jueves, 22 de marzo de 2012

La Constitución de Cádiz


Faro y norte de los partidarios de la libertad en España, ahora que se conmemora su bicentenario, no estaría de más que se recordara a los que dieron su vida por la causa liberal que tan bien supo recoger el espíritu de ese texto jurídico. Tampoco sería ocioso que se dijera quién o quiénes estuvieron en contra de ese sentir y desataron una orgía de sangre para imponer sus ideas, cosa tan frecuente, por desgracia en España. Fernando VII promulgó un decreto, después de que se ahorcara a Riego el 7 de noviembre de 1823 en la plazuela de la Cebada de Madrid, que comenzaba así: "Con el fin de que desaparezca para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real persona...". Que cada palo aguante su vela y que no se disfrace lo que cada uno hizo y dijo. Que no sirvan las conmemoraciones para ocultar la verdad del pasado.

Benito Pérez Galdós escribió unas páginas estremecedoras en El terror de 1824 sobre el ahorcamiento de Riego. Federico García Lorca dramatizó la historia de la heroína granadina Mariana Pineda en su obra teatral de título homónimo, Mariana Pineda. José Esteban, el crítico y escritor interesado por el fenómeno de los exilios en España, escribió un libro, al que ya me he referido en este blog, titulado La España peregrina, editado por Mondadori en 1988, en el que apoyándose en los mecanismos de la ficción, narra en una suerte de diario fabulado, las circunstancias en que se produjo el asesinato de Torrijos y sus cincuenta y dos compañeros, el once de diciembre de 1831, en las costas de Málaga, que les vieron en desdichado día, como dejó escrito José de Espronceda en su célebre soneto "A Torrijos y sus compañeros", cuyos tercetos, vehementes y exaltados, cerraban así el poema: "Españoles, llorad; mas vuestro llanto / lágrimas de dolor y sangre sean; / sangre que ahogue a siervos y opresores; / y los viles tiranos, con espanto, / siempre delante amenazando vean / alzarse sus espectros vengadores." Cito a continuación las palabras de la última entrada de ese diario ficcionalizado en el que se reproduce con tanto acierto la voz íntima de Torrijos:

Iremos caminando por la playa, que se extiende ondulada hasta el infinito, con cierta dificultad y con fatiga. Nos acompañará la curiosa y anhelante multitud. Sonarán los tambores. Los capuchinos irán a nuestro lado dándonos sus últimos consuelos. De súbito, se parará la comitiva. Un toque destemplado y agudo de corneta, nos dejará inmóviles en el punto en que vamos a ser sacrificados. Todos, olvidando a los frailes, iremos a ocupar nuestro último lugar entre los vivos. Nos erguiremos frente a los fusiles. Yo volveré a reclamar mi derecho a dar la voz ejecutoria de fuego. No hay presente otro mariscal. Pero mis verdugos volverán a negarme ese honor último que me corresponde. El padre Vicaría no soltará llorando a su grumete, que terminará desplomándose sin sentido al contemplar tan tremendo espectáculo. Ni siquiera el tirano nos consiente morir en paz y soledad, a solas con el más allá, que me espera inflexible. Unos nos abrazaremos emocionados; otros se aislarán en su definitivo silencio. Los soldados nos irán agrupando para fusilarnos. Yo estrecharé las manos de mis compañeros, me adelantaré hacia el pelotón y cuando oiga el grito de ¡Fuego!, gritaré fuerte ¡VIVA LA LIBERTAD!, que es la última palabra que quiero oír en mi vida.

jueves, 8 de marzo de 2012

Némirovsky y Rodoreda, escritoras.


La inminente ocupación de París por las tropas alemanas en junio de 1940 provocó el éxodo de multitud de ciudadanos que abandonaron la capital francesa y se desplazaron hacia el sur, hacia lo que entonces se consideraba la Francia libre. Esa huida es la que narra Irene Némirovsky en su estupenda novela Suite francesa, que he leído en la traducción catalana de Anna Casassas, editada por La Magrana en septiembre de 2007.


La novela permaneció inédita más de sesenta años. La peripecia del manuscrito constituye de por sí otra novela. La escritora, de origen judío ucraniano, fue víctima de las leyes antisemitas promulgadas por el gobierno colaboracionista de Vichy. De modo que fue detenida y deportada al campo de exterminio de Auschwitz, donde murió en el verano de 1942. Sus hijas, que habían sido enviadas por sus padres a Issy-l'Évêque, guardaron los originales inéditos de su madre y entre ellos estaba esta Suite francesa.


La escritora catalana Merce Rodoreda, exiliada en esa misma época en Francia, narró la misma peripecia en un cuento magnífico titulado “Orleáns, 3 kilómetros”. Traduje ese cuento del catalán y lo edite en Solo una larga espera. Ahora, después de haber leído la estremecedora novela de Irene Némirovsky, veo las coincidencias en la materia narrativa de las obras de ambas escritoras, mujeres que han dejado una obra que, en el caso de Némirovsky, la redime de una muerte injusta y cruel, y en el caso de Rodoreda, la convierte en una escritora fundamental en la historia de la literatura catalana.


Dos párrafos que se asemejan:


Némirovsky:


Per la carretera de París arribava una riuda contínua i lenta de cotxes, camions, carros i bicicletas, a la qual es barrejaven els animals dels pagesos, que abandonaven les granges i se n’anaven cap al sud arrossegant criaturas i bestiar. L’embús era tal que era impossible surtir de la ciutat. Els cotxes anaven arribant els uns rere els altres, plens a vessar, carregats a més no poder de maletes i mobles, cadascun amb un matalàs lligat al sostre.


Rodoreda:


A lado y lado de la carretera se extendían los campos de trigo. Las espigas se doblaban, maduras, llenas, a punto de reventar; una brisa ligera las llenaba de olas rubias. El sol se ocultaba entre nieblas: un sol de color carmín llenaba el paisaje de tonos malva. De cuando en cuando una amapola se asomaba entre las espigas, excesiva en su inmovilidad. La carretera estaba llena de gente que no sabía hacia donde se dirigía. Pasaban carros a rebosar de muebles, de jaulas llenas de aves sedientas y hambrientas, de colchones, de cacharros de cocina, de herramientas de trabajo.