viernes, 27 de noviembre de 2009

De Garcilaso a Góngora



Viva pues Góngora, puesto que así los otros
Con desdén le ignoraron, menosprecio
Tras del cual aparece su verbo luminoso
Como estrella perdida en lo hondo de la noche,
Como metal insomne en las entrañas de la tierra.

      Luis Cernuda, Como quien espera el alba (Buenos Aires, 1947)


Señala la crítica que Góngora llevó a su culminación y término el camino de la lírica culta iniciado por poetas anteriores a él siglos atrás. Se da la fecha de 1613, cuando en copias manuscritas se empiezan a conocer las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea, como el año decisivo para ese tipo de poesía. Aún conservo la fotocopia, artesanalmente elaborada, que don José Manuel Blecua nos facilitaba para que entendiéramos lo que él llamaba “corrientes poéticas de la Edad de Oro”; como hitos del camino de la lírica culta señalaba a Juan de Mena en el siglo XV, a Garcilaso de la Vega y a Fernando de Herrera en el XVI y a don Luis de Góngora en el XVII.

Se tiene comúnmente la impresión de que es difícil ir más allá de donde Góngora fue con su poesía; pareciera que, en efecto, es el suyo un final de etapa. La revolución vanguardista, con la pérdida de base real en la metáfora, vendría a demostrar, trescientos años después de la muerte del vate cordobés y de la mano de los poetas de la Generación del 27, que sí era posible ir más lejos, tener más audacia poética. Pero sea como fuere, la belleza de la poesía de Góngora está y estará siempre ahí para quien quiera atreverse y romper la coraza de dificultad docta con que su autor quiso protegerla: “Demás que honra me ha causado –escribe don Luis con justo orgullo- hacerme obscuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezca griego, pues no se han de dar perlas preciosas a los animales de cerda.” Más allá del exabrupto final de la cita, no le faltaba razón a Góngora.

Un ejemplo, en fin, baste para ver la evolución de la poesía culta desde Garcilaso a Góngora. La tez rosada, entre el blanco y el azucena, es un tópico en la descripción del rostro o de la piel de la dama idealizada; así lo expresaba en los archiconocidos versos del Soneto XXIII Garcilaso de la Vega:

En tanto que de rosa y d’azucena
se muestra la color en vuestro gesto


Veamos ahora ese mismo detalle descriptivo, el del color rosado, en la estrofa XIV de la Fábula de Polifemo y Galatea, donde se describe a la ninfa, para ver el camino andado desde 1534 o 35, aproximadamente, hasta 1612 o 1613:

Purpúreas rosas sobre Galatea
la Alba entre lilios cándidos deshoja:
duda el Amor cuál más su color sea,
o púrpura nevada, o nieve roja

lunes, 23 de noviembre de 2009

Espacio de libertad: aforismos sobre el blog



[1] El blog es, en sí mismo, un espacio de libertad, un territorio que no conoce fronteras y que no exige a nadie visado ni pasaporte para transitar por él.


[2] El blog es, también, un lugar de encuentro y de comunicación entre quien escribe las entradas y quien decide libremente leerlas e incluso comentarlas.

[3] El blog a nada obliga, ni siquiera a dejar comentarios sobre las entradas.

[4] Aunque la amistad necesita el trato, el conocimiento y la relación entre personas, el blog es también un espacio para fraguar amistades, aunque sean virtuales.

[5] Tan válido es el blog en el que no se permiten comentarios, como aquel en el que pueden dejarse libremente o necesitan del filtro del autor que debe autorizar su publicación.

[6] Lo peor del blog es el anonimato y la falsedad a sabiendas. Nada más reprochable que un comentario vilipendioso que se ampara en el anonimato.

[7] El blog debe defender siempre la libertad de expresión.

[8] Como todo, el blog no es apolítico y por consiguiente la política también tiene cabida en el blog.

[9] El blog casa mal con las dictaduras, especializadas siempre en poner trabas a la libertad de expresión y en perseguir la libertad de conciencia.

[10] No hay manera de medir ni valorar el éxito de un blog, porque el blog nada vende y a nada aspira como no sea a comunicar. Las visitas son solo eso, visitas, aunque todos las contemos con marcadores más o menos camuflados.

[11] Cada vez creo más que al blog le va lo breve.

[12] El blog es una forma de expresarse.

[13] El blog es ya un género en sí mismo.


Nota.
La foto del cielo del Ampurdán es de mi hija Marta. Las notas las escribo después de leer, y de ver, las noticias sobre la bloguera cubana Yoani Sánchez y el casi linchamiento de su marido Reinaldo Escobar.

viernes, 20 de noviembre de 2009

El difunto


No se le ocurrió otro sagrado al que acogerse que no fuera la muerte. Tuvo que fingirla, claro. Tan acosado se vio, tan en peligro sintió su vida que no le quedó otro remedio. Lo meditó largamente. Testamentó, cedió todos sus bienes a su primogénito y nombró un gerente que gobernara el destino de sus negocios hasta la mayoría de edad del lechuguino. Pagó la esquela, que se publicó en los principales diarios de la ciudad. No le resultó difícil, el dinero todo lo puede, organizar la mentida incineración. Después, con pasaporte falso y algo retocado su aspecto físico, viajó, en buena compañía, por largo tiempo al extranjero. La distancia obró como bálsamo milagroso para sus preocupaciones. Se sintió revivir. Cuando juzgó transcurrido un tiempo prudencial, regresó. Desde su nueva identidad trató de hacer vida normal. Lo consiguió en parte, hasta que un sicario creyó reconocerlo cuando se dio de bruces con él a la salida de un café. Informó éste a la organización. Investigaron. Mandaron, con cualquier excusa, alguien a huronear por la oficina. Lo atendió una secretaria que se trababa con frecuencia y de memoria olvidadiza: “De ese asunto no puedo darle información porque lo lleva directamente el difunto.” Esa noche lo esperaron. Cuando bajó del coche, no le dio ni tiempo de advertir si alguien le seguía. El horrísono estrépito de los disparos desordenó el silencio de la noche. Quedó tendido en el suelo, boca abajo, chorreaba espesa y negruzca la sangre. Cinco casquillos refulgían sobre el asfalto. Una rata, medrosa y taimada, escapó por el sumidero de la alcantarilla.

martes, 17 de noviembre de 2009

El destino, esa vieja roca muda



Para Tomás Rodríguez Reyes

Navego por la red y visito, como casi siempre hago, los blogs amigos. Entro en Trópico de la Mancha, la bitácora de Tomás Rodríguez Reyes y M. Carmen Gavira, y me encuentro con una espléndida nota de lectura sobre Hölderlin y Henry James. Leo la del poeta romántico y me quedo con una frase: “Para la sociedad –escribe Tomás Rodríguez- era (Hölderlin) un viejo loco, el loco de Tübingen.” Algo se mueve dentro de mí. Me levanto y emprendo la búsqueda del Hiperión. Tardo en dar con él porque cada día mi biblioteca personal está más desordenada. Abro el libro y busco unas cuantas citas subrayadas en antiguas lecturas y me pregunto qué más dará que lo tuvieran por loco, de Tübingen o de donde fuera, si era capaz de escribir frases y sentencias como estas:

[1] Olvídate de que hay hombres, miserable corazón atormentado y mil veces acosado, y vuelve otra vez al lugar de donde procedes, a los brazos de la inmutable, serena y hermosa naturaleza.

[2] No tengo nada de lo que pueda decir: esto es mío.

[3] Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías.


[4] El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona.

[5] El niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores de camaleón del adulto.

[6] ¡Cómo odio a todos esos bárbaros que creen ser sabios porque ya no tienen corazón, a todos esos monstruos groseros que matan y destruyen de mil modos la belleza juvenil con su mezquina e irracional disciplina!

[7] Eso es lo que nos hace pobres en medio de toda riqueza, que no podamos estar solos, que el amor no muera en nosotros por mucho que vivamos.

[8] ¿Qué sería la vida sin esperanza? Una chispa que salta del carbón y se extingue, o como cuando se escucha en la estación desapacible una ráfaga de viento que silba un instante y luego se calma, ¿eso seríamos nosotros?

[9] Las olas del corazón no estallarían en tan bellas espumas ni se convertirían en espíritu, si no chocaran con el destino, esa vieja roca muda.


Nota. Las citas proceden de la edición "Libros Hiperión", de la 1ª edición, de abril de 1976, traducción y prólogo de Jesús Munárriz.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Pedir perdón


- Se empecina, por lo que advierto, en no pedir perdón.

- No tenemos por qué pedirlo.

- ¿No le parece suficiente motivo haber secuestrado, torturado y asesinado alevosa e impunemente a ese hombre y después haberlo enterrado en la cuneta de un camino?

- Ignoro de qué me está hablando, nosotros no hacíamos cosas así.

- Ya lo creo que las hacían. Sepa usted que cuando los archivos, que permanecieron secretos e inaccesibles durante demasiados años, pudieron ser consultados, todo se encontró allí, en un expediente, con nombres, fechas y multitud de detalles que confirman cuanto le estoy diciendo.

- Me está hablando de cosas sucedidas hace muchos años y de las que ya no guardo memoria.

- Le traicionan las palabras. Hace un instante me ha dicho que ustedes no hacían esas cosas y ahora que no se acuerda ¿en qué quedamos?

- Bueno, todo el mundo sabe que en tiempos de guerra eso puede suceder.

- Pero los conflictos bélicos se dirimen en los frentes de batalla y no en la paz de las retaguardias.

- Pero la nuestra estaba sembrada de espías, traidores y contrarrevolucionarios peligrosos, trotskistas indeseables, enemigos de la República, como ese hombre al que usted alude.

- Entonces, reconoce usted que el caso del que le estoy hablando, el secuestro y asesinato de ese hombre, se debió a causas políticas.

- Tal vez, no lo sé. Lo único que puedo decirle es que yo no di las órdenes ni participé en los hechos.

- Pero eso no le exime de responsabilidad. Otros lo harían por usted, y sabiéndolo, calló.

- Pues exíjales esas responsabilidades a ellos y no a mí; además, sabe qué le digo, que las órdenes vinieron de fuera.

- No puedo hacer lo que me pide.

- ¿Por qué?

- Porque ellos, como usted dice, ya no viven, pero usted, sí.

- Pues si no viven, caso cerrado. Dejemos, si le parece, que el tiempo cure las heridas del pasado.

- Las cicatrices se cerraron en falso y para que no vuelvan a abrirse las heridas, sería necesario que alguno de ustedes, los que aún viven, pidiera perdón.

- Yo no puedo pedir perdón por lo que no hice; dejando al margen que ya no tengo cargos de responsabilidad en la organización.

- Pero los tuvo, y muy importantes. Ser cómplice y haber callado durante tanto tiempo le convierte en responsable.

- Mire, le pido y le ruego que dejemos en paz el pasado.

- No habrá paz hasta que ustedes reconozcan los hechos y pidan perdón por ellos.

- ¿Y los otros? ¿Qué me dice de los otros? ¿Acaso no hicieron también lo suyo? ¿Por qué no les pide cuentas a ellos?

- La violencia de los demás no justifica la suya.

- Doy por cerrada esta conversación, no quiero permanecer ni un minuto más encerrado en el laberinto de responsabilidades morales en el que usted me tiene prisionero.

- No está en su mano hacer lo que dice.

- Entonces me cierro a la banda, no diré ni una sola palabra más.

- Eso ni arregla nada, ni cambia las cosas. La dignidad, la decencia y la ética les obliga a reconocer los hechos y a pedir perdón. Allá ustedes si no lo hacen.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

El escepticismo elegante de González Romano: Señales de vida


Viene siendo un tópico más o menos repetido el decir que la literatura se alimenta de literatura y que quien escribe lo hace sobre lo que otros escribieron antes. Es un tópico, cierto, pero como casi todos los tópicos encierra su parte de verdad. Quien escribe lo hace situándose voluntariamente en una tradición, que analiza, estudia y escoge con sumo cuidado. Esto de las formas breves tiene antecedentes lejanos e ilustres en la poesía española. Si nos remontamos al origen, llegaríamos hasta las jarchas, poemitas de cuatro versos en los que una voz femenina pone por testigo a su madre de sus desencuentros y penas amorosas. La lírica de tipo tradicional, tan tardíamente desarrollada en la poesía castellana en comparación con la galaico-portuguesa y la catalano-provenzal, insiste en el uso de las formas breves. Los epigramas de los poetas del XVIII son otra buena muestra de ese tipo de poesía. Pero si nos venimos a lo más o menos reciente, nos encontramos con la familia de los Machado, empezando por los cantes flamencos básicos, anónimos y populares, recopilados por el padre de la saga, que firmaba Machado y Álvarez, hasta la poesía breve de proverbios y cantares de Antonio y sobre todo la de algunos poemarios de Manuel. También García Lorca cultivó las formas breves, Bergamín fue muy dado a la poesía sentenciosa resuelta en pocos versos y, claro, Ramón Gómez de la Serna expandió su magisterio en las breverías.

En esa tradición de las formas breves es en la que deliberadamente se instala, con notable acierto, González Romano. Su Señales de vida, primer libro de poemas que publica, está escrito todo él en ese tipo de poesía. No es fácil, aunque las apariencias engañen, escribir esa clase de poemas en los cuales la expresión se concentra y se limita a cuatro, a veces algunos más, pero siempre pocos, versos. Si esas formas tradicionales de poesía, soleares y seguidillas, se entreveran con una sentimentalidad moderna, la de un poeta de nuestros días, del siglo XXI, se corre un alto riesgo de que la fórmula chirríe y acabe por no funcionar. Nada de eso, sin embargo, sucede, felizmente, en el libro de González Romano, en el cual la síntesis entre modernidad y formas populares se solventa con éxito en los poemillas que integran el libro. Podemos imaginarnos la gran labor de poda que entre los muchos poemas escritos con esta fórmula habrá llevado a cabo su autor. Pero los incluidos en el libro tienen la chispa de la inteligencia y de la brillantez y saben comunicar un pensamiento breve y profundo al mismo tiempo con solvencia, elegancia y dominio de los recursos poéticos.

Con escéptica elegancia indaga el poeta en la existencia, en ese dolor que la acompaña y cuyas causas muchas veces no conseguimos ni siquiera explicarnos: “¿Por qué será este dolor / que no se calma con nada, / si sé que no existe nada / que provoque este dolor?”. Cifra el poeta su poética en el intento de salvar las distancias entre la vida y el arte: “POÉTICA. Si quiero cambiar de tema / escribo punto y aparte. / Ojalá fuera la vida / tan sencilla como el arte.” Acompaña a este escepticismo elegante, una actitud vitalista, la de quien defiende la vida, a pesar de las limitaciones que forzosamente nos impone la existencia: “¿Tiene sentido la vida? / A mí no me lo preguntes: / yo me limito a vivirla.” La búsqueda de la propia identidad está también presente en estos poemas: “Yo ya no sé quién soy yo: / si el que busca o el que olvida / o ninguno de los dos.” La ineludible referencia a la tradición, pero con elegancia, mostrando que la fuente de la que se bebe se asimila para dejar paso al acento personal: “Hoy también me siento adelfos: / las alegrías por fuera / y la amargura por dentro.” La literatura, sin aspavientos, sin grandilocuencias, con naturalidad es una forma adecuada para dejar “señales de vida”, de nuestros pasos en la tierra: “No existe mayor herida / que pasar por este mundo / sin dar señales de vida.”

González Romano las empieza a dar con este primer poemario al que seguro seguirán otros en los que volverá a dar muestras de su buen hacer poético. No queda sino felicitar a la Fundación Ecoem y muy especialmente a Javier Sánchez Menéndez por haber creado esta colección de poesía “Siltolá” a la que, a juzgar por la calidad de los títulos publicados, auguramos larga vida.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Miguel Delibes: en adelante nada sería como había sido


Del libro que están leyendo, jóvenes, podría decirse que es una novela de aprendizaje, uno de cuyos temas principales es el acceso a la experiencia –dijo Leonardo a los más jóvenes de sus alumnos una tarde en que acabó de leerles un párrafo de la novela mientras el crepúsculo de la tarde otoñal dejaba un cielo amoratado por encima de los edificios-. Se preguntarán aprendizaje de qué y acceder a qué experiencia, supongo. Lo podemos resumir en dos palabras: del vivir. En la vida siempre hay sucesos, avatares, que de una u otra forma te marcan, te influyen, te cambian, no eres el mismo antes y después de ellos. Para Daniel, el Mochuelo, no olviden que tiene la misma edad que ustedes tienen ahora, la muerte de Germán, el Tiñoso, su amigo más querido junto a Roque, el Moñigo, es una experiencia que le afecta en lo más profundo de su ser. El hecho luctuoso, triste, deja tal huella en él que nunca volverá a ser el mismo. Podemos verle, sí, casi literalmente verle a través de las palabras, crecer, reflexionar con increíble madurez sobre el alcance de lo sucedido, en definitiva, le vemos despertar a su, a nuestra condición efímera, transitoria, pasajera, la de Daniel, la de los habitantes del valle, la de todos nosotros, ustedes y yo mismo; le vemos, en suma, descubrir su propia soledad. Lean ahora en silencio el párrafo que yo les he leído, léanlo por lo menos dos veces y crezcan con Daniel y denle secretamente las gracias a Miguel Delibes por haber escrito libros como este. Crezcan, jóvenes, crezcan.”

Daniel, el Mochuelo, pasó la noche en vela, junto al muerto. Sentía que algo grande se velaba dentro de él y que en adelante nada sería como había sido. Él pensaba que Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, se sentirían muy solos cuando él se fuera a la ciudad a progresar, y ahora resultaba que el que sentía solo, espantosamente solo, era él, y sólo él. Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños. Él nunca se paró a pensarlo y al hacerlo ahora, una sensación punzante y angustiosa casi le asfixiaba. Vivir de esta manera era algo brillante, y a la vez, terriblemente tétrico y desolado. Vivir era ir muriendo día a día, poquito a poco, inexorablemente. A la larga todos acabarían muriendo: él, y don José, y su padre, el quesero, y su madre, y las Guindillas, y Quino, y las cinco Lepóridas, y Antonio, el Buche, y la Mica, y la Mariuca-uca, y don Antonino, el marqués, y hasta Paco, el herrero. Todos eran efímeros y transitorios y a la vuelta de cien años no quedaría rastro de ellos sobre las piedras del pueblo. Como ahora no quedaba rastro de los que les habían precedido en una centena de años. Y la mutación se produciría de una manera lenta e imperceptible. Llegarían a desaparecer del mundo todos, absolutamente todos los que ahora poblaban su costra y el mundo no advertiría el cambio. La muerte era lacónica, misteriosa y terrible.

Nota. La foto de Miguel Delibes procede de blogeducastur.es. La de la edición de El camino, de la red. La cita está tomada de la primera edición del libro en la colección Áncora y Delfín, volumen 57, Editorial Destino, Barcelona, 1950. Texto en las páginas 205-206 de dicha edición.

martes, 3 de noviembre de 2009

Francisco Ayala




Alguien, hace muchos años, me dijo, cuando le pregunté por Muertes de perro, libro que me disponía entonces a leer y de cuyo autor nada sabía: “léelo, es fantástico, y el autor todo un clásico.” Debía tener yo entonces diecisiete o dieciocho años. Lo leí, claro, me fié de la recomendación. Ese fue el comienzo. Me gustó tanto que traté de leer después todo lo que encontré de Ayala. Pero no fue hasta pasado un tiempo, cuando llegué a La cabeza del cordero y a Los usurpadores, que me di cuenta de que Ayala era uno de los escritores fundamentales del siglo XX español, alguien cuya obra estaba destinada a quedar, a durar, y que era eso que se suele llamar un clásico vivo.

Conocí a Francisco Ayala en Segorbe, por mor de un curso sobre Max Aub en el que él participó en una de las sesiones. Me acerqué a saludarle y le llevé el primer volumen de sus memorias, Recuerdos y olvidos, para que me lo firmase. Se interesó cuando le dije que había escrito y publicado un artículo sobre su libro Los usurpadores, que hoy anda citado por ahí en las bibliografías, y me pidió que se lo remitiese a su domicilio de Madrid. Fue cordial, desde su seriedad, conmigo. Poco tiempo después solicité de él una presentación para la edición de los cuentos de Aub que publiqué bajo el título de Enero sin nombre. Los relatos completos del Laberinto mágico. Lo tuve. Me pidió que eligiera alguno de entre los textos que él había escrito sobre su amigo Max y que lo adaptara a la edición. Así lo hice, me dio su conformidad y acompañará siempre esa edición de los cuentos aubianos, en la que intenté reunir a los dos amigos, en la medida en que siga en el mercado y reeditándose. Recientemente, en 2006, volví a ponerme en contacto con él para solicitar su autorización para incluir dos relatos suyos en la antología Sólo una larga espera. Cuentos del exilio republicano español. No las tenía todas conmigo, porque le había oído decir varias veces que no se podía hablar de una cultura republicana del exilio, sino de la obra, personal y particular, de quienes se exiliaron. Aún así, me puse en contacto nuevamente con él y todo fueron facilidades, tanto de él como de Carolyn Richmond.

Hoy me ha sorprendido la noticia de su muerte, aunque lógicamente, dada su avanzada edad, no pueda hablarse en sentido estricto de sorpresa. No puede quejarse Ayala, la vida ha sido muy generosa con él, no sólo por la longevidad, sino por las condiciones en que esta se ha producido, manteniendo, pese a su edad, una gran lucidez y permitiéndole estar en activo casi hasta el final. Todo un ejemplo.

Fue Ayala, al reincorporarse a la vida del país, una voz serena, de concordia, sosegada pero mordaz cuando era necesario, tolerante y enormemente lúcida. Sus artículos en El País eran de lectura obligada, sus libros, que se reeditaban una y otra vez, revisitados y vueltos a disfrutar. Era un símbolo, sin querer serlo en absoluto, de muchas cosas, entre otras de la España liberal e ilustrada de los años treinta, la que quedó truncada por el golpe militar, la de Ortega, la de los poetas y prosistas del 27; después, a su pesar, porque supongo que a nadie le gusta exiliarse, de la España desterrada; pero, por encima de todo, Ayala fue un gran escritor, un intelectual sereno y responsable y un hombre de bien.

Cuando terminé de leer Muertes de perro, tantos años atrás, me di cuenta de que la persona que me lo había recomendado tenía razón: era un libro impresionante y su autor, todo un clásico.
Nota. La foto está tomada de "elpaís.com"

lunes, 2 de noviembre de 2009

San Juan de la Cruz: Avisos y Sentencias Espirituales


Releyendo la obra poética de San Juan de la Cruz, en la edición que preparó don José Manuel Blecua para Clásicos Ebro, además de volverme a maravillar ante la enorme calidad de los versos del místico, me topo, y la verdad es que los tenía echados en olvido, con estos "Avisos y Sentencias Espirituales" y se me antoja que su utilidad puede ser mucha para quien bien los lea y, desde luego, estoy seguro que provocarán en quien lo haga más de una reflexión. Procedo pues a copiarlos:

1. Cuanto más te apartes de las cosas terrenas, tanto más te acercas a las celestiales y más hallas en Dios.

2. Quien supiere morir a todo, tendrá vida en todo.

3. Apártate del mal, obra el bien y busca la paz.

4. Quien se queja o murmura no es perfecto ni aun buen cristiano.

5. Humilde es el que se esconde en su propia nada, y se sabe dejar a Dios.

6. Manso es el que sabe sufrir al prójimo y sufrirse a sí mismo.

7. Quien de sí propio se fía, peor es que el demonio.

8. Quien obra con tibieza, cerca está de la caída.

9. Mejor es vencerse en la lengua, que ayunar en pan y agua.

10. Si quieres ser perfecto vende tu voluntad y dala a los pobres de espíritu, y ven a Cristo por mansedumbre y humildad, y síguele hasta el calvario y sepulcro.


Nota. Cada vez que releo uno de estos viejos volúmenes de la colección "Clásicos Ebro", vuelvo a recordar a don José Manuel Blecua cuando entraba a una de las viejas aulas del Patio de Letras de la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona y distribuía entre nosotros los ejemplares, que en número de veinte o veinticinco traía cada día a clase: "Lean y fíjense bien", nos decía con su peculiar ceceo. En estos libritos leí a Garcilaso, a San Juan, a Fray Luis, entre otros, guiado siempre por la mano maestra y el comentario sabio de don José Manuel Blecua. "Que nadie lo miraba, / Aminadab tampoco parecía, / y el cerco sosegaba, / y la caballería / a vista de las aguas descendía."