Primavera de 1993
Al terminar la comida, a la que también asistieron Mario Benedetti y las hijas de Max Aub –era la primera vez que las veía a las tres juntas, Elena, que vivía en Madrid, Carmen, en México, y María Luisa, en Inglaterra- decidimos dar un paseo hasta el Ayuntamiento. Llegando a la plaza del Agua limpia fue cuando, tras quedarnos rezagados del grupo, le pregunté: “¿Qué fue de la casa de la calle Felipe Gil?” Detuvo su pausado y elegante caminar, me miró desde detrás de sus gafas de concha con una de aquellas miradas suyas que derrochaban simpatía e ironía a la vez que penetrante inteligencia y me contestó sonriendo: “¿Y qué sabes tú de esa casa?” Callé durante breves instantes para responder después: “Poco, muy poco, solo lo que leí en el Diario del artista seriamente enfermo.” En ese momento Benedetti, que nos había observado conversar, acompasó su caminar al nuestro y habiendo oído mi respuesta dijo: “qué buen poeta, Jaime Gil; pero díganme ¿de qué están hablando?” Salinas, mirándonos a los dos, dijo entre sonrisas: “De nada, Mario, de nada; este joven –yo aún lo era entonces-, que me quiere hacer recordar unos años lejanos y una casa admirable en la que viví en Barcelona.”
Llegamos, mientras tanto, al Ayuntamiento y subimos directamente al Salón de Plenos, donde yo debía leer unas cuartillas de presentación del libro De libertad tendidas mis banderas, el cuento mío al que se había concedido el Premio Max Aub el año anterior. Benedetti y Salinas formaban parte del jurado del premio de aquel año. Elena Aub pronunció un breve y entrañable discurso de agradecimiento por el honor que la ciudad de Segorbe rendía a la figura y a la obra de su padre (si no me traiciona la memoria creo que se le entregaba la medalla de oro de la ciudad a título póstumo).
Pensé entonces, al terminar el acto, que la conversación que yo había iniciado había quedado olvidada. Pero no fue así. Jaime Salinas vino en mi busca, se cogió, en un gesto naturalísimo de afecto, de mi brazo y así marchamos juntos hacia el salón donde se serviría un refrigerio. No salía de mi asombro. Estaba con las hijas de Max Aub, a quien secretamente había dedicado yo mi cuento, conversando con Benedetti, a quien tanto había leído y admirado, y el hijo de uno de mis poetas favoritos, Pedro Salinas –Ay! qué alegría vivir en los pronombres-, estableció conmigo, que no soy nadie ni represento nada, una inusitada complicidad teniendo en cuenta que no conocía ni el santo de mi nombre.
Hablamos de todo, de su estancia en Barcelona en aquel lejano 1956, de sus relaciones de amistad con Carlos Barral, con Jaime Gil de Biedma, con Gabriel Ferrater, con Juan Goytisolo. Como yo le mostrara mi interés por la obra de esos escritores del grupo barcelonés del 50 y le preguntase si les era difícil vivir en una España como la de aquellos años, Jaime Salinas me contestó que vivían un poco al margen, en un mundo propio de amistades, de conversaciones, de relaciones intelectuales y literarias. En ese sentido me contó un viaje a Madrid acompañado de Jaime Gil de Biedma y de Carlos Barral para tener un encuentro con los poetas de allí. Salinas los describía con mucha gracia como unos señores muy serios, que vestían de traje gris y corbata negra y que pedían café con leche a media tarde, cuando ellos los recibieron en el hotel con un vaso de ginebra en la mano. Hablamos también de Alianza Editorial, de la colección de bolsillo, de las memorables portadas de Daniel Gil, del papel de esa colección en la difusión de la literatura y de la cultura en la España de aquellos años, de su importancia en la formación intelectual y literaria de muchos de nosotros. Nos despedimos al caer la tarde. Nosotros debíamos coger el coche para volver a Barcelona. Salinas regresaba a Madrid para preparar su inmediata partida para Islandia, donde pasaría el verano.
Ayer por la tarde, al llegar a casa, encontré un correo de mi amigo Joaquim Parellada en el que me comunicaba la muerte de Jaime Salinas. Evoco ahora aquella tarde, que siempre estará en mi memoria, de casi veinte años tras y la traigo aquí, a las páginas de este blog, como nostálgica y personal despedida del escritor, del intelectual ligado a la España de los años treinta en la que tal vez por tradición familiar aprendió a ejercer la libertad de conciencia -tan perseguida y maltratada en España durante tantos siglos, según dejó dicho Juan Marichal-, del editor que tanto hizo desde Alianza y desde Alfaguara por la cultura española. Descanse en paz.
9 comentarios:
Aunque te lo he oído comentar tantas veces, la primera versión escrita de este encuentro tuyo con don Jaime, no me ha defraudado en absoluto; ha sido como si me lo contaras por vez primera. A menudo creo que la vida tiene sentido sólo por estos breves momentos de goce personal, intelectual, humano y afectivo que nos depara, cumbres en medio de la llanura inhóspita que nos permiten contemplar la vida con otros ojos.
Un abrazo,
Joaquín
Un episodio entrañable. Una auténtica suerte haberlo vivido.
Un saludo.
Por lo que veo, la pregunta quedó sin responder. ¿Qué fue de la casa de la Calle Felipe Gil?
Como ya te han dicho, una entrañable entrada, Javier. Muy pocos pueden llevar a gala conocer de primera mano lo que el resto sólo acertamos a leer, o ni eso.
Un abrazo.
Un recuerdo luminoso que, sin duda, te debió llenar de gozo al compartir unas horas con tan ilustres compañeros. Lo he leído embobado. Has sabido transmitir esa sensación de maravilla que debías estar viviendo en esa jornada.
Excelente entrada, Javier. Abrazos.
Javier, quizá ya lo has leído, pero Javier Marías también ha escrito alguna cosa al respecto: Te adjunto el enlace por si te interesa:
http://javiermariasblog.wordpress.com/2011/01/26/un-aroma-de-exilio-decente/
Gracias
Gracias, amigo, por vuestros comentarios.
Un abrazo, Javier.
Publicar un comentario