Los escenarios de la memoria
El Monasterio de Dueñas
Aparcaron los coches frente a la fachada, un tanto escurialense, del monasterio. Al descender del vehículo, Besteiro se detuvo un instante a contemplar una era en la que algunos labradores trillaban el trigo recién recogido. Al fondo de la era, un edificio alargado en forma de nave industrial, con una sola chimenea en la parte central del tejado. Construido con ladrillos de color rojizo, tenía todo él doble hilera de ventanas. La fachada, orientada al mediodía, era igualmente rojiza. En la esquina más meridional del edificio, en el piso superior, había una galería acristalada con ventanas de cuarterones; unos metros más allá, una alta chimenea arrancaba desde el piso bajo.
Una puerta con contraventana separaba la estancia de la galería acristalada. Besteiro abrió la puerta y accedió a ella. Era un agradable cuarto, muy al estilo de las casas del norte, muy soleado y amueblado con un tresillo y una mesa camilla. A través de los cristales se podía ver la casa de labranza que quedaba junto al monasterio, la tapia que corría paralela a lo largo del camino, y, al fondo, la alameda del río, apenas a kilómetro y medio de aquel lugar.
La estación de Guadajoz
La luz cegadora del mediodía los vio llegar y el aire estremecido por el sofocante calor fue para ellos como un desolado recibimiento de bienvenida. La estación de Guadajoz los envolvió en el ámbito triste de su desamparo y no vieron entonces, cuando abandonaron los desvencijados vagones de aquel tren, sino el pequeño edificio y los muros de un patio en el que crecían algunos limoneros.
El camino, pedregoso y polvoriento, discurría en línea recta atravesando llanuras y campos de mieses amarillentas. Pequeños alcores, desiertos de vegetación, apuntaban en el horizonte. Dispersos grupos de árboles con sus hojas bamboleadas por el escaso viento. El cielo, de un azul intenso, estaba surcado por errantes y algodonosas nubes. Los camiones dejaban tras de sí una nube polvorienta en su lento traqueteo, en su avance cansino a lo largo del camino.
Carmona
Instalada la celda a la que había sido trasladado Besteiro en la parte alta de la prisión, se accedía a ella a través de un oscuro y destartalado desván al que los presos llamaban el "palomar" (...) En los días claros, que eran la mayoría, se divisaba, desde la ventana enrejada, aunque fuera necesario subirse para ello a una silla, un panorama de tejados y campanarios. Se veía también la fachada del Palacio del Marqués de las Torres y ya muy de refilón se dejaban ver las almenas del Alcázar del Rey don Pedro y la llanura del Corbonés que se iba perdiendo en el horizonte.
En el pequeño patio, frente a la puerta principal de la iglesia, se reunió la reducida comitiva que iba a proceder a la exhumación de los restos de Besteiro. Precedidos por el enterrador, Fernando Gómez, el hijo mayor del Antequerano, salieron a la calle y rodearon la iglesia para llegar a la entrada del cementerio.
El sol declinaba y dejaba su luz rojiza a lo lejos. En silencio llegaron hasta la puerta del corralito que era el cementerio civil. Nadie había sido enterrado en los últimos veinte años en ese lugar. El patio volvía a mostrar un aspecto desolador y descuidado. La maleza lo invadía todo. El enterrador procedió a destapar el nicho. Primero retiró, después de desclavarla con cuidado para que no se rompiera, la lápida.
Cementerio Civil de Madrid: 1960
Llegaron al cementerio y se dirigieron al lugar donde una tumba abierta en el suelo esperaba la llegada del féretro. Los funcionarios lo sacaron del coche y mediante cuerdas lo bajaron hasta el fondo de la tumba. Jaime Cebrián arrancó una pequeña ramita de uno de los árboles de los alrededores y la arrojó sobre el ataúd que contenía la memoria de su tío. Después los funcionarios procedieron a sellar la piedra granítica que habría de cubrirlo con su color gris pardusco. Lisa de todo adorno. Sólo su nombre en la cabecera de la tumba.
Una mujer, que ha estado observando las operaciones de los enterradores desde lejos, espera a que éstos terminen y se acerca, cuando ya no queda nadie frente a la tumba. Mira la inscripción, el nombre, el apellido. Vuelve a donde estaba y toma un clavel rojo de los que ha llevado a la tumba de su marido, muerto por fusilamiento en septiembre del treinta y nueve. Regresa junto a la tumba de Besteiro y lo deposita sobre la lápida de granito, junto a su nombre. Vestida de negro, se aleja caminando lentamente por los senderos de gravilla, bajo la luz cegadora del mes de junio.
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