viernes, 21 de octubre de 2016

La buena gente aragonesa


Se llamaba Olimpio y era aragonés a carta cabal, por los cuatro costados. Hace unos días me llegó la noticia de su muerte, que no por esperada, padecía desde hacía meses una grave enfermedad, me estremeció menos.

Fuimos vecinos durante largos años en el pueblo donde pasábamos los veranos, el mismo en el que él vivía junto a su familia. Era alto, fuerte, de mirada noble y palabra socarrona. Hombre de por sí taciturno era, sin embargo, un conversador inagotable. Trasminaba bondad, rectitud y sabiduría ancestral, la que da la tierra a los que la trabajan, a partes iguales.
 
En los sosegados días del verano se levantaba temprano cada mañana, a eso de las siete,  y se marchaba a la huerta o a la viña. Hacia las doce regresaba y pasaba por casa para darnos borraja, tomates, cebollas o lo que en ese momento estuviera en sazón. Hasta la hora de comer buscaba al abuelo de mis hijos, aragonés como él, aunque pasado por el tamiz de la emigración a Cataluña en los años cincuenta, para charlar. Yo los oía conversar y enredar con los críos desde la ventana del cuarto de arriba que empleaba como estudio mientras duraba nuestra estancia en la casa.
 
Era cosa de oírlos y de verlos: seguidores acérrimos del Real Zaragoza los dos, poco amigos de los poderosos, receladores de las voces que acusan sin saber de la misa la media, socialistas ambos, aunque sin carné, renegando de los gobiernos conservadores, buenos catadores del vino de la cooperativa, de uva garnacha; algunas veces, a pesar de las protestas de sus mujeres, se enfilaban, ayudándose uno a otro, a los tejados de las casas para retejar y dejarlos en condiciones de soportar un año más los fríos, las heladas y las soledades del largo invierno.
 
En las noches de verano, bajo el amparo callado de la torre del castillo, tomábamos siempre café en la placita mientras manteníamos animada tertulia hasta las doce, hora en la que se acostaba porque al día siguiente tenía que madrugar.
En la noche de San Lorenzo, subíamos todos al pequeño alcor en que se asienta la reformada torre de la fortaleza para buscar la oscuridad desde la cual poder ver y contar las estrellas fugaces, las lágrimas de San Lorenzo, las que verterá el santo por su ausencia a partir de ahora.
 
El pueblo estará más vacío desde que se fue. Ya no será el mismo. Felisa, su viuda, tan bondadosa y sosegada como él, estará ahora más sola y desconsolada. Desde estas páginas volanderas, hoy más de vida que de literatura, con don Antonio Machado, me atrevo a pedirle que tenga esperanza: "Vive, esperanza: ¡quién sabe lo que se traga la tierra!"
 
Descansa en paz, amigo Olimpio. Me sumo al dolor de tu familia y de tus amigos. 

viernes, 14 de octubre de 2016

José Ruiz Borau en 1938



En 1938 José Ruiz Borau, cuando todavía no era José Ramón Arana, publicó en la Imprenta La Polígrafa, de Barcelona, Apuntes de un viaje a la URSS, libro en el que recogía las impresiones que le causó la llamada entonces "patria de la revolución" durante el viaje que realizó para asistir a las celebraciones del primero de mayo de 1937. Ruiz Borau formaba parte de la delegación del Consejo de Aragón. Las crónicas, que antes publicó primero en el diario UHP de Lérida, se convirtieron después en esta obra, de tan difícil acceso y que el propio escritor no incluyó entre los suyos en la solapa, escrita por él, del volumen Cartas a las nuevas generaciones españolas, que firmó con el pseudónimo de Pedro Abarca y que publicó Alejandro Finisterre en México en 1968.

Aunque el libro se centre en las impresiones que al autor le produjo lo que podríamos llamar los logros del sistema soviético surgido de la revolución, las alusiones al presente de la España de aquellos años, inmersa en la Guerra Civil, son abundantes; traigo este ejemplo a estas páginas volanderas como botón de muestra de muchas otras que el lector encontrará en las páginas de estos interesantes Apuntes:

XX. CAMINO DE UCRANIA

El tren rasga la seda del crepúsculo con el penacho de humo de su chimenea. Por encima de los primeros árboles que nos traen el saludo del campo libre, llegan imprecisas las siluetas de las torres más altas de Moscou, envueltas en los chales grises de la luz cansada y declinante. La llanura se puebla de humos hogareños y las casas campesinas abren sus ojos rectangulares, suavemente iluminados. El ánimo descansa en esta paz que hace la vida jugosa y amplia y que no es la paz vivida por nosotros antes de que los campos de España se convirtiesen en una hoguera.

Nosotros no hemos conocido nunca la paz. Los cañones no ponían su acento trágico en el paisaje español, ni tenían nuestros campos los feos curcusidos de las trincheras; pero hacía muchos siglos que vivíamos en guerra sorda y la miseria o la injusticia estigmatizaban nuestra carne y aplastaban el horizonte contra nuestra nariz, mutilándonos el pensamiento.

La nuestra era una paz de hambres y de claudicaciones que el pueblo quiso romper en 1909, 1917 y 1934. En 1936, los sapos tuvieron miedo, saltaron en la charca y rompieron la paz de sus aguas estancadas. Aquella paz no puede volver: los hombres progresivos de España desecarán la charca...





A la altura de la primavera de 1937, José Ruiz Borau, el futuro José Ramón Arana, era ya un escritor de estilo depurado que empezaba a abrirse paso en el difícil mundo de la literatura. Este libro del que hablamos está lleno de muestras de ese vigoroso estilo poético que tanto caracterizará su obra a lo largo de los años. Valga este breve ejemplo:

XVI. EL CANAL VOLGA-MOSCOWA

El Invierno, en una convulsión agónica, mancha la mañana, diáfana y dorada en su nacimiento, con un telón de nubes grises, traídas rápidamente a lomos de un viento molesto que clava en el rostro de los tanseúntes sus fríos cristales, forzando a sacar nuevamente el abrigo arrinconado por la llegada triunfal de la Primavera.

Al mismo tiempo, alienta en las páginas de Ruiz Borau un sentido humano de la solidaridad con los más débiles digno de encomio. En las líneas finales del capítulo XIII, tras la visita a la "Casa-Cuna y al Jardín de la Infancia de la Fábrica Octubre rojo", piensa, desde la lejanía, en los niños españoles, víctimas de la insensata Guerra Civil que provocó la sedición de un grupo de generales rebeldes al orden constitucional imperante entonces:

Y sobre el fondo de la frase de Lenin, como motivo central de nuestro pensamiento, llega violento y amargo el recuerdo de nuestros niños de España.

Carnecitas desgarradas por la aviación invasora, cuerpecillos encanijados, famélicos, donde se advierte clara la huella del hambre; ojos desorbitados por el terror, caritas estupefactas de ver tanta crueldad en su entorno que no pueden comprender... "¡Dichosos vosotros que podréis tener corazón!"

Pero, ¿podrán tener corazón los niños de España, si antes no renunciamos a todo lo personal, si previamente no convertimos nuestro puño en un ariete de acero?

El aliento revolucionario que respira el último párrafo de la cita hay que entenderlo como fruto del momento en que el texto se escribe. Sin embargo, la fraternidad y la solidaridad con los niños, víctimas de la necedad de sus mayores, es de cualquier tiempo; basta con ver a los niños refugiados que llegan a Europa procedentes de la Siria en guerra.

Este libro, del que en cierto modo renegó el autor al correr de los años, leído con ojos diacrónicos, es un gran libro, un formidable reportaje sobre la realización práctica de las ideas de la revolución proletaria, aunque los años vinieran después a mostrar de forma inequívoca la traición de esos ideales perpetrada sin miramientos por una clase dirigente que enterró, en  en un sistema perverso que anulaba las libertades esenciales del ser humano, el sueño revolucionario.

Quedan, perdidos en la nostalgia del tiempo, testimonios como este libro del que hoy he querido dejar aquí, para quien se asome a estas páginas volanderas, unas pequeñas muestras.