queda su luna de pergamino Preciosa tocando viene. Pues bien, jóvenes, a esa operación intelectual y estética es a lo que se suele llamar metáfora. García Lorca, fiel seguidor de Luis de Góngora, andaluz como él y a quien tenía por maestro, comprende que el uso de la metáfora es una forma manifiesta de embellecer la realidad."

Un muchacho, tímido, inquieto y curioso, de los más jóvenes alumnos de Leonardo, levanta la mano y pregunta: "¿Vive Lorca aún?" Leonardo, sin salir de su asombro, responde: "No. Lo asesinaron al inicio de la Guerra Civil, pero no me hagan ahora contarles su historia."

Tal fue la insistencia, quién sabe si Leonardo provocó el interés con su respuesta, que no le quedó otra que, en medio de un silencio sepulcral, hablarles del poeta. Los jovencísimos alumnos le escucharon atentamente decir que el poeta está enterrado en algún lugar de Víznar, Granada, junto a un maestro de escuela y dos banderilleros, en una fosa común, abandonado a su frío destino de lluvia.

Cuando terminó de hablar, el mismo muchacho, inquieto, tímido y curioso, volvió a preguntar: "¿Y por qué si era un poeta tan importante como usted dice lo mataron de eso modo?" Leonardo enmudeció y se quedó mirando el vacío, ese sepulcro abandonado sobre la nada, para instantes antes de dar por terminada la clase, responder: "Eso mismo me pregunto yo". 

viernes, 19 de octubre de 2012

José Antonio Pagola




Leí el libro de José Antonio Pagola, Jesús. Aproximación histórica, en cuanto se puso a la venta. Ávido de encontrarme con un perfil de Jesús de Nazaret más humano que el que nos lo presenta convertido casi en dogma de fe. No me defraudó la lectura, es un gran libro, escrito con una sólida base histórica y desde los presupuestos de una fe sincera y creo que razonada, basada en la lectura inteligente, sosegada y reflexiva de los Evangelios, a los que califica como “un género literario absolutamente original y único”, lejos, pues, de las visiones simplistas y dogmáticas.

Hay, con todo, dos momentos que me dejaron insatisfecho: el relato de las curaciones, de los llamados milagros y el de la resurrección, en ellos las explicaciones del padre Pagola no me convencieron, me resultaron insuficientes. Sin embargo, es de alabar, en el segundo de los temas, su honestidad intelectual cuando escribe: “Los relatos llegados hasta nosotros no permiten establecer de manera segura y definitiva los hechos que se han producido después de la muerte de Jesús. No es posible, con métodos históricos, penetrar en el contenido de la experiencia.” Quiere ello decir, pues, que en ese asunto se nos sitúa en el territorio de la creencia y de la fe, nada que objetar, pero no acaba de convencerme.


Afirma el padre Pagola que la resurrección de Jesús transforma a sus discípulos y les lleva a empezar, dice, una nueva vida. Por consiguiente, la resurrección es una de las claves de la continuidad del cristianismo y un dogma básico en la fundación de la Iglesia. Lo que sorprende es que, después de habernos presentado a Jesús como un hombre a lo largo del libro, al final aparezca lo sobrenatural, lo que necesita de la fe para ser creído.


“Si todo acaba en la muerte ¿quién nos puede consolar?” se pregunta el padre Pagola, para afirmar a continuación que “la resurrección de Jesús es para nosotros la razón última y la fuerza diaria de nuestra esperanza”. Una esperanza basada pues en la fe y no en la razón, que a la luz de la imposibilidad científica de la resurrección nos conduce a la nada, a la desaparición inapelable.  Reconoce el padre Pagola que “para Jesús, como para cualquier judío, la muerte es la mayor desgracia, pues destruye todo lo bueno que hay en la vida y no conduce sino a una existencia sombría en el sheol”, es decir, en el reino de las sombras y de las tinieblas que, según la tradición judía, está en las profundidades de la tierra. ¿Existiría pues el cristianismo sin la resurrección? ¿Y la Iglesia? 


Dice el padre Pagola que fueron las generaciones siguientes de cristianos quienes mantuvieron vivo el testimonio de la resurrección de Cristo en “unos relatos llenos de encanto –escribe- que evocan los primeros encuentros con Jesús resucitado.” A pesar de ello, dice en nota al pie: “nada se puede concluir con certeza”. De lo cual se desprende que la resurrección, improbable a la luz de la ciencia y la razón, es la base de todo, de ahí que la Iglesia lo haya convertido en dogma incuestionable. Creer en la resurrección es pues cuestión de fe y es precisamente la resurrección lo que convierte al Jesús hombre del libro del padre Pagola en el elemento clave de una religión que siguen millones de seres humanos en el mundo. ¿Por qué, pues, la Conferencia Episcopal lleva el libro de José Antonio Pagola ante la Inquisición romana? ¿Qué es lo que no les gusta? No lo entiendo.

Enhorabuena, padre Pagola, porque el suyo es un gran libro de lectura imprescindible y necesaria que nos presenta a un Jesús partidario de los pobres, de “los que no tienen nada: gentes que viven al límite, los desposeídos de todo, los que están en el otro extremo de la elites poderosas, sin riqueza, sin poder y sin honor” y nos dice que “Dios no es un juez siniestro que espera airado; es un amigo que se acerca ofreciendo su amistad.”


Nota. Escribo esta entrada después de leer la contraportada de la edición del diario El País de hoy, dedicada a José Antonio Pagola.

martes, 9 de octubre de 2012

Enrique Díez-Canedo


La feria del libro de ocasión, prefiero la expresión de lance, que cada año se instala en el Paseo de Gracia de Barcelona desde mediados de septiembre a principios de octubre, es ya una costumbre en el inicio del otoño entre los barceloneses y las gentes curiosas que visitan nuestra ciudad y se acercan a ver libros, antiguos y no tanto, que se venden a buen precio. Soy asiduo desde hace años y he de decir que he encontrado a menudo libros interesantes, unos años más que otros, para decirlo todo. Con melancolía, el último día, el pasado domingo, me encuentro con un volumen encuadernado en piel con el título grabado en oro en el lomo Poemas en prosa de Carlos Baudelaire. Lo abro y es la edición de Espasa-Calpe de 1935 con una pequeña nota debajo del título y del nombre del autor que dice: “La traducción del francés ha sido hecha por E. Díez-Canedo.” Lo compro inmediatamente a un precio más que razonable.



Mientras camino de vuelta a casa me pregunto quién se acuerda de don Enrique Díez-Canedo, el crítico literario, el poeta, el traductor, el periodista, el que llamó a Aub “viajante de poesía” y le prologó su primer libro de poemas Los poemas cotidianos en 1925; Díez-Canedo, el que murió en el exilio en México, en junio de 1944, con la herida de España sangrándole en el corazón. ¡Ay, España, siempre España! Vuelvo a recrearme en la prosa de Baudelaire, tan sugerente, tan poética, tan precisa en estos textos antecedente sin duda de los microrrelatos, basta con leer el estremecedor "La desesperación de la vieja", al inicio del libro.