Se llamaba Olimpio y era aragonés a carta cabal, por los cuatro costados. Hace unos días me llegó la noticia de su muerte, que no por esperada, padecía desde hacía meses una grave enfermedad, me estremeció menos.
Fuimos vecinos durante largos años en el pueblo donde pasábamos los veranos, el mismo en el que él vivía junto a su familia. Era alto, fuerte, de mirada noble y palabra socarrona. Hombre de por sí taciturno era, sin embargo, un conversador inagotable. Trasminaba bondad, rectitud y sabiduría ancestral, la que da la tierra a los que la trabajan, a partes iguales.
En los sosegados días del verano se levantaba temprano cada mañana, a eso de las siete, y se marchaba a la huerta o a la viña. Hacia las doce regresaba y pasaba por casa para darnos borraja, tomates, cebollas o lo que en ese momento estuviera en sazón. Hasta la hora de comer buscaba al abuelo de mis hijos, aragonés como él, aunque pasado por el tamiz de la emigración a Cataluña en los años cincuenta, para charlar. Yo los oía conversar y enredar con los críos desde la ventana del cuarto de arriba que empleaba como estudio mientras duraba nuestra estancia en la casa.
Era cosa de oírlos y de verlos: seguidores acérrimos del Real Zaragoza los dos, poco amigos de los poderosos, receladores de las voces que acusan sin saber de la misa la media, socialistas ambos, aunque sin carné, renegando de los gobiernos conservadores, buenos catadores del vino de la cooperativa, de uva garnacha; algunas veces, a pesar de las protestas de sus mujeres, se enfilaban, ayudándose uno a otro, a los tejados de las casas para retejar y dejarlos en condiciones de soportar un año más los fríos, las heladas y las soledades del largo invierno.
En las noches de verano, bajo el amparo callado de la torre del castillo, tomábamos siempre café en la placita mientras manteníamos animada tertulia hasta las doce, hora en la que se acostaba porque al día siguiente tenía que madrugar.
En la noche de San Lorenzo, subíamos todos al pequeño alcor en que se asienta la reformada torre de la fortaleza para buscar la oscuridad desde la cual poder ver y contar las estrellas fugaces, las lágrimas de San Lorenzo, las que verterá el santo por su ausencia a partir de ahora.
El pueblo estará más vacío desde que se fue. Ya no será el mismo. Felisa, su viuda, tan bondadosa y sosegada como él, estará ahora más sola y desconsolada. Desde estas páginas volanderas, hoy más de vida que de literatura, con don Antonio Machado, me atrevo a pedirle que tenga esperanza: "Vive, esperanza: ¡quién sabe lo que se traga la tierra!"
Descansa en paz, amigo Olimpio. Me sumo al dolor de tu familia y de tus amigos.
1 comentario:
Gracias por tu comentario, Rafael; era un hombre bueno.
Un abrazo, Javier.
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