Un programa de la televisión autonómica catalana me devuelve al horror. Las imágenes me hacen revivir la indignación y el dolor sentidos aquella tarde del 29 de mayo de 1991, cuando un coche bomba de ETA sembró la desolación y la muerte en una casa cuartel de la Guardia Civil en Vic. Diez muertos, entre ellos cinco jóvenes de diecisiete, catorce, once, diez y ocho años de edad respectivamente, un matrimonio, treinta años él, veintiuno ella, una persona anciana, un hombre en la edad madura y más de cuarenta heridos. Ese fue el resultado de la acción de unos descerebrados cuya violencia ciega, criminal, absurda y sin sentido tantas veces ha tratado de romper, sin conseguirlo, la convivencia pacífica y democrática en España.
El programa me deja un regusto amargo. La respuesta de entonces fue tibia, cicatera: ni una manifestación de condena a ETA por aquel salvaje atentado, ni una placa en recuerdo de las víctimas hasta dieciocho años después. Triste, muy triste.
Aquel 29 de mayo de hace ahora veinte años era miércoles. El atentado fue a media tarde. Se supo enseguida. La rabia y el dolor fueron los mismos que los de otras veces, fatalmente. La misma que sentí el 19 de junio de 1987 después del atentado de Hipercor. La que sentiría después ante el miserable asesinato de Francisco Tomás y Valiente o el de Fernando Múgica, o el de Ernest Lluch, o el de los dos sudamericanos muertos en el atentado de la T4 de Barajas o el reciente de Isaías Carrasco, el 7 de marzo de 2008; en fin, la que muchos hemos sentido ante la sangre derramada, ante tanta destrucción y tanto dolor a lo largo de demasidos años.
Me traiciona la memoria y ahora no sé recordar si la concentración en la Plaza de Sant Jaume fue esa misma tarde o al día siguiente. Tampoco alcanzo a discernir si fueron los Sindicatos los que convocaron. Lo que sí recuerdo nítidamente es el silencio áspero que había aquella tarde en la plaza. Era un silencio que escondía un grito de protesta. Un silencio contenido que refrenaba el insulto. Una manifestación asombrosa del dolor. Creo, aunque tampoco puedo asegurarlo, que se guardaban cinco minutos de silencio. Lo que sí recuerdo es que, transcurrido el tiempo, desde un rincón de la plaza una voz ronca, muy masculina, gritó: “¡Viva la Guardia Civil!” La respuesta fue unánime. Se oyó en la Plaza un “¡Viva!” sonoro, sincero, solidario, fraternal, de corazón. Mi voz estaba entre aquellas voces. Y grité fuerte y alto mi dolor y mi repulsa. Nunca lo olvidaré.
2 comentarios:
Me hubiera gustado repasar mi diario de aquel año para saber qué escribí sobre aquel atentado brutal e inicuo. Sé que fue uno de los que más me dolió por la vesania que implicó. No estuve en la plaza de Sant Jaume, y ahora doblemente me duele retrospectivamente no haberlo hecho.
La memoria es frágil y pronto lo olvida todo. No está mal que se recuerde, ahora que los herederos de aquellos que jaleaban y celebraban en las herriko tabernas el "exito" del comando en Vic quieren mostrarse como mansos y democráticos para presentarse a las elecciones. Todavía nos tienen que dar alguna explicación sobre aquello, y que nosotros sintamos algún dolor de corazón que nos suene a auténtico y no fruto de una planificación muy elaborada.
En cuanto a la falta de eco aquí en Cataluña de aquel atentado, ¿qué decir? Una mezcla de pena, asco y reconocimiento de los hondos pasadizos que existen entre ambos sentimientos nacionalistas. Parece que aquí sólo se reaccionó cuando se tocó a alguien con pedigrí catalán como Ernest Lluch y no a pobres hijos de guardias civiles como aquellos.
Me hubiera gustado también gritar allí.
Me alegra, Joselu, compartir entimientos en torno a este triste asunto contigo.
Un abrazo, Javier.
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