Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
cuando asqueados de la bajeza humana,
cuando iracundos de la dureza humana…
Luis Cernuda, La desolación de la quimera.
Bajo un cielo que se intuye gris y contra un fondo de árboles en cuyas desnudas ramas se adivina ya la incipiente primavera, a todos parece haber cogido desprevenidos el instante irrepetible de la fotografía. Sólo Antonio Sánchez Barbudo parece prestar atención al fotógrafo y dirige su mirada hacia el objetivo de la cámara. Delante de él, en primer plano, su mujer, Ángela Selke, sostiene en brazos a su pequeña hija. Rafael Dieste, de pie, Arturo Serrano Plaja, sentado sobre un pequeño muro, y Juan Gil-Albert, también de pie y ligeramente recostado sobre su brazo izquierdo, que se apoya en el muro, parecen estar más pendientes de algo que sucede en ese momento más allá del campo de encuadre que de la fotografía en sí.
Están todos en Poitiers, en la casa de campo de Jean-Richard Bloch, el autor del ensayo Espagne, Espagne (1936). Acaba de salir del campo de concentración de Saint Cyprien: “Al principio estábamos todos en Poitiers como espera, pues se hablaba, escribe Sánchez Barbudo, de la posibilidad de volver a España, a la zona del centro. Pero pronto, con la caída de Madrid, por desgracia se acabaron las dudas. Fuimos a París unos días, con precarios permisos obtenidos por Bloch, y comenzamos a gestionar nuestra salida de Francia.”
Falta en ese todos, en la fotografía, Ramón Gaya, el creador de “las maravillosas viñetas” –calificativo de María Zambrano- que ilustran los números de Hora de España. Se había quedado en Persignan a la espera de noticias sobre su joven mujer, trágicamente muerta en un ametrallamiento aéreo en Figueras. Sus compañeros de grupo lo supieron estando en el campo de Saint Cyprien, mediante una carta que recibió Rafael Dieste, y decidieron no decirle nada porque la noticia no le hubiera hecho fácil sobrevivir a las duras condiciones de vida: “el infortunio rodea, a quien lo sufre –reflexiona Gil-Albert-, de una aureola santa; intuimos que el dolor profundiza y aunque nadie estamos exentos de recibir un día la visita de nuestras tribulaciones, verlas encarnadas en otro, nos despierta por él, una especie de compenetración de sentimiento, que cuenta, como el atribulado más estremecedor de nuestra casta, la com-pasión.”
Ante la imposibilidad de regresar a España, el grupo se disgrega; Rafael Dieste emigra a Argentina; Serrano Plaja, tras casarse con una hija de Bloch, lo hace a Chile; “yo salí –es Sánchez Barbudo quien escribe- con mi familia y con Gil-Albert de Poitiers a mediados de mayo, para ir a embarcarnos en el Sinaia, que partiría desde un lugar no lejos de donde estaban aún los campos. Y hacia el mismo barco se dirigían también, desde el Sur, Gaya y Varela”.
Ese barco llegó a Veracruz el 13 de junio de 1939, y comenzaba así un largo exilio para Sánchez Barbudo; aunque Gil-Albert regresó al final de la década de los cuarenta, fue el suyo un silencioso exilio interior.
“Un joven escritor tan atildado y refinado”.
Quienes así emprendían juntos el camino del exilio, aunque fuesen luego divergentes sus destinos y diferentes sus avatares, se encontraron por primera vez en la Valencia republicana alrededor del año 1934 o 1935 –ninguno de los dos da la fecha precisa-. Aunque Sánchez Barbudo no parece recordar el motivo de su viaje a la capital levantina, Gil-Albert explica que se debió a su pertenencia a las Misiones Pedagógicas. Con todo, lo interesante es la imagen que del encuentro nos han dejado ambos escritores: “Cuanto veía en aquella gran habitación y Gil-Albert mismo –escribe Sánchez Barbudo-, un joven escritor tan atildado y refinado, tan distinto a los otros jóvenes escritores que yo conocía, me pareció extraordinario y un poco cómico.” Sobre este dandismo personal y aristocratismo literario, que tanto llamó la atención del entonces joven novelista, ironiza Gil-Albert en sus textos, y también sobre la imagen –entre espejos y divanes, pálido, envuelto en un batín con cuello de piel- que de él proyecta Sánchez Barbudo. Por su parte, nos da este retrato del que después sería afamado crítico: “El primero en llegarme fue un muchacho delgado, de cobriza melena y acusada nariz, que hablaba mucho, con una gustosa avidez del mundo, medio lírica, medio novelesca, moviendo a la par sus manos, más bien pequeñas, como si la expresión de su palabra no bastara, por sí sola, a la expresividad de lo que decía.”
Gil-Albert –con esa “capacidad de observación para todo” señalada por Sánchez Barbudo- pone de manifiesto, refiriéndose en su conjunto a los miembros de las Misiones Pedagógicas, la huella patente del 98 –evidente en el caso de Sánchez Barbudo en su obra crítica y más soterrada, pero también presente, en su narrativa- en este párrafo premonitorio y lleno de nostalgia: “Conocían el país, podría decirse, palmo a palmo, y con su firme cepa hispánica, bien regada por el agua enamoradiza de los hombres del 98, y registrada por las centrales vibrátiles de un sistema nervioso de epígonos, parecía como que se les daba la ocasión de mirar su tierra lo más minuciosamente posible para poderla, después, llorar mejor. Ya que eran la generación del desgarro y del destierro. Sin saberlo; ni remotamente lo sabían.”
“De paso sobre un mundo removido”.
Una de las condiciones señaladas por los críticos que han estudiado las características de las generaciones literarias es el trato humano, las relaciones personales entre los hombres de la generación. En el caso de Sánchez Barbudo, Dieste, Gaya, Gil-Albert, entre otros, resulta evidente. No hay más que mencionar Hora de España, de la que Sánchez Barbudo fue secretario y a quien siguió Gil-Albert cuando aquél fue llamado para ir al frente. También hay que señalar, como otro de los hitos culturales importantes, el Congreso de Escritores Antifascistas en Valencia en el año 1937, del que fueron secretarios Emilio Prados, Serrano Plaja y Gil-Albert. Sobre Hora de España, sin duda una de las empresas culturales más importantes del siglo XX, escribe Gil-Albert: “De cualquier modo que fuera, realizamos una labor, que penetrada del espíritu de aquellos días combatientes, trazaba un puente provisional, estoy hablando desde el punto de vista del espíritu, entre el pasado, que se quedaba irremediablemente atrás, y el futuro del que, aunque esperanzado, nadie hubiera podido asegurar su forma.”
Como secretarios, Sánchez Barbudo y Gil-Albert, visitaron en varias ocasiones a Antonio Machado para recoger sus colaboraciones, que como es bien sabido, abrieron los números de la revista. Era Machado, en aquellos turbulentos días de la guerra, un referente poético y cultural –en cierto modo también político, por su claro compromiso con la causa popular- de primera magnitud. Tanto Sánchez Barbudo como Gil-Albert visitaron al ilustre poeta en Rocafort, donde su había instalado después de abandonar Madrid en noviembre de 1936. Las visiones que ambos escritores nos han dejado del poeta están llenas de melancolía y proyectan la imagen de un hombre en el otoño de su edad; escribe Gil-Albert: “Machado me pareció, en medio de la incuria de las habitaciones, alguien que está de paso sobre un mundo removido. Más viejo de lo que, seguramente, era. Y descuidado, el cuello sin abotonar, los cordones de los zapatos a medio anudar, el belfo caído; entrecanoso. Sobre sus hombros, a la luz del sol que entraba oblicua por los ventanales, se percibía depositado un polvillo blanco que, en aquellas alturas, en torno a la antigua testa creadora, hacía pensar metafóricamente, en la lava de un volcán.”
La impresión que causó Machado a Sánchez Barbudo no dista mucho de la que causara a Gil-Albert. En la prosa de ambos, al margen de lo logrado de la imagen “estar de paso sobre un mundo removido”, se advierte el respeto por la figura del vate sevillano, y el acentuado tono de melancolía con que visten la expresión del relato de esos encuentros; escribe Sánchez Barbudo: “Advertía su torpe aliño indumentario: los raídos pantalones, las grandes botas, la chaqueta cenicienta en la que faltaban siempre botones. Su ajada vestimenta, no muy pulcra, tenía algo de anticuado y señorial. Y viéndole en reposo, así vestido, imaginaba al paseante melancólico por caminos polvorientos que él había sido, el meditativo y solitario profesor rural.”
“Un paréntesis, una sala de espera…”
No fue, como presumía Gil-Albert, el exilio un paréntesis, ni tampoco una sala de espera. Algunos de los que se fueron no regresaron nunca, otros tuvieron que esperar muchos años para poder hacerlo. Sin embargo, fue el suyo un exilio breve: decidió regresar en 1947, y así, en palabras de Gil de Biedma, “elegir la soledad intelectual y la incomodidad diaria de una situación en falso.” Señala Sánchez Barbudo, en certeros adjetivos, que la España de aquel momento le resultaría “áspera y agria.” En la conciencia del poeta, ya desde su juventud, fue instalándose una idea de clara raigambre barroca, la “inasibilidad” del mundo y de sus cosas. Ya en “Concierto en mi menor”, nos deja Gil-Albert páginas decisivas para entender su concepción del mundo y de la vida, a cuya luz se nos hace transparente y luminosa su poesía; escribe el poeta: “Pero cuando, advenido hombre, me incorporé un día como un personaje más del medio ambiente que me circundaba, el mundo se conturbó, y por detrás de la imagen placentera de la confianza, comenzó a moverse, a transparentarse, como una transgresión decepcionante, y pavorosa, el espectro de lo vertiginoso, de lo inalcanzable y proteico; la verdadera faz del mundo: su inasibilidad.” Obsérvense los calificativos: decepcionante, vertiginoso, inalcanzable, proteico, y ese sustantivo de estirpe romántica, espectro; reunidos todos en un mismo párrafo señalan, con toda claridad, el desconcierto, la desorientación existencial del poeta.
Este cúmulo de sentimientos se trasluce a menudo en su poesía: “Yo vivía como un acosado del destino, / alejado de los demás hombres.” Muy pronto empieza el poeta a sentirse diferente y a aceptar su condición de marginalidad, de “rareza”: “Un alto muro a veces me separa / del mundo entero” (Vol. II, p.362). Escribe Gil-Albert a este respecto: “Lo que creo que ocurre es que uno se siente en el mundo pero en condición marginal; no ajeno a él pero al margen. Se siente viviendo pero sin tomar parte. Entendámonos: parte en lo que parece constituir su trama. Ese entrar y salir constantemente, mentirse, mentir, poner zancadillas, hablar ex cátedra, conseguir, por todos los medios a nuestro alcance, desde los más tontos a los más condenables, la tajada mayor o, si no es quién, recoger las migajas del festín para formar, al menos, parte ridícula, aunque compensada, del inmenso círculo, acomodaticio, de los vividores.” No es, por tanto, extraño que muchos de los poemas de Gil-Albert tengan como marco la naturaleza, una naturaleza meditativa que se manifiesta en una poesía de hondo signo introspectivo: “La vida es ocio. Salgo de mañana / a un jardín suburbano en la otra orilla / de una vía fluvial entre las sombras / de plátanos perennes. Allí encuentro / silencio y paz” (Vol. II, p. 333).
El ostracismo literario
“De paso sobre un mundo removido”.
Una de las condiciones señaladas por los críticos que han estudiado las características de las generaciones literarias es el trato humano, las relaciones personales entre los hombres de la generación. En el caso de Sánchez Barbudo, Dieste, Gaya, Gil-Albert, entre otros, resulta evidente. No hay más que mencionar Hora de España, de la que Sánchez Barbudo fue secretario y a quien siguió Gil-Albert cuando aquél fue llamado para ir al frente. También hay que señalar, como otro de los hitos culturales importantes, el Congreso de Escritores Antifascistas en Valencia en el año 1937, del que fueron secretarios Emilio Prados, Serrano Plaja y Gil-Albert. Sobre Hora de España, sin duda una de las empresas culturales más importantes del siglo XX, escribe Gil-Albert: “De cualquier modo que fuera, realizamos una labor, que penetrada del espíritu de aquellos días combatientes, trazaba un puente provisional, estoy hablando desde el punto de vista del espíritu, entre el pasado, que se quedaba irremediablemente atrás, y el futuro del que, aunque esperanzado, nadie hubiera podido asegurar su forma.”
Como secretarios, Sánchez Barbudo y Gil-Albert, visitaron en varias ocasiones a Antonio Machado para recoger sus colaboraciones, que como es bien sabido, abrieron los números de la revista. Era Machado, en aquellos turbulentos días de la guerra, un referente poético y cultural –en cierto modo también político, por su claro compromiso con la causa popular- de primera magnitud. Tanto Sánchez Barbudo como Gil-Albert visitaron al ilustre poeta en Rocafort, donde su había instalado después de abandonar Madrid en noviembre de 1936. Las visiones que ambos escritores nos han dejado del poeta están llenas de melancolía y proyectan la imagen de un hombre en el otoño de su edad; escribe Gil-Albert: “Machado me pareció, en medio de la incuria de las habitaciones, alguien que está de paso sobre un mundo removido. Más viejo de lo que, seguramente, era. Y descuidado, el cuello sin abotonar, los cordones de los zapatos a medio anudar, el belfo caído; entrecanoso. Sobre sus hombros, a la luz del sol que entraba oblicua por los ventanales, se percibía depositado un polvillo blanco que, en aquellas alturas, en torno a la antigua testa creadora, hacía pensar metafóricamente, en la lava de un volcán.”
La impresión que causó Machado a Sánchez Barbudo no dista mucho de la que causara a Gil-Albert. En la prosa de ambos, al margen de lo logrado de la imagen “estar de paso sobre un mundo removido”, se advierte el respeto por la figura del vate sevillano, y el acentuado tono de melancolía con que visten la expresión del relato de esos encuentros; escribe Sánchez Barbudo: “Advertía su torpe aliño indumentario: los raídos pantalones, las grandes botas, la chaqueta cenicienta en la que faltaban siempre botones. Su ajada vestimenta, no muy pulcra, tenía algo de anticuado y señorial. Y viéndole en reposo, así vestido, imaginaba al paseante melancólico por caminos polvorientos que él había sido, el meditativo y solitario profesor rural.”
“Un paréntesis, una sala de espera…”
No fue, como presumía Gil-Albert, el exilio un paréntesis, ni tampoco una sala de espera. Algunos de los que se fueron no regresaron nunca, otros tuvieron que esperar muchos años para poder hacerlo. Sin embargo, fue el suyo un exilio breve: decidió regresar en 1947, y así, en palabras de Gil de Biedma, “elegir la soledad intelectual y la incomodidad diaria de una situación en falso.” Señala Sánchez Barbudo, en certeros adjetivos, que la España de aquel momento le resultaría “áspera y agria.” En la conciencia del poeta, ya desde su juventud, fue instalándose una idea de clara raigambre barroca, la “inasibilidad” del mundo y de sus cosas. Ya en “Concierto en mi menor”, nos deja Gil-Albert páginas decisivas para entender su concepción del mundo y de la vida, a cuya luz se nos hace transparente y luminosa su poesía; escribe el poeta: “Pero cuando, advenido hombre, me incorporé un día como un personaje más del medio ambiente que me circundaba, el mundo se conturbó, y por detrás de la imagen placentera de la confianza, comenzó a moverse, a transparentarse, como una transgresión decepcionante, y pavorosa, el espectro de lo vertiginoso, de lo inalcanzable y proteico; la verdadera faz del mundo: su inasibilidad.” Obsérvense los calificativos: decepcionante, vertiginoso, inalcanzable, proteico, y ese sustantivo de estirpe romántica, espectro; reunidos todos en un mismo párrafo señalan, con toda claridad, el desconcierto, la desorientación existencial del poeta.
Este cúmulo de sentimientos se trasluce a menudo en su poesía: “Yo vivía como un acosado del destino, / alejado de los demás hombres.” Muy pronto empieza el poeta a sentirse diferente y a aceptar su condición de marginalidad, de “rareza”: “Un alto muro a veces me separa / del mundo entero” (Vol. II, p.362). Escribe Gil-Albert a este respecto: “Lo que creo que ocurre es que uno se siente en el mundo pero en condición marginal; no ajeno a él pero al margen. Se siente viviendo pero sin tomar parte. Entendámonos: parte en lo que parece constituir su trama. Ese entrar y salir constantemente, mentirse, mentir, poner zancadillas, hablar ex cátedra, conseguir, por todos los medios a nuestro alcance, desde los más tontos a los más condenables, la tajada mayor o, si no es quién, recoger las migajas del festín para formar, al menos, parte ridícula, aunque compensada, del inmenso círculo, acomodaticio, de los vividores.” No es, por tanto, extraño que muchos de los poemas de Gil-Albert tengan como marco la naturaleza, una naturaleza meditativa que se manifiesta en una poesía de hondo signo introspectivo: “La vida es ocio. Salgo de mañana / a un jardín suburbano en la otra orilla / de una vía fluvial entre las sombras / de plátanos perennes. Allí encuentro / silencio y paz” (Vol. II, p. 333).
El ostracismo literario
Sánchez Barbudo termina su artículo sobre Gil-Albert citando un autorretrato del poeta fechado en 1972; dice Sánchez Barbudo que “se pinta ahí Gil-Albert en un parque, sólo y elegante, viendo pasar a los otros, contemplando. Tranquilo en su ociosidad, satisfecho con su pobreza, casi feliz. Y sobre todo con esa suprema paz suya, de los últimos años, al fin conquistada.” A sus lectores nos queda la presencia de un poeta que desnuda su entraña en introspecciones que trascienden lo personal para elevarse hasta lo universal; todos, como él, así, tal vez sólo nos sintamos vivir, sin saber lo que vinimos a hacer a esta tierra, hermoso vergel a la vez que desolado desierto: “También yo apasionado de la tierra / busco cantar, amar, destruyo el fruto / cual si todo no fuera sino fuego / que se consume, / llama tal vez, / y el mismo devorar que me sustenta / no me dejará tiempo a recrearme / sobre esta grave tierra silenciosa / en lo que vine a hacer, / en lo que nunca supe lo que era: / tal vez solo vivir, / tal vez solo pasar de la alta vida / al frondoso misterio” (Vol. III, p. 114).
Nota. Conocí a Antonio Sánchez Barbudo en Barcelona, durante una conferencia sobre su experiencia del exilio que dictó en la sede de Editorial Anthropos. Lo presentó Antonio Vilanova. Me acerqué a conversar con él cuando terminó el acto. Le llevé la edición de Los poemas de Antonio Machado para que me la firmara. Asombrado me preguntó si es que ese libro lo leían en los institutos. Le dije que solo algunos alumnos, pero muchos profesores. Hablamos entonces, brevemente, sobre su faceta de narrador, sobre su estupenda novela Sueños de grandeza, que luego editaría en Anthropos mi buena amiga Gemma Mañá Delgado. Hoy todos ellos nos han dejado. Los traigo aquí, a las páginas volanderas de este blog, como un homenaje personal a los escritores del exilio y a quienes se ocuparon de ellos desde el interior. Las fotos de Gil-Albert proceden de Memorabilia (Tusquets) y de Mi voz comprometida (Laia); la de Antonio Sánchez Barbudo del número de la revista Anthropos en que este artículo fue editado; la del grupo, también de Memorabilia.
1 comentario:
Bienvenido, querido Javier, al mundo de las bitácoras. Te enlazo en mi nave.
Un abrazo
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