sábado, 31 de diciembre de 2016

Tanka de Nochevieja



TANKA DE NOCHEVIEJA

Un año acaba
y otro a la puerta llama 
dejémosle entrar
a ver qué nos depara
en este desconcierto.

Con esta imagen de la Casa Batlló, obra de Gaudí, sita en el Paseo de Gracia de Barcelona, la ciudad en la que vivo y trabajo desde hace no sé cuántos años, os deseo a todos una buena entrada de año y a ver qué.



sábado, 24 de diciembre de 2016

Tanka de Nochebuena


TANKA DE NOCHEBUENA

Y dijo el ángel
en medio de la noche
paz en la tierra
a los hombres de alma
y buena voluntad.

Con este tanka, basado en el Evangelio de San Lucas, 2, 14, e ilustrado por René Magritte, quiero felicitar la Navidad a todos los que pasáis por estas páginas volanderas de vida y literatura que acaban de cumplir ocho largos años en la red. De corazón: ¡Feliz Navidad!

domingo, 11 de diciembre de 2016

Los estratosféricos y la Virgen de Loreto


Cada diez de diciembre se celebra en la Academia General del Aire, de San Javier (Murcia), la festividad de la patrona de los aviadores, la Virgen de Loreto.

Cuando era niño, ese era el día en que acudíamos a la Academia para asistir al espectáculo que preparaban los cadetes y los alféreces alumnos; lo llamaban "Los estratosféricos". Todo lo organizaban ellos y durante su actuación, cantaban, bailaban y representaban comedias. Ignoro, porque han pasado cincuenta y dos años de lo que aquí evoco, si la costumbre se mantiene en nuestros días.

Recuerdo que de la actuación del  año 1965, si no me falla la memoria, tal vez el último que asistimos a aquel evento, se me quedaron grabados dos motivos: el primero de ellos fue la actuación de un cadete, cuyo nombre me es imposible recordar, que, acompañado por un conjunto de guitarras, bajo y batería, interpretó la canción "El mundo", de Jimmy Fontana, y lo hizo tan bien, que se me grabó la melodía en la memoria y la estuve cantando más de un mes seguido. Jimmy Fontana, cuyo verdadero nombre era Enrico Sbriccoli, falleció en septiembre de 2013. A veces, todavía hoy, me descubro cantando esa canción; nunca olvidé aquella melodía: "Oh mondo, soltanto adesso,/ io ti guardo / nel tuo silenzio io mi perdo / e sono niente accanto a te."

El segundo motivo fue la representación que hicieron los cadetes de La venganza de don Mendo, la obra de don Pedro Muñoz Seca. Como de lo que se trataba era de aludir a los mandos de la Academia en tono humorístico, no dejaron de aprovechar la ocasión e hicieron particular hincapié en los conocidísimos versos que al ser oídos por el auditorio, hizo que todos los ojos se volvieran hacia donde yo, y tal vez alguno de mis hermanos, estaba sentado, o al menos eso me pareció entonces:

Los cuatro hermanos Quiñones
a la lucha se aprestaron
y al correr de sus bridones,
como cuatro exhalaciones
hasta el castillo llegaron.
"¡Ah del castillo!" -dijeron-.
"¡Bajad presto ese rastrillo!"
Callaron y nada oyeron,
sordos, sin duda, se hicieron
los infantes del castillo.
"¡Tended el puente!…¡Tendello!
Pues de no hacello, ¡pardiez!,
Antes del primer destello
domaremos la altivez
de esa torre, habéis de vello…"
Entonces, los infanzones
contestaron: "¡Pobres locos!…
Para asaltar torreones,
cuatro Quiñones son pocos.
Hacen falta más Quiñones!
Cesad en vuestra aventura,
porque aventura es aquesta
que dura, porque perdura
el bodoque en mi ballesta…"
Y a una señal, dispararon
los certeros ballesteros,
y de tal guisa atinaron,
que por el suelo rodaron
corceles y caballeros.

Donde don Pedro Muñoz escribió "cuatro Quiñones", los cadetes lo convirtieron en "cinco Quiñones", en alusión directa a mí y a mis cuatro hermanos. Las risas del auditorio fueron generales, claro. Yo no me lo tomé a mal, pero al chiquillo malhumorado que era yo por entonces tampoco es que le hiciera demasiada gracia. Hoy, al recordarlo, se me saltan las lágrimas de risa. Entonces yo desconocía la trágica historia de Muñoz Seca, sacado de la cárcel de San Antón, donde estaba encarcelado al ser detenido en casa de un actor amigo en Barcelona, durante los días que siguieron al Alzamiento, y asesinado en Paracuellos del Jarama el veintiocho de noviembre de 1936. Nunca puede, en España, haber risa sin llanto.

Aquellos divertidos cadetes, o alféreces, serán ya generales y probablemente estén en la reserva. Habrán dejado atrás una vida de servicio en quién sabe qué destinos o qué misiones.

Evoco ahora, tantos años después, a aquellos jóvenes aviadores, metidos por un día a cantantes o actores. Aunque sé sobradamente que la obligación se cumple sin esperar nada a cambio, quiero rendir un tributo de agradecimiento por los servicios prestados a todos los aviadores; lo hago en estos tiempos voraces en los que nadie agradece nada a nadie. 

jueves, 8 de diciembre de 2016

Tanka de las naderías


TANKA DE LAS NADERÍAS

Son naderías
que veo a mi alrededor
mas desalientan
empiezo a dejar atrás
ese mundo de sombras.

viernes, 21 de octubre de 2016

La buena gente aragonesa


Se llamaba Olimpio y era aragonés a carta cabal, por los cuatro costados. Hace unos días me llegó la noticia de su muerte, que no por esperada, padecía desde hacía meses una grave enfermedad, me estremeció menos.

Fuimos vecinos durante largos años en el pueblo donde pasábamos los veranos, el mismo en el que él vivía junto a su familia. Era alto, fuerte, de mirada noble y palabra socarrona. Hombre de por sí taciturno era, sin embargo, un conversador inagotable. Trasminaba bondad, rectitud y sabiduría ancestral, la que da la tierra a los que la trabajan, a partes iguales.
 
En los sosegados días del verano se levantaba temprano cada mañana, a eso de las siete,  y se marchaba a la huerta o a la viña. Hacia las doce regresaba y pasaba por casa para darnos borraja, tomates, cebollas o lo que en ese momento estuviera en sazón. Hasta la hora de comer buscaba al abuelo de mis hijos, aragonés como él, aunque pasado por el tamiz de la emigración a Cataluña en los años cincuenta, para charlar. Yo los oía conversar y enredar con los críos desde la ventana del cuarto de arriba que empleaba como estudio mientras duraba nuestra estancia en la casa.
 
Era cosa de oírlos y de verlos: seguidores acérrimos del Real Zaragoza los dos, poco amigos de los poderosos, receladores de las voces que acusan sin saber de la misa la media, socialistas ambos, aunque sin carné, renegando de los gobiernos conservadores, buenos catadores del vino de la cooperativa, de uva garnacha; algunas veces, a pesar de las protestas de sus mujeres, se enfilaban, ayudándose uno a otro, a los tejados de las casas para retejar y dejarlos en condiciones de soportar un año más los fríos, las heladas y las soledades del largo invierno.
 
En las noches de verano, bajo el amparo callado de la torre del castillo, tomábamos siempre café en la placita mientras manteníamos animada tertulia hasta las doce, hora en la que se acostaba porque al día siguiente tenía que madrugar.
En la noche de San Lorenzo, subíamos todos al pequeño alcor en que se asienta la reformada torre de la fortaleza para buscar la oscuridad desde la cual poder ver y contar las estrellas fugaces, las lágrimas de San Lorenzo, las que verterá el santo por su ausencia a partir de ahora.
 
El pueblo estará más vacío desde que se fue. Ya no será el mismo. Felisa, su viuda, tan bondadosa y sosegada como él, estará ahora más sola y desconsolada. Desde estas páginas volanderas, hoy más de vida que de literatura, con don Antonio Machado, me atrevo a pedirle que tenga esperanza: "Vive, esperanza: ¡quién sabe lo que se traga la tierra!"
 
Descansa en paz, amigo Olimpio. Me sumo al dolor de tu familia y de tus amigos. 

viernes, 14 de octubre de 2016

José Ruiz Borau en 1938



En 1938 José Ruiz Borau, cuando todavía no era José Ramón Arana, publicó en la Imprenta La Polígrafa, de Barcelona, Apuntes de un viaje a la URSS, libro en el que recogía las impresiones que le causó la llamada entonces "patria de la revolución" durante el viaje que realizó para asistir a las celebraciones del primero de mayo de 1937. Ruiz Borau formaba parte de la delegación del Consejo de Aragón. Las crónicas, que antes publicó primero en el diario UHP de Lérida, se convirtieron después en esta obra, de tan difícil acceso y que el propio escritor no incluyó entre los suyos en la solapa, escrita por él, del volumen Cartas a las nuevas generaciones españolas, que firmó con el pseudónimo de Pedro Abarca y que publicó Alejandro Finisterre en México en 1968.

Aunque el libro se centre en las impresiones que al autor le produjo lo que podríamos llamar los logros del sistema soviético surgido de la revolución, las alusiones al presente de la España de aquellos años, inmersa en la Guerra Civil, son abundantes; traigo este ejemplo a estas páginas volanderas como botón de muestra de muchas otras que el lector encontrará en las páginas de estos interesantes Apuntes:

XX. CAMINO DE UCRANIA

El tren rasga la seda del crepúsculo con el penacho de humo de su chimenea. Por encima de los primeros árboles que nos traen el saludo del campo libre, llegan imprecisas las siluetas de las torres más altas de Moscou, envueltas en los chales grises de la luz cansada y declinante. La llanura se puebla de humos hogareños y las casas campesinas abren sus ojos rectangulares, suavemente iluminados. El ánimo descansa en esta paz que hace la vida jugosa y amplia y que no es la paz vivida por nosotros antes de que los campos de España se convirtiesen en una hoguera.

Nosotros no hemos conocido nunca la paz. Los cañones no ponían su acento trágico en el paisaje español, ni tenían nuestros campos los feos curcusidos de las trincheras; pero hacía muchos siglos que vivíamos en guerra sorda y la miseria o la injusticia estigmatizaban nuestra carne y aplastaban el horizonte contra nuestra nariz, mutilándonos el pensamiento.

La nuestra era una paz de hambres y de claudicaciones que el pueblo quiso romper en 1909, 1917 y 1934. En 1936, los sapos tuvieron miedo, saltaron en la charca y rompieron la paz de sus aguas estancadas. Aquella paz no puede volver: los hombres progresivos de España desecarán la charca...





A la altura de la primavera de 1937, José Ruiz Borau, el futuro José Ramón Arana, era ya un escritor de estilo depurado que empezaba a abrirse paso en el difícil mundo de la literatura. Este libro del que hablamos está lleno de muestras de ese vigoroso estilo poético que tanto caracterizará su obra a lo largo de los años. Valga este breve ejemplo:

XVI. EL CANAL VOLGA-MOSCOWA

El Invierno, en una convulsión agónica, mancha la mañana, diáfana y dorada en su nacimiento, con un telón de nubes grises, traídas rápidamente a lomos de un viento molesto que clava en el rostro de los tanseúntes sus fríos cristales, forzando a sacar nuevamente el abrigo arrinconado por la llegada triunfal de la Primavera.

Al mismo tiempo, alienta en las páginas de Ruiz Borau un sentido humano de la solidaridad con los más débiles digno de encomio. En las líneas finales del capítulo XIII, tras la visita a la "Casa-Cuna y al Jardín de la Infancia de la Fábrica Octubre rojo", piensa, desde la lejanía, en los niños españoles, víctimas de la insensata Guerra Civil que provocó la sedición de un grupo de generales rebeldes al orden constitucional imperante entonces:

Y sobre el fondo de la frase de Lenin, como motivo central de nuestro pensamiento, llega violento y amargo el recuerdo de nuestros niños de España.

Carnecitas desgarradas por la aviación invasora, cuerpecillos encanijados, famélicos, donde se advierte clara la huella del hambre; ojos desorbitados por el terror, caritas estupefactas de ver tanta crueldad en su entorno que no pueden comprender... "¡Dichosos vosotros que podréis tener corazón!"

Pero, ¿podrán tener corazón los niños de España, si antes no renunciamos a todo lo personal, si previamente no convertimos nuestro puño en un ariete de acero?

El aliento revolucionario que respira el último párrafo de la cita hay que entenderlo como fruto del momento en que el texto se escribe. Sin embargo, la fraternidad y la solidaridad con los niños, víctimas de la necedad de sus mayores, es de cualquier tiempo; basta con ver a los niños refugiados que llegan a Europa procedentes de la Siria en guerra.

Este libro, del que en cierto modo renegó el autor al correr de los años, leído con ojos diacrónicos, es un gran libro, un formidable reportaje sobre la realización práctica de las ideas de la revolución proletaria, aunque los años vinieran después a mostrar de forma inequívoca la traición de esos ideales perpetrada sin miramientos por una clase dirigente que enterró, en  en un sistema perverso que anulaba las libertades esenciales del ser humano, el sueño revolucionario.

Quedan, perdidos en la nostalgia del tiempo, testimonios como este libro del que hoy he querido dejar aquí, para quien se asome a estas páginas volanderas, unas pequeñas muestras.


lunes, 19 de septiembre de 2016

Tanka del camino



TANKA DEL CAMINO

Ando el camino
bajo la dulce guía
de tu luz, padre,
en víspera de otoño
solo entre los olivos.


jueves, 1 de septiembre de 2016

Tanka de la habitación vacía



TANKA DE LA HABITACIÓN VACÍA

Miro con pena
tu habitación vacía
tan sola sin ti
perdida en la penumbra
doliente de tu ausencia.



miércoles, 10 de agosto de 2016

Tanka del atardecer


TANKA DEL ATARDECER

Atardeceres
de julio en la memoria
cercana de ti
cuando aún no era tiempo
de quebrantos ni olvidos.

sábado, 9 de julio de 2016

Los curas de aldea y sus amas de llaves



En los lejanos años de la niñez tuve un compañero de colegio, cuyo nombre no soy capaz de recordar, que guardaba un parecido más que notable con el párroco del pueblo, que, entre otras tareas, tenía asignada la de ser nuestro profesor de Historia Sagrada. Las malas lenguas, que siempre he tratado de evitar, decían que no era su sobrino, como aseguraba el chico siempre que los demás le preguntaban por tan espinosa cuestión, sino el hijo del cura y que la mujer que vivía con ellos no era el ama de llaves, sino la querida del sacerdote.

El joven, conocedor de esas perversas insinuaciones, lo negaba todo de raíz y trataba de no prestar atención a esas habladurías. Pero yo, con mis pocos años de entonces, me daba cuenta de que sufría, de que lo que las malas lenguas decían no le era en absoluto indiferente, sino que le hacía daño saberse en boca de todo el mundo, especialmente de sus compañeros más pérfidos.

Un día decidí preguntarle a mi madre sobre la cuestión. Aunque no recuerde exactamente sus palabras, sí pervive en mí con nitidez la lección de vida que de ellas se desprendía. Vino a decirme mi madre que murmurar de los demás era muy fea costumbre y que no debíamos meternos en la vida de los otros, entre otras razones, porque era pecado mortal y porque cuando se habla sin conocimiento de causa, se puede hacer mucho daño al prójimo. Luego ratificó la veracidad de lo dicho por mi compañero: en efecto, era el sobrino del cura y la mujer que vivía con ellos era su ama de llaves.

No sé si me quedé muy convencido con su respuesta, pero lo que aprendí de firme fue a no meterme en la vida de mis semejantes y a respetar la norma del Evangelio sobre los "juicios temerarios", que también me recordó aquel día mi madre: "no juzguéis para que no seáis juzgados; pues con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, se os medirá a vosotros". (San Mateo, 7, 1-2)

Traigo esta memoria dispersa a colación porque estos días he vuelto a ver la película de Fernando Colomo sobre el libro de Gerald Brenan Al sur de Granada. La película me pareció mucho mejor de cuando la vi por primera vez; entonces no había leído el libro de Brenan, que leí después en una primera lectura algo incompleta. Nada más terminar la película, busqué el libro en las estanterías y me puso a releerlo, esta vez en su totalidad, en la edición de Siglo XXI Editores que me regaló en su día mi amigo J.P.

Podríamos decir que ha sido mi primera lectura del verano. He disfrutado el libro mucho más que la primera vez que lo leí, incompleto, como ya he confesado. Una gran libro y una gran película.

En las páginas 86 y 87 de la edición, hace Brenan esta reflexión sobre el celibato de los curas de aldea de La Alpujarra, y por ende de toda España, en los años en los que él estuvo allí; escribe Brenan:

Sin embargo, no pretendo dejar la impresión de que todos los párrocos de La Alpujarra se sintieran atraídos por las mujeres. Tanto don Prudencio, de Valor, como don Domingo, de Ugíjar, eran sacerdotes modelos, y como ellos había, sin duda, otros muchos. Por ende, y como justificación de aquellos que no lo eran, conviene aclarar por qué el celibato sacerdotal no ha sido siempre tan estrictamente observado en España como en los países del Norte. Originalmente, si Marcel Bloch está en lo cierto, esta regla se estableció a causa de la creencia popular de que una misa celebrada por un sacerdote cuyo cuerpo hubiese sido mancillado por la relación sexual, perdía eficacia; pero los españoles no aceptaron esto a causa de la influencia del punto de vista musulmán, según el cual el sexo no constituía impureza espiritual alguna. De manera que sus sacerdotes se resistieron a los preceptos del Sínodo de Letrán, y hasta la primera mitad del siglo XVI casi todos, por regla general, mantenían una concubina o barragana, con la que contraían matrimonio. A pesar del que tras el Concilio de Trento la disciplina se hizo más severa, los versos populares nos muestran que al comienzo del siglo XIX no era raro el sacerdote que vivía en concubinato. ¿A quién le importaba? Los aldeanos españoles admiran al sacerdote que es casto si en los otros aspectos les parece un hombre honrado, pero no piensan lo peor de otro que muestre sus instintos naturales. Bajo los reproches de los protestantes, el miedo al escándalo se ha convertido en la actualidad en una manía de la iglesia católica, pero de hecho, en cualquier país sincero, y España lo es, la influencia del sacerdote no depende de su libertad con respecto a este o aquel pecado, sino de su carácter general. De manera que en la época de la que estoy hablando, los curas de aldeas andaluzas no se desprestigiaban necesariamente si mantenían a un "ama de llaves". Por el contrario, había mucha gente que estaba así más tranquila cuando sus hijas iban a confesar.

Muchos años después, más de treinta, en mi infancia, el asunto seguía vivito y coleando.

Aprovecho esta entrada para desear a todos los que pasan por estas páginas volanderas, se detengan o no a leer, un feliz verano y también para recomendar, cómo no, el libro de Brenan y la película de Colomo.

miércoles, 15 de junio de 2016

Los sentimientos extinguidos, una historia con derrota de Alberto Ruiz-Borau



Algunas veces, repasando las viejas fotografías sobre las que se ha puesto el tiempo amarillo, se tiene la sensación de que el pasado, inmóvil allí y detenido, es ya irrecuperable, porque en ellas faltan los sentimientos que nos alentaron entonces. Esos sentires se extinguieron y tal vez resulte una tarea inútil intentar revivirlos a través de la ficción narrativa; así que, como Neruda, podría decirse que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Algo parecido a eso es lo que le ocurre a Martín Bagües, el periodista que protagoniza la última entrega novelesca de Alberto Ruiz-Borau, cuando regresa de un largo exilio, tras haber sido un activo reportero de guerra en la Guerra Civil Española, y se detiene en casa de su hermana, en Barcelona, ciudad en la que mayoritariamente transcurre la historia, a "repasar las edades de su vida congeladas en pedazos de cartulina" (255).

La novela empieza en algún momento de 1935, con los inicios como periodista de Martín Bagües en un periódico de poca importancia llamado Diario del Este, bajo las órdenes de Gabriel, su director, quien se hará comunista al estallar el Alzamiento y la Revolución. Desde el principio el lector, al menos el que yo soy, tiene la impresión de que Martín es un personaje de estirpe barojiana; cuando su director le pregunta qué piensa hacer ante la revolución, le responde que nada, porque "las revoluciones son como los volcanes, no se puede hacer nada contra ellas" (40). Martín reconoce que no tiene bando, aunque sus actitudes sean las de un convencido republicano, nada partidario del golpe militar, muy consciente de sus orígenes humildes y de su pertenencia a la clase trabajadora. Cuando se produce el Alzamiento en Barcelona, Martín dice: "yo no tenía armas, ni ganas, solo mi Leica, y me fui a la plaza de Cataluña" (62).

En el desarrollo de la trama se nos muestran las historias amorosas del protagonista y destaca la que mantiene con una mujer llamada Matilde, a quien ama a pesar de  que  "la política y las diferencias sociales abren un abismo" (49) entre ellos. Es Matilde hija de unos industriales barceloneses. Pertenece a una familia conservadora. Uno de sus hermanos se hace falangista. Será esta una relación apasionada y conflictiva a lo largo de la novela y dejará profunda huella en Martín. Su desenlace no se desvelará hasta las páginas finales del libro. Sin duda es la más compleja y la más interesante, al tiempo que la mejor contada.

La otra relación amorosa, que sirve de contrapunto a la anterior, es la que mantiene Martín con Anita, una mujer unos años mayor que él, que evoluciona hasta convertirse en una miliciana que participa, en agosto de 1936, en la expedición a las Baleares, a Mallorca, a Manacor, donde coincidirá con Martín, que va a cubrir esos hechos como informador. Es Anita un personaje entrañable con un final triste.

Entre la galería de personajes, además de los señalados, hay que destacar a Miguel, amigo de años de Martín. También destaca, o al menos a mí me ha resultado muy interesante, don Fermín Alonso, doctor en medicina, madrileño, que se dirigía a San Sebastián para dictar unas conferencias cuando a raíz de los acontecimientos, termina en Barcelona. Allí dialoga con Gabriel y con Martín y analiza, con escepticismo, la situación: "hay tanto odio que durará cien años", a lo que Gabriel responde que "solo nos defendemos" (75), para puntualizar don Fermín aciaga y proféticamente: "cuando hay un enfrentamiento como el que sufrimos, no hay fuerza que lo detenga si no es por la destrucción de una de las partes" (76). Don Fermín reconoce que es "pesimista y conforme acumulo años lo soy más" (77).

Una de las tesis que se desprende de la narración de los hechos -algunos de ellos son reales, el propio autor nos revela en una nota final sus fuentes- que se van narrando en la novela la expresa muy bien, con concisión y brevedad, Martín: "la mía es una historia triste, las historias con derrota siempre lo son" (109).

A pesar de que se desprende del relato la idea de que la lucha por la República era una causa justa, más allá de las torpezas y de la violencia inútil, injusta y gratuita, hay una pátina de escepticismo que lentamente lo va cubriendo todo; en este sentido, reflexiona Martín: "¿Qué se puede esperar de la gente? ¡Nada! Aún deben vagar por los campos de España los muertos de la guerra preguntándose por qué y para qué murieron" (114). De ese desencanto y previendo un futuro duro y difícil participa, en cierto modo, también Miguel, el mejor amigo de Martín, quien, siguiendo a Azaña, vaticina que la democracia, tras la derrota de la República, tardará en volver cincuenta años a España: "¿sabes lo que son cincuenta años, Martín?" (147).

En tanto que se trata de una historia conocida, me refiero a la de la derrota de la República, conforme avanza la narración hacia su final, el tono se vuelve más triste y más melancólico. En un momento Martín, quien no ha sido combatiente sino reportero, resume así su paso por la guerra: "Me han disparado, perseguido a campo través, matado a gente que estaba a mi lado y estuve en los bombardeos de Barcelona, aunque allí vi pocos muertos, la mayoría eran pedazos de muerto, así que para contarlos hay que contar las cabezas. ¿Te parece bastante?" (161).

En las páginas finales se narra la marcha al exilio francés, a finales de enero de 1939, de Martín Bagües. Confundido entre la población civil y militar que trata de buscar refugio en el país vecino, Martín se siente parte de un único cuerpo, de una única alma, la de los vencidos, a quienes retrata así con claros rasgos unanimistas: "Si alguna vez hubo diferencias entre una y otra persona, habían desaparecido. La enfermedad, la desgracia, la miseria y la muerte nos hacían a todos igualmente desamparados en un universo que se había encogido y en cuyo interior se agitaban cientos de miles de personas" (221).

Llega nuestro protagonista a París, donde malvive cambiando de oficio, hasta que decide marcharse al exilio en México. En octubre de 1975 regresa a Barcelona, tras una vida vivida en tierras mexicanas. Esta podría ser la interesante reflexión final de Martín cuando vuelve a la que fue su ciudad: "Me ha costado mucho comprender que la felicidad no existe, si acaso momentos felices, algunos tan intensos como para parecernos que hayan de durar siempre. Una ilusión de juventud que habremos de pagar con desengaños según pase el tiempo" (243). Esos momentos intensos, así como los desengaños que se ocultan tras ellos, son los que nutren las páginas de la memoria y de la narración de Martín Bagües.

Pertenece por edad, no llegaba a los diez cuando estalló la Guerra Civil, Alberto Ruiz-Borau a la llamada generación de los niños de la Guerra. Escribe, por consiguiente, de un periodo que vivió de modo consciente y lo hace apoyado en sus propios recuerdos, algunos de los cuales se filtran en las páginas de la novela, y en los que otros le han cedido a modo de testimonios verídicos de aquellos dramáticos años. La escritura de Ruiz-Borau ficcionaliza ambos y nos los devuelve convertidos en una novela testimonial y melancólica que deleita y enseña a un tiempo, tal como quería Horacio.

RUIZ-BORAU, Alberto, Los sentimientos extinguidos, Editorial La fragua del trovador, Zaragoza, 2016, 259 pp. 

sábado, 23 de abril de 2016

Los libros son el camino que lleva a todas partes: Monique Lange, Jean Genet y Juan Goytisolo


Para Joaquim, lector como yo de Goytisolo en aquellos años; en la amistad.

El azar guía a veces nuestras lecturas de modo inesperado, así que un libro con el que no esperabas encontrarte te conduce a otro y este a uno posterior, enredándose todos en una maraña que pareciera no tener fin.



Paseaba, semanas atrás, por las calles del centro de Bruselas, cuando la curiosidad me llevó a entrar en la librería Pêle-Mêle, en el Boulevard Maurice Lemonnier, 55. Busqué la sección de libros en español y me encontré con uno que en su día se me pasó: Genet en el Raval, de Juan Goytisolo, publicado con mucho esmero por Galaxia Gutemberg. La edición lleva en la portada una espléndida fotografía en blanco y negro de un Genet joven aún.



Lo compré, a un precio muy asequible -con librerías como esta el que no lee en Bruselas es porque no quiere-, y empecé a leerlo en el aeropuerto de Lille, en el noroeste de Francia, donde la compañía aérea había desviado mi vuelo debido al atentado terrorista en el aeropuerto de Zaventem, en Bruselas, de donde hubiera debido partir de regreso a Barcelona.

Entre los textos recogidos en el libro del Círculo de lectores, figura el capítulo tercero, "El territorio del poeta", del texto autobiográfico En los reinos de taifa, publicado por Seix Barral, en Barcelona, en 1986; compré ese libro y lo leí de un tirón -casi debería escribir "devoré"- en aquel noviembre de hace ahora treinta años.




La misma tarde del día en que me reincorporé a mi trabajo, salí a ver libros en las librerías de lance de la zona de la calle Aribau de mi ciudad. Como si lo hubiera dispuesto así el azar, me encontré con un ejemplar, en buen estado, de la primera edición de Las casetas de baño, de Monique Lange, que publicó Seix Barral en febrero de 1983, en traducción de José María Arancibia y que fue un libro que, a pesar de ser citado por Goytisolo en su libro memorialístico (p.295), no despertó mi interés, sin que se me alcance del todo el porqué. Ni que decir tiene que lo compré y lo empecé a leer esa misma tarde. Acabé su lectura de madrugada, aprovechando que al día siguiente entraba algo más tarde al trabajo.



No había leído ninguno de los libros de Monique Lange y poco o nada sabía de ella como autora. Mi escaso conocimiento de su figura literaria y de su persona estaba mediatizado por lo que de ella, y de su relación con ella, contaba Goytisolo en sus libros, más allá del recuerdo de haber escuchado a Carmen Balcells en un programa de televisión decir que Monique Lange, por su trabajo en la Editorial Gallimard, era una de las personas más importantes e influyentes del mundo editorial en la Europa de aquellos años, los que transcurrieron entre la década de los cincuenta y de los setenta aproximadamente.


El libro me cautivó desde la primera página. Estructurado en treinta y siete capítulos breves, alguno de solo una página, está escrito con una economía expresiva sorprendente que dota al estilo de Lange de una modernidad asombrosa y de una fuerza literaria que me atrapó desde el mismo inicio de la narración. Aunque siempre estuve interesado en la visión de la relación Lange-Goytisolo desde el punto de vista de ella, ya que desde el lado del escritor tenía un conocimiento suficiente a través de lo que él mismo había contado, no sabía si la lectura del libro de Lange iba a saciar esa curiosidad intelectual mía -alejada en todo del morbo y centrada en lo complejo de la situación humana y afectiva que dicha relación planteaba- de modo suficiente. Me bastó la lectura de la primera página: "Estuvo allí (en el Sur) con el padre de su hija y luego con su marido" (p.9), para saber que el libro iba a responder sobradamente a mis expectativas.


Ese término, "marido", llamó poderosamente mi atención ya que salvo la expresión "su mujer", referida al "expatriado", alter ego del escritor, no recordaba que Goytisolo se refiriera a Lange en términos semejantes. La "joven mujer", protagonista en la que se proyecta la autora en su novela, es enviada a Roscoff, en la costa de Bretaña, convaleciente de una enfermedad, y se lamenta enseguida de que todos se vayan y la dejen: "La vida debe ser eso: acostumbrarse a que la gente te deje" (p.15). Con lo que el relato se instala desde el comienzo en la tristeza y la melancolía.


La "joven mujer" va refiriéndose, sin nombrarlo nunca, a Goytisolo: "Después de veinte años de vida en común, él le propuso casarse. Ninguno de los dos creía en el matrimonio (...) Se casaron un 17 de agosto" (p.25) -en su libro Goytisolo da la fecha exacta, el 17 de agosto de 1978-. Aunque la narradora del libro de Lange no nombre nunca a Goytisolo, como hemos dicho, y se refiera a él con el pronombre personal o con el grupo nominal "su marido", da pistas lo suficientemente elocuentes para que el lector sepa de quién está hablando y de qué relación personal está tratando. Veamos algunas de esas pistas.



La primera de ellas es la referencia a la muerte de Julia Gay, la madre de los Goytisolo, en el bombardeo por parte de la aviación italiana en la Barcelona en guerra de marzo de 1938: "fue yendo a buscar comida a Barcelona como su madre -de ojos azules como un lago soleado- murió en un bombardeo franquista" (p.26).


También constituye una pista clara el diálogo que alude al interés de Goytisolo por la cultura árabe: "- ¡Qué bien habla árabe su marido! -Es que le apasionan las lenguas" (p.44); o cuando la narradora dice: "No va a dar con otro español que lea el Corán, que tenga siempre un manual de gramática árabe en su mesilla de noche, que todos los domingos vaya al hamman de la mezquita, le guste el harira y escriba libros hermosos, cada vez más difíciles para los demás y para ella" (p.83).


Leyendo las páginas de Las casetas de baño, se advierte que la "joven mujer" vive el conflicto de un modo doloroso, con plena conciencia de que la situación que lo produce, las relaciones de "su marido" con hombres árabes, hace ese amor "imposible" (p.101), lo cual no es óbice para que la "joven mujer" y "su marido" se "quieran con un amor inmenso".

A la protagonista le llama la atención el hecho de que "su marido", "hijo de ricos españoles, solo haya podido llegar al fondo del amor uniéndose a hombres que tienen las manos destrozadas por la sociedad de la que él procede" y confiesa, en un tono en el que se advierte la crítica social, que el conocimiento de ello "le dolió enormemente", aunque le pareciera "grandioso y conforme a la moral de ambos" (p.54). Se queja a continuación de que a pesar de que "quiere desde el fondo de su corazón a esos humillados y oprimidos, ahora resulta que le quitan a su marido" (p.59). Todo ello lo dice tras la confesión de una infidelidad en la que "su marido" le confiesa que ha hecho el amor con un hombre argelino, casado y obrero que trabaja, al igual que su mujer, en una fábrica" (p.58). Qué hay de recreación literaria o de verdad en esto es ya difícil saberlo.


El rompimiento, en la novela de Lange, inevitable a pesar del esfuerzo por mantener la convivencia, se anuncia con una frase lapidaria: "tú estás yéndote todo el tiempo y Mao (su gato) no se va nunca". Las separaciones son cada vez más largas y más frecuentes. La distancia ahonda la sima y la sensación que tiene el lector -al menos el lector que yo soy- es que poco a poco, página a página, va imponiéndose el tono elegíaco y la narración se va convirtiendo en un largo lamento por la pérdida de un amor que las circunstancias convirtieron en imposible.


En su relato autobiográfico ya citado, incluye Goytisolo (p.238-242) el texto de la estremecedora carta en que confiesa a Monique la verdad de sus sentimientos. A esa carta, que la narradora del libro de Lange califica como "espléndida y desgarradora" y que considera como "un balance de su vida (la de "su marido")" (p.101), se hace alusión en Las casetas de baño a través de un par de citas entrecomilladas que no coinciden con el texto publicado por Goytisolo, aunque el espíritu que las anima sí sea el que se desprende del contenido de la carta del escritor. Al leer el texto de Goytisolo y compararlo con el de Lange, esas citas -"solo tú me ayudas a vivir" y "tienes que decidir tú"-, que supuestamente dice "su marido" a la "joven mujer", cobran un sentido muy triste que acaba invadiendo toda la narración de Monique Lange.


Han transcurrido treinta y dos años desde la publicación de Las casetas de baño, Goytisolo felizmente vive aún, Monique Lange murió en 1996, pero la sensación de que fue la suya una compleja, atormentada y hermosísima historia de amor se mantiene viva en las apasionantes páginas de su novela.

Como se enredan las cerezas en el cesto, así me ha ocurrido a mí con estos libros, de Genet en el Raval a Las casetas de baño, con una escala intermedia en la necesaria relectura de En los reinos de taifa. Al mismo tiempo, esas lecturas evocan las que en otro tiempo hice de las obras de Juan Goytisolo, apasionantes lecturas a las que me ha devuelto el azar del libro encontrado en Pêle-Mêle. Si como dice Monique Lange en su novela "los libros son el camino que lleva a todas partes", a mí estas lecturas entrecruzadas de las últimas semanas me han llevado a redactar esta evocación tardía de quienes ya no están.



Tanto Monique Lange como Juan Goytisolo confiesan en sus libros la importancia que para ambos tuvo la lectura de la obra literaria de Jean Genet así como el conocimiento de su persona. Lange es muy explícita acerca de esa importancia: "Se acuerda del corte que hubo en su vida al leer a Genet (sobre todo, Diario del ladrón). La hacía penetrar en un mundo que le estaría negado para siempre, pero que la situaba para siempre al otro lado. Hay una clase de belleza que debe dejarla a una maltrecha" (p.20) Bien sabía Lange que en ese mundo que a ella se le negaba, sería "su marido" quien acabaría instalándose y recorriendo los oscuros callejones de su laberinto.


Sobre la influencia de la persona y la obra de Jean Genet en la obra y en la manera de ser de Juan Goytisolo lo mejor es reproducir aquí las palabras de la contraportada de Genet en el Raval porque son un testimonio sobradamente elocuente. Escribe Goytisolo: "Si en mi juventud imité de modo más o menos consciente algunos modelos literarios europeos y americanos, él ha sido en verdad mi única influencia adulta en el plano estrictamente moral. Genet me enseñó a desprenderme poco a poco de mi vanidad primeriza, del oportunismo político, del deseo de figurar en la vida literario-social, para centrarme en algo más hondo y difícil: la conquista de una expresión literaria propia, mi autenticidad subjetiva."


Jean Genet, que había nacido en París en diciembre de 1910, moriría el 15 de abril de 1986, también de ello hace ahora treinta años, en la misma ciudad. Dejó profunda huella en Juan Goytisolo y en Monique Lange y en cuantos lo conocieron y lo trataron. No tuvo una vida fácil y, sin embargo, llegó a ser un autor universal y de referencia. Está enterrado en Larache y viendo la fotografía de su tumba, me vienen a la memoria los versos del poeta Gustavo Adolfo Bécquer, los que tomó prestados Luis Cernuda para titular un libro suyo: "En donde esté una piedra solitaria / sin inscripción alguna, / donde habite el olvido, / allí estará mi tumba."



 Nota. Las fotografías que aparecen en la entrada están tomadas de las ediciones de los libros reseñados. Es del fotógrafo Ricardo Martín, la de Goytisolo en su estudio de la casa de Marrakech. Pertenece al diario El País la de Juan Goytisolo entrando en su casa de Marrakech. Procede de la revista Mercurio la de Goytisolo y Monique Lange en 1964. La de Julia Gay está tomada de la red. La de Monique Lange en el la solapa de la edición de Las casetas de baño es de Carole Lang, su hija. La de Juan Goytisolo de la solapa de En los reinos de taifa es de Néstor Almendros. La de las casetas del inicio es de un cuadro de casa de mis amigos J. y M.

martes, 12 de abril de 2016

Tanka del sueño


TANKA DEL SUEÑO

Es tregua el sueño
de las adversidades
y las tristezas
suspensión de la lucha
merecido descanso.


Nota. La foto que ilustra este tanka está tomada en Oostende, Bélgica, a finales de marzo de 2016. En el lugar que hoy ocupa esa suerte de hermosa palmera, había instalado un puesto de vigilancia alemán, con su ametralladora y el servidor, en mayo de 1940. Las fotografías que dan testimonio están situadas al pie de la barandilla del paseo. Aunque la invasión se produjo algunos kilómetros hacia el sur, en Normandía, esta costa estuvo muy vigilada durante la guerra. Las hojas de hierro de la palmera han sustituido a los cañones y a las armas, pero las imágenes impiden la desmemoria.

lunes, 4 de abril de 2016

Cervantes: por los pasos de la virtud



 Después de la victoria sobre el Caballero de los Espejos, que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, don Quijote y Sancho se encuentran en el camino con don Diego de Miranda, a quien don Quijote nombrará como el Caballero del Verde Gabán. Este caballero, "prototipo de persona discreta, instruida, acomodada, de buenas y sanas costumbres" -en palabras de Martín de Riquer-tiene un hijo de dieciocho años que, tras haber estudiado en Salamanca las lenguas latina y griega, en vez de proseguir sus estudios en Leyes o en Teología, decide seguir su inclinación hacia la poesía, lo que causa algún malestar en su padre. Mantiene don Diego un diálogo con don Quijote en el que este, lleno de cordura, reflexiona sobre la educación de los hijos con estas sabias palabras que hoy traigo aquí, a estas páginas volanderas:

Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida. A los padres toca encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso, y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejen, sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y aunque la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar a quien las posee.

Ensalza don Quijote la poesía y dice que "está hecha de una alquimia de tal virtud que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio" y anima a don Diego a respetar la inclinación de su hijo por el arte de la versificación. Todo un ejemplo de admirable cordura.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Tanka de la despedida



TANKA DE LA DESPEDIDA
                      
Me despido así
una tarde de lluvia
triste contigo
encendida nostalgia
de terrazas vacías.

sábado, 19 de marzo de 2016

De San Agustín a Camilo José Cela: Dios y el tiempo



En el "Capítulo XIV" del "Libro Undécimo" de las Confesiones, en traducción del humanista, escritor y fraile agustino Ángel Custodio Vega, escribe san Agustín lo siguiente sobre el tema de la creación y el tiempo:
No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el mismo tiempo es obra tuya. Más ningún tiempo te puede ser coeterno, porque tú eres permanente, y este, si permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.
En 1999 publicó Camilo José Cela la que a la postre sería su última novela, Madera de boj. En ella, escribe Cela, de quien este año de 2016 se cumple el centenario de su nacimiento en Iria Flavia, sobre el tema de Dios y el tiempo, motivo de esta entrada de hoy:
La mar no se paró nunca desde que Dios inventó el tiempo hace ya todos los años del mundo, Dios inventó el mundo al mismo tiempo que el tiempo, el mundo no existía antes del tiempo, la mar no se cansa nunca, el tiempo no se cansa nunca, ni el mundo, que cada día es más viejo pero tampoco se cansa nunca, la mar se traga un barco o cien barcos, se lleva un marinero o cien marineros y sigue murmurando con su voz afónica, con su voz de borracho triste y pendenciero, amargo y peleón.
La personificación y la metáfora A de B, con su desgarradora enumeración, tiene el poder de evocar esas vidas en el tiempo, en el Finis Terrae, en la Costa da Morte, donde naufragan las embarcaciones a merced de Dios y el tiempo, que no tiene vuelta atrás, aunque se le trate con "inteligencia y cariño", como dice en un momento de la novela el narrador.
Nota. La cita del San Agustín procede de Confesiones, introducción de José Luis Aranguren y traducción y notas de Ángel Custodio Vega, Col. Bruguera Libro Clásico 159, Editorial Bruguera, Barcelona, marzo de 1984, 423 pp: cita de la pág. 328. La de Camilo José Cela de Madera de boj, Col. Espasa Narrativa, Editorial Espasa, Madrid, 1999, 323 pp.; cita de la pág. 13. La ilustración es un cuadro de Sandro Botticelli.