Mentiría quien dijese que no le preocupaba lo que iba a ser de sus libros. Le habían acompañado desde siempre, así que, al correr de los años, había reunido miles de volúmenes en su biblioteca personal. Nunca se paró a pensar adónde irían a parar tras su muerte; por eso cuando enfermó, de modo brutal e inesperado, y supo inminente su final, no dejó ninguna indicación sobre qué hacer con ellos, salvo una desconcertante frase referida a mí que le dijo un día a mi madre, su única hermana: “él sabrá encontrarles sitio”.
Transcurridos unos días del fallecimiento de mi tío, mi madre me telefoneó para decirme que el administrador del piso la urgía a que lo vaciase cuanto antes. Como no sabía qué decisión tomar y alguien le había pasado el número de una empresa que se dedicaba a esos menesteres, contrató sus servicios para que se encargaran de la desmesurada biblioteca personal de su hermano. Yo vivía entonces en Budapest, así que le dije, cuando me llamó para pedirme consejo, que hiciera lo que le pareciera conveniente.
Días después supe que los operarios vaciaron el piso en cuestión de horas. Metían los libros en cajas sin el menor miramiento. Las cerraban con cinta adhesiva y las bajaban a un camión aparcado frente a la fachada del edificio. De lo demás, un reloj de pared con una inscripción en latín omnes vulnerant, ultima necat, algunas estilográficas y un par de álbumes de fotografías se hizo cargo ella; el resto, ropa y otros enseres, se tiró.
Cuando ya casi lo tenía olvidado, un amigo me escribió para decirme que en el mercado de los trastos viejos había visto un montón de libros depositados de cualquier manera sobre el suelo. Revolvió en él a la búsqueda de alguna sorpresa. Advirtió que se trataba de la biblioteca de un lector culto, tal vez de algún profesor. Clásicos griegos y latinos en ediciones en inglés, francés y alemán. Libros de patrística cristiana, de Gracián y de Cervantes, las obras completas de Jovellanos y mucha filosofía: Spinoza, Kant, Descartes. Se encontró también un ejemplar de una traducción de La Eneida al catalán que yo había regalado a mi tío para su colección de ediciones de Virgilio. Llevaba mi firma y una afectuosa dedicatoria. Lo compró casi regalado y me lo envió por correo con una nota que decía: “para que vuelva a ti y sea menos aciago su destino.”
Transcurridos unos días del fallecimiento de mi tío, mi madre me telefoneó para decirme que el administrador del piso la urgía a que lo vaciase cuanto antes. Como no sabía qué decisión tomar y alguien le había pasado el número de una empresa que se dedicaba a esos menesteres, contrató sus servicios para que se encargaran de la desmesurada biblioteca personal de su hermano. Yo vivía entonces en Budapest, así que le dije, cuando me llamó para pedirme consejo, que hiciera lo que le pareciera conveniente.
Días después supe que los operarios vaciaron el piso en cuestión de horas. Metían los libros en cajas sin el menor miramiento. Las cerraban con cinta adhesiva y las bajaban a un camión aparcado frente a la fachada del edificio. De lo demás, un reloj de pared con una inscripción en latín omnes vulnerant, ultima necat, algunas estilográficas y un par de álbumes de fotografías se hizo cargo ella; el resto, ropa y otros enseres, se tiró.
Cuando ya casi lo tenía olvidado, un amigo me escribió para decirme que en el mercado de los trastos viejos había visto un montón de libros depositados de cualquier manera sobre el suelo. Revolvió en él a la búsqueda de alguna sorpresa. Advirtió que se trataba de la biblioteca de un lector culto, tal vez de algún profesor. Clásicos griegos y latinos en ediciones en inglés, francés y alemán. Libros de patrística cristiana, de Gracián y de Cervantes, las obras completas de Jovellanos y mucha filosofía: Spinoza, Kant, Descartes. Se encontró también un ejemplar de una traducción de La Eneida al catalán que yo había regalado a mi tío para su colección de ediciones de Virgilio. Llevaba mi firma y una afectuosa dedicatoria. Lo compró casi regalado y me lo envió por correo con una nota que decía: “para que vuelva a ti y sea menos aciago su destino.”
5 comentarios:
Eso es un amigo, sin duda. Emocionante historia. Un abrazo.
Emocionante e inquietante, Javier.
Gracias, Juan Antonio y José Miguel, por vuestros comentarios. Os invito, si volvéis a mirar los comentarios (no sé por qué pero cuando dejamos comentarios en otros blogs siempre volvemos a entrar para ver el contracomentario del capitán de la nave, al menos yo lo hago así) a que entréis en el blog de José Ángel Cilleruelo "El Visir de Abisinia"(está en mis enlaces) y leáis la entrada de hace unos días titulada "Diez euros"; esta mía algo tiene que ver, más de lo que ambos textos dejan entrever, con ella.
Un fuerte abrazo, Javier.
Leída aquella entrada a la luz de esta. Y se entiende la relación, claro. Nuevo abrazo.
Esa es una de las virtudes de este mundo virtual, la interacción entre las entradas de los blogs, el hecho cierto de que una provoca otra, igual que ocurre con los comentarios.
Un abrazo, Javier.
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