El pequeño faro, que advierte al navegante del extremo del malecón y del inicio de la bocana, vio salir la embarcación con indiferencia, como tantos otros días, aunque el de hoy fuera de finales de invierno y no de verano, cuando el navío de recreo surca las aguas lleno de pasajeros de las excursiones marítimas a la abrupta costa que circunda el puerto. Los viajeros eran pocos y ninguno de ellos parecía uno de esos turistas ataviados con los pantalones cortos de rigor y los sombreros de paja para protegerse del sol del verano. El pasaje de hoy era distinto. Los habíamos visto bajar de cuatro coches que quedaron aparcados en el muelle, muy cerca de donde estábamos sentados contemplando el mar en silencio. Descendieron varias personas de edad avanzada, con movimientos torpes y con rostros circunspectos; iba tambien una pareja joven. Desde luego no era el ambiente de una excursión de recreo y de placer. El hecho despertó nuestra atención. Uno de nosostros se fijó en que el hombre joven, tocado con una gorra deportiva de color rojo, llevaba fuertemente abrazada contra el pecho una pequeña bolsa cuyo contenido no podía adivinarse. Su mirada perdida, la fuerza con la que sujetaba, con ambos brazos, la pequeña bolsa, los gestos cariñosos, como de ánimo y consuelo que recibía por parte de su joven acompañante, nos hicieron pensar que seguramente aquella bolsa contenía la urna cineraria de algún pariente, tal vez el padre, la madre o algún otro familiar. El hombre joven llevaba puestas unas gafas de sol oscuras que impedían ver los estragos del dolor en su rostro. Los vimos subir al barco de recreo con dificultad. Después de hacer con éxito la maniobra de desatraque, la nave surcó las aguas de la bocana para adentrarse en el mar abierto, lejos de la costa, donde seguramente, en una ceremonia íntima y silenciosa, serían arrojadas al mar las cenizas de ese ser querido que quizá acababa de abandonarlos.
Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. La vieja metáfora manriqueña cobraba vida y extrañeza en esa mañana de sol perezoso en que habíamos salido de la ciudad buscando un aire más limpio y un sosiego tan difícil como imposible de alcanzar. El barco turístico, en verano lleno de alegría y de ruidosos pasajeros, hoy se había convertido en carroza fúnebre para que los restos mortales del difunto se mezclasen en el reino de Neptuno con la espuma de las olas, el salitre del viento y la soledad y el silencio de la inmensidad de las aguas.
Vivimos en una cultura que le da la espalda a la muerte y no deja de causar extrañeza encontrarte con una liturgia tan cambiada y en lugar tan insospechado. Pero tal vez ese fuera el deseo del difunto, anegarse en el oscuro mar de la calma y el olvido, a merced de vientos y mareas, en las aguas del mismo mar en el que alguna vez, seguro, fue feliz.
Nota. Las fotos, que ilustran esta entrada, fueron tomadas por mi hija Marta en el Port de Llançà.
2 comentarios:
Que te arrojen, reducido a cenizas, al mar es una opción rebelde contra esa supuesta verdad en mayúsculas de que al polvo hemos de volver. Volvamos al mar, que en verdad de allí procedemos. Hermosa entrada. Un abrazo.
Que nos acoja la tierra, o nos encierren en un nicho, o arrojen nuestras cenizas en el mar, no son más que formas diferentes de hacernos volver a la nada. Gracias por tu comentario, Antonio. Un abrazo, Javier.
Publicar un comentario