En los lejanos años de la niñez tuve un compañero de colegio, cuyo nombre no soy capaz de recordar, que guardaba un parecido más que notable con el párroco del pueblo, que, entre otras tareas, tenía asignada la de ser nuestro profesor de Historia Sagrada. Las malas lenguas, que siempre he tratado de evitar, decían que no era su sobrino, como aseguraba el chico siempre que los demás le preguntaban por tan espinosa cuestión, sino el hijo del cura y que la mujer que vivía con ellos no era el ama de llaves, sino la querida del sacerdote.
El joven, conocedor de esas perversas insinuaciones, lo negaba todo de raíz y trataba de no prestar atención a esas habladurías. Pero yo, con mis pocos años de entonces, me daba cuenta de que sufría, de que lo que las malas lenguas decían no le era en absoluto indiferente, sino que le hacía daño saberse en boca de todo el mundo, especialmente de sus compañeros más pérfidos.
Un día decidí preguntarle a mi madre sobre la cuestión. Aunque no recuerde exactamente sus palabras, sí pervive en mí con nitidez la lección de vida que de ellas se desprendía. Vino a decirme mi madre que murmurar de los demás era muy fea costumbre y que no debíamos meternos en la vida de los otros, entre otras razones, porque era pecado mortal y porque cuando se habla sin conocimiento de causa, se puede hacer mucho daño al prójimo. Luego ratificó la veracidad de lo dicho por mi compañero: en efecto, era el sobrino del cura y la mujer que vivía con ellos era su ama de llaves.
No sé si me quedé muy convencido con su respuesta, pero lo que aprendí de firme fue a no meterme en la vida de mis semejantes y a respetar la norma del Evangelio sobre los "juicios temerarios", que también me recordó aquel día mi madre: "no juzguéis para que no seáis juzgados; pues con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, se os medirá a vosotros". (San Mateo, 7, 1-2)
Traigo esta memoria dispersa a colación porque estos días he vuelto a ver la película de Fernando Colomo sobre el libro de Gerald Brenan Al sur de Granada. La película me pareció mucho mejor de cuando la vi por primera vez; entonces no había leído el libro de Brenan, que leí después en una primera lectura algo incompleta. Nada más terminar la película, busqué el libro en las estanterías y me puso a releerlo, esta vez en su totalidad, en la edición de Siglo XXI Editores que me regaló en su día mi amigo J.P.
Podríamos decir que ha sido mi primera lectura del verano. He disfrutado el libro mucho más que la primera vez que lo leí, incompleto, como ya he confesado. Una gran libro y una gran película.
En las páginas 86 y 87 de la edición, hace Brenan esta reflexión sobre el celibato de los curas de aldea de La Alpujarra, y por ende de toda España, en los años en los que él estuvo allí; escribe Brenan:
Sin embargo, no pretendo dejar la impresión de que todos los párrocos de La Alpujarra se sintieran atraídos por las mujeres. Tanto don Prudencio, de Valor, como don Domingo, de Ugíjar, eran sacerdotes modelos, y como ellos había, sin duda, otros muchos. Por ende, y como justificación de aquellos que no lo eran, conviene aclarar por qué el celibato sacerdotal no ha sido siempre tan estrictamente observado en España como en los países del Norte. Originalmente, si Marcel Bloch está en lo cierto, esta regla se estableció a causa de la creencia popular de que una misa celebrada por un sacerdote cuyo cuerpo hubiese sido mancillado por la relación sexual, perdía eficacia; pero los españoles no aceptaron esto a causa de la influencia del punto de vista musulmán, según el cual el sexo no constituía impureza espiritual alguna. De manera que sus sacerdotes se resistieron a los preceptos del Sínodo de Letrán, y hasta la primera mitad del siglo XVI casi todos, por regla general, mantenían una concubina o barragana, con la que contraían matrimonio. A pesar del que tras el Concilio de Trento la disciplina se hizo más severa, los versos populares nos muestran que al comienzo del siglo XIX no era raro el sacerdote que vivía en concubinato. ¿A quién le importaba? Los aldeanos españoles admiran al sacerdote que es casto si en los otros aspectos les parece un hombre honrado, pero no piensan lo peor de otro que muestre sus instintos naturales. Bajo los reproches de los protestantes, el miedo al escándalo se ha convertido en la actualidad en una manía de la iglesia católica, pero de hecho, en cualquier país sincero, y España lo es, la influencia del sacerdote no depende de su libertad con respecto a este o aquel pecado, sino de su carácter general. De manera que en la época de la que estoy hablando, los curas de aldeas andaluzas no se desprestigiaban necesariamente si mantenían a un "ama de llaves". Por el contrario, había mucha gente que estaba así más tranquila cuando sus hijas iban a confesar.
Muchos años después, más de treinta, en mi infancia, el asunto seguía vivito y coleando.
Aprovecho esta entrada para desear a todos los que pasan por estas páginas volanderas, se detengan o no a leer, un feliz verano y también para recomendar, cómo no, el libro de Brenan y la película de Colomo.
1 comentario:
Muchas gracias por la recomendación. Voy a por el libro.
Saludos
Francesc Cornadó
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