El tercer apunte biográfico, y último de esta serie, procede también, como los de las anteriores entradas, del libro Can Girona. Por el desván de los recuerdos. Hace ahora alusión Ramón, en conversación con el médico de la fábrica, don Carlos, a su gusto por la lectura y a su precoz afición a "devorar" libros.
- Desde niño he sido un insaciable devorador de letra impresa. Siete años tenía cuando leí El crimen sacrílego, El judío errante y otros novelones parecidos. Sé que fue en ese tiempo porque mi padre vivía aún; a los ocho me quedé sin él.
- ¿Y le dejaban leer eso?
- ¡Qué me habían de dejar! A escondidas era. Escogí la parte baja de un armario en el que guardaba mi padre cuadernos, tinta, pizarrines y otros materiales de la escuela. Hecho un ovillo en lo más bajo, dejaba entre una y otra portezuela una rendija para que entrara luz, y a tragar páginas. Así hasta que me dolía todo por lo incómodo de la postura.
- ¿De donde sacaba esas novelas?
- Es que encontré una mina entre los muebles y cacharros que guardaba mi madre en el desván. Un día alcé la tapa de un vetusto baúl forrado de piel de cabra, con desgarros aquí y allí, pelado a corros y reforzado con herrajes -parece que estoy viéndolo-, y allí estaba el filón. Había algunos libros en un idioma extraño, supongo que latín, empastados en pergamino, y no pocas novelas. Cuando las leí todas, metí el diente a un libraco incomprensible para mí, pero atractivo. Barruntaba en él algún misterio gordo y lo leí de cabo a rabo sin entender ni jota. Era una Historia del arte de partear.
- ¡Qué horror! Seguro que tenía láminas.
- No, dibujos a línea sin nada claro para mí.
Este entrañable bosquejo de los inicios como lector de José Ramón Arana resulta, a mi juicio, del máximo interés y explica muchas cosas; entre ellas, la influencia, aunque fuera en este caso pasiva, de la figura del padre en el despertar a la literatura de nuestro escritor. Si don Ventura Ruiz no hubiera sido profesor y esos libros no hubieran estado allí, tal vez al niño que fue José Ruiz Borau no se le hubiera despertado el gusto por la letra impresa, como él dice, por la lectura, por la literatura, en definitiva. Pero ocurrió, y además, en la más temprana edad, así que la semilla que habría de germinar años después quedó sembrada y firmemente enraizada en el alma incipiente de un muchacho que al correr de los años, tras haber vivido duras y complejas experiencias, escribiría en México una de las mejores novelas cortas sobre la Guerra Civil Española, El cura de Almuniaced.
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