martes, 12 de febrero de 2013

Vías muertas: Calatayud-Soria


Entonces, cuando los trenes circulaban por estas vías, el sonido de las locomotoras y los vagones pautaba el paso del tiempo en esta comarca y la luz cegadora no amparaba esta soledad de maleza invadiéndolo todo. Los raíles, que ya no conducen a ninguna parte, no estaban amenazados por la herrumbre y el jaramago que el cierzo arrastra inclemente de una parte a otra. Sin embargo, cuando a mediados de los ochenta conocí la fuerza adusta y estremecedora de este paisaje, la línea se consideró deficitaria por falta de viajeros y se decidió suprimirla. En aquel momento empezó el abandono y el lento deterioro.


Fue como si de repente todos aceptasen la fatalidad como inevitable y nadie quisiese responsabilizarse de nada de lo relacionado con la línea férrea. Así que, ni la compañía ni los ayuntamientos, con sus menguados presupuestos, se hicieron cargo del mantenimiento de los edificios de las estaciones y estos fueron abandonados a la labor  destructora del tiempo. Los tejados fueron cediendo poco a poco y los interiores se deterioraron irremediablemente. 


Con todo, la huella de la vida quedó anclada en las paredes de algunos edificios: las fachadas de piedra, los rosetones que ya no daban luz a ningún camaranchón, las jícaras de porcelana blanca que servían de soporte a los cables del tendido eléctrico, los restos de un farol ya en desuso que dejó de alumbrar hace muchos años: todo parecía resistirse al olvido.


Ya no había viajeros que esperasen la llegada de ningún tren y las marquesinas cubiertas que antaño los protegieran del viento y de la lluvia en los andenes, son hoy refugio para los jóvenes que dejan la huella efímera de su nombre en las paredes, para que sirva de testigo de su estancia en ese lugar hasta que la intemperie también dé con todo ello en tierra.


Y sin embargo, en la soledad de mis paseos en primavera por estos cauces áridos y pedregosos de ríos secos, aún me parece posible imaginar el ruido de los trenes circulando por encima de estos viaductos, cuya impecable construcción resiste como ningún otro elemento la destrucción del tiempo.


Y esos trenes que a veces intuyo en mis paseos seguirán su camino hacia otros pueblos a los que hoy solo se llega por carretera. Vías muertas de ferrocarril por las que ya no circulan los trenes pero que cobijan y guardan el eco de miles de historias de los viajeros que en otro tiempo se desplazaban de un pueblo a otro, entre Calatayud y Soria.


La caseta del guardabarreras ya no sirve para nada y tampoco los instrumentos para cambiar de agujas; hoy son restos de un pasado anacrónico, esperando quizá un renacer imposible, pasto de la maleza y de la hierba que lo invade todo.


Estaciones inservibles, con el nombre de la población a medio derruir. Las ventanas son las cuencas vacías de unos ojos perdidos en el tiempo. 


Las vías se alejan en medio de la maleza que las invade y los trenes imaginarios tal vez mañana sigan circulando hacia ninguna parte.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Una obra maestra: La defensa de Madrid


Como no vivo dominado por la inmediatez, termino de leer ahora este extraordinario libro de Manuel Chaves Nogales estremecido ante su calidad literaria, su hondura humana y la lucidez penetrante de su visión histórica. Salgo del libro convencido de que he leído una novela y no una crónica periodística que fue publicada por entregas entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938. La voluntad de estilo de Chaves Nogales lo acerca irremediablemente a la literatura, como puede advertirse en este ejemplo en el que se describen los efectos que causa el inicio de las hostilidades en un grupo de milicianos que se dirige despreocupado y casi festivo al frente: "Desde unas casas que están al borde de la carretera parten los primeros disparos del enemigo. Se hace un silencio súbito que corta en seco la aturdida mascarada. Es un silencio tan denso, tan inverosímil, que en un instante, el grupo y el paisaje entero toman una extraña calidad espectral."

Los diálogos, la prosa, de frase breve y ajustadísima a la materia narrativa, con las palabras precisas, con imágenes impactantes, con un lenguaje que a veces recuerda la envidiable precisión de la prosa de Valle-Inclán en El ruedo ibérico, el tratamiento del "personaje" central, el general Miaja: todo hace pensar en que lo que se lee es una novela y no una crónica. Esa es la grandeza de Chaves Nogales, romper los moldes de los géneros y hacer que un libro lo mismo pueda leerse como un modelo de crónica periodística que como una novela histórica de primer orden.

Chaves Nogales está del lado del pueblo que se batió heroicamente en los largos días de la batalla de Madrid en noviembre de 1936. Está muy lejos de las intrigas y los manejos de los sindicatos y de los partidos del Frente Popular; se muestra especialmente crítico con el entonces presidente del Gobierno, Francisco Largo Caballero, quien no sale muy bien parado que digamos en este libro; solo muestra admiración hacia el general Miaja y hacia el heroísmo de los ciudadanos que acudieron en masa a defender Madrid con un fusil por cada cuatro hombres, sin preparación militar alguna y con escasísima munición. Seguramente muchos estarán de acuerdo con lo expresado por el autor en el último párrafo del libro: "España no será comunista ni fascista. La mayor infamia que se puede hacer aún con el pueblo español es la de tremolar triunfalmente sobre el inmenso cementerio de España cualquiera de esas dos banderas que siendo ambas extranjeras han hecho derramar tanta sangre española."

Este es un libro decisivo, un libro que todos deberíamos leer, sin la tardanza con la que lo he hecho yo, sin excusas, sin dejarlo para mañana, si no hay edición, que se reimprima y que se haga ya. Mi felicitación a la profesora María Isabel Cintas Guillén por rescatar estos textos, a la editorial Renacimiento por lo cuidado de la edición y a Antonio Muñoz Molina por lo certero del prólogo. Cierro este comentario destacando también las magníficas ilustraciones de Jesús Helguera.

sábado, 2 de febrero de 2013

Escribo como hablo


Partidario como fue siempre Leonardo de la naturalidad expresiva, no podía sino recomendar a sus jóvenes alumnos, muchos de ellos educados en la falsa idea de que escribir bien es escribir en un estilo complicado, las sabias palabras de Juan de Valdés que eran por sí solas todo un tratado de estilística.

"Llaneza, señores, llaneza -dijo Leonardo un día en que decidió empezar su clase sorprendiendo una vez más a sus pupilos-, saquen sus cuadernos y tomen nota de lo que voy a escribir en la pizarra y ténganlo como norma básica para expresarse; no se preocupen si de este escritor nada dicen sus libros de texto, basta con que sepan que en el primer Renacimiento, el conocido como la época del Emperador, fue un destacado autor en el ámbito de la prosa didáctica. La defensa de sus ideas erasmistas le costó el exilio a Nápoles -donde residiría hasta su muerte acaecida en 1541-, ya que la Inquisición abrió un proceso contra él al publicar su Diálogo de doctrina cristiana en 1529, en Alcalá. Fíjense bien ahora en sus consejos estilísticos, que provienen de otro libro suyo, el Diálogo de la lengua, que, como curiosidad se lo digo, nunca vio publicado su autor; la primera edición se debe a don Gregorio Mayans y Siscar quien lo incluyó en el tomo II de Orígenes de la lengua epañola, este sí publicado en Madrid en 1777:

"El estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escribo como hablo; solamente tengo cuidado de usar vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible, porque a mi parecer en ninguna lengua está bien la afectación.

Todo el bien hablar castellano consiste en que digáis lo que queréis decir con las menos palabras que pudiéredes, de tal manera que, explicando bien el concepto de vuestro ánimo y dando a entender lo que queréis decir, de las palabras que pusiéredes en una cláusula o razón no se pueda quitar ninguna sin ofender a la sentencia della o al encarecimiento o a la elegancia."