jueves, 31 de marzo de 2011

Silencio roto


Un programa de la televisión autonómica catalana me devuelve al horror. Las imágenes me hacen revivir la indignación y el dolor sentidos aquella tarde del 29 de mayo de 1991, cuando un coche bomba de ETA sembró la desolación y la muerte en una casa cuartel de la Guardia Civil en Vic. Diez muertos, entre ellos cinco jóvenes de diecisiete, catorce, once, diez y ocho años de edad respectivamente, un matrimonio, treinta años él, veintiuno ella, una persona anciana, un hombre en la edad madura y más de cuarenta heridos. Ese fue el resultado de la acción de unos descerebrados cuya violencia ciega, criminal, absurda y sin sentido tantas veces ha tratado de romper, sin conseguirlo, la convivencia pacífica y democrática en España.

El programa me deja un regusto amargo. La respuesta de entonces fue tibia, cicatera: ni una manifestación de condena a ETA por aquel salvaje atentado, ni una placa en recuerdo de las víctimas hasta dieciocho años después. Triste, muy triste.

Aquel 29 de mayo de hace ahora veinte años era miércoles. El atentado fue a media tarde. Se supo enseguida. La rabia y el dolor fueron los mismos que los de otras veces, fatalmente. La misma que sentí el 19 de junio de 1987 después del atentado de Hipercor. La que sentiría después ante el miserable asesinato de Francisco Tomás y Valiente o el de Fernando Múgica, o el de Ernest Lluch, o el de los dos sudamericanos muertos en el atentado de la T4 de Barajas o el reciente de Isaías Carrasco, el 7 de marzo de 2008; en fin, la que muchos hemos sentido ante la sangre  derramada, ante tanta destrucción y tanto dolor a lo largo de demasidos años.

Me traiciona la memoria y ahora no sé recordar si la concentración en la Plaza de Sant Jaume fue esa misma tarde o al día siguiente. Tampoco alcanzo a discernir si fueron los Sindicatos los que convocaron. Lo que sí recuerdo nítidamente es el silencio áspero que había aquella tarde en la plaza. Era un silencio que escondía un grito de protesta. Un silencio contenido que refrenaba el insulto. Una manifestación asombrosa del dolor. Creo, aunque tampoco puedo asegurarlo, que se guardaban cinco minutos de silencio. Lo que sí recuerdo es que, transcurrido el tiempo, desde un rincón de la plaza una voz ronca, muy masculina, gritó: “¡Viva la Guardia Civil!” La respuesta fue unánime. Se oyó en la Plaza un “¡Viva!” sonoro, sincero, solidario, fraternal, de corazón. Mi voz estaba entre aquellas voces. Y grité fuerte y alto mi dolor y mi repulsa. Nunca lo olvidaré.


miércoles, 23 de marzo de 2011

Leve como los pájaros








Leve como los pájaros

Una palabra, Señor,
una sola y de luz
arderá la mañana.

Un gesto imperceptible
que avive la esperanza,
y desbarate, Señor,
incertidumbres y tinieblas.

Una señal al menos,
leve como los pájaros,
fugaz como la espuma.

viernes, 18 de marzo de 2011

Josefina Aldecoa, En la distancia



Acaba de fallecer Josefina Aldecoa. Mantuve con ella, desde que la conocí a mediados de los noventa, una relación epistolar centrada en los temas literarios; varias de sus cartas me las remitió desde Las Magnolias. Intercambiamos lecturas y opiniones sobre nuestros respectivos libros, las suyas muy generosas para con lo mío, lo que quiero agradecerle aquí, como hice en su día. Escribí varios artículos sobre su obra y varias reseñas de sus libros según iban apareciendo. He releído estas últimas y he decidido incluir la de su libro de memorias En la distancia, que en su día  me pidió la revista Quimera, como personal homenaje.


VIDA CUMPLIDA

En la distancia es un libro de memorias narrado como si fuera una novela -“toda novela es una autobiografía y toda autobiografía es una novela”, dice la autora-, la novela de una vida cumplida, escrita desde la serenidad de una madurez espléndida. El libro resulta ser una indagación en el pasado y sus páginas destilan una serena melancolía, la que produce el paso de los años, entreverada con el aroma de la felicidad irrepetible.



La nostalgia impregna la evocación de la infancia, esos “primeros años que deciden para siempre lo que vamos a ser”: el paisaje de La Robla, el color rojizo de los árboles en otoño, los baños en el río en verano, las primeras lecturas, el frío, la casa de los abuelos, territorio perdido de la niñez. El entorno familiar, liberal y republicano, y la madre, maestra en la línea del institucionismo, contribuyen decisivamente en la formación de aspectos básicos de la personalidad de la escritora: la pedagogía, la política, la cultura. La familia se traslada a León en 1936. La guerra, “algo terrible, oscuro y negativo”, los fusilamientos, la violencia, las persecuciones, marcaron “un punto de imposible retorno, el final de la infancia.” Sin embargo, rememorada en la distancia, la autora reconoce que tuvo “una infancia feliz, protegida, cuidada y serena.”


En la posguerra, cuando “una inmensa cortina gris lo envolvía todo”, el mundo de los libros y la pasión por la lectura, supusieron “un estímulo decisivo” para seguir adelante. En 1943 entra en contacto con los poetas Victoriano Crémer y Eugenio de Nora, y a través de ellos con la “España del exilio interior, de la inteligencia y de la cultura.” En 1944 se traslada a Madrid y cursa estudios en la facultad de Filosofía y Letras. Conoce a Rafael Sánchez Ferlosio, a Alfonso Sastre, a Jesús Fernández Santos, a Medardo Fraile y algún tiempo después a Carmen Martín Gaite y a Ignacio Aldecoa; todos ellos miembros de la generación del cincuenta. Una estancia en Londres, primer contacto con Europa, le hace darse cuenta de que “la libertad estaba allí, existía.” Al volver, la tesis doctoral, en el ámbito de la pedagogía, El arte del niño. Después entró en su vida Ignacio Aldecoa y entabló con él “un diálogo, una discusión interminable.” Muy hermosas páginas dedica la autora a la evocación de los años de vida en común con uno de los grandes escritores del siglo XX español.


Se casaron en marzo de 1952 y su casa fue pronto la casa de sus amigos, a todos los evoca nostálgicamente ligados a un pasado lejano y ya irrecuperable: “éramos jóvenes, teníamos tiempo libre, soñábamos con paraísos lejanos, necesitábamos angustiosamente la libertad.” Fue un tiempo de amor y de amistad, de viajes, de descubrimientos, de lectura, de escritura, de vida intensa, la de quienes se declaraban “partidarios de la felicidad.” La maternidad: Susana, 1954; ese mismo año, Ignacio finalista del Planeta con El fulgor y la sangre. Viajes: Ibiza, “la libertad” y su huella literaria en la novela Porque éramos jóvenes; Nueva York, Ángel del Río, Francisco García Lorca, Francisco Ayala, “la cultura perdida, el mundo desconocido y mitificado de los españoles del exilio”; la visita a un país comunista, Polonia, que les dejó ”una sombra de duda sobre un sistema con el que nunca se habían identificado”; la estancia de Ignacio en La Graciosa, Canarias, reflejada en Parte de una historia.

En 1959 la autora funda lo que luego será el colegio Estilo, al principio Jardín-Escuela. Aunque nunca fue maestra, para Josefina Aldecoa “educar es lo más importante, lo básico” y la educación tiene que ver con “una actitud ante la vida, una filosofía de la existencia”; la educación debe desarrollar “el sentido crítico y analítico” del niño desde edades tempranas. Esa dedicación pedagógica la combina con la creación literaria y así, en 1961, publica su primer libro de cuentos A ninguna parte, que acaba de ser reeditado por la editorial Menoscuarto, en colección dirigida por Fernando Valls. Dos cuentos del libro fueron incluidos por la autora, en 2000, en Fiebre.

El 15 de noviembre de 1969 era sábado. En casa de Dominguín, donde otras veces habían coincidido con Semprún, Javier Pradera o Juan Benet, Ignacio Aldecoa se sintió mal y fue el final, el mazazo que rompió, inesperadamente, la vida de la autora. La muerte de su marido gravita en el libro como un peso insoportable, a pesar de la aceptación estoica del hecho de la muerte: “el drama eterno del hombre es nacer para morir, y he aceptado la muerte.” Cuando murió su marido, nos dice, apartó de su vida todo proyecto literario y sólo permaneció fiel a la lectura.

La autora va dando breves pinceladas históricas para enmarcar temporalmente el relato. Lúcida y nostálgica es la reflexión tras la muerte de Franco: “Me di cuenta de que estaba a punto de cumplir cincuenta años. Los cuarenta años de dictadura cayeron sobre mí como una losa. Demasiado tarde para los que éramos niños en 1936.”


La publicación, en el final de la década de los setenta de dos antologías de cuentos: una de su marido y otra titulada Los niños de la guerra, que contiene relatos relacionados con la guerra civil de los escritores de su generación, sirvió para que Josefina R. Aldecoa volviera al panorama literario y lo hiciera defendiendo a su generación de los calificativos despectivos de “literatura de la berza” y reivindicando una literatura que hay que entender, dice, en las condiciones históricas en que se produjo. Pone de manifiesto, refiriéndose a la obra de su marido, la solidaridad con los desheredados y los humildes, con las personas necesitadas, que fueron el objeto literario de muchos de sus cuentos.


Tras esos trabajos, la creación literaria llama nuevamente a su puerta. Así, en la década de los ochenta, escribe -sumergida en la soledad y la paz de la casa de Las Magnolias, en Cantabria- y publica tres novelas La enredadera, en 1983, Porque éramos jóvenes, en 1986 y El vergel, en 1988. La autora habla así de ellas: “Mis novelas de los ochenta tienen un común denominador. En ellas trato de descubrir los móviles de las conductas. Los errores que cometemos los seres humanos en busca de la felicidad. En ellas queda patente mi filosofía de la existencia.”



En 1990 publicó Historia de una maestra, su mayor éxito literario. “La escribí con la intención de recuperar la memoria de los años de juventud de mi madre y los de mi infancia.” A ella le siguieron Mujeres de negro y La fuerza del destino. La autora la llama “trilogía de la memoria” y considera esas obras como un ejercicio de sinceridad. La memoria será una de las constantes de su narrativa, porque “no se puede pactar con el olvido”; es necesario, dice, “dejar testimonio a los que vienen después, de la verdadera, profunda, humana historia de España.” Su última entrega novelesca es, hasta la fecha, El enigma, 2002.


Las últimas páginas, hermosas y melancólicas reflexiones sobre el paso del tiempo, constituyen un resumen lúcido de lo que este libro significa: “En este libro hay una buena parte de mi vida hecha, deshecha, reconstruida, como un gran puzzle. Irremediablemente faltan piezas, fragmentos. Hay espacios vacíos. Estoy segura de que algunos de ellos encierra en su oquedad un recuerdo intolerable que he tachado sin saberlo, que no merece el precio del recuerdo.”

miércoles, 9 de marzo de 2011

Pequeños grandes aciertos: Un padre de película, de Antonio Skármeta



Hace algunos años, influenciado por las malas críticas que se le dispensaron, postergué la lectura de El baile de la victoria. Presentando El cartero de Neruda, que sugerí como lectura en un club de lectores al que había sido invitado, me vi en la obligación de hablar sobre el autor y el resto de su obra. ¿Me creerán si les digo que reconocí no haber leído esa obra por la mala recepción de que fue objeto en los suplementos literarios de los más importantes periódicos? Hablé muy bien del autor, a pesar de que ese alter ego que es el narrador de la novela sobre Neruda diga que era “un flojo rematado” y que mientras en un lapso de tiempo Vargas Llosa había escrito seis o siete obras maestras de considerable extensión, él apenas había podido rematar una novelita de algo más de cien páginas. Me dije, al terminar aquel encuentro que debía reanudarse una semana después, que tenía que leer esa obra y subsanar el no haber sabido capaz de decir nada sobre ella. La compré en una librería de lance y en tres tardes la leí. Estaba equivocado. Era una buena novela. Quizá no fuera una obra maestra, pero era una obra de mérito. Cuando volví, una semana después, reconocí ante los lectores del club que estaba equivocado y que la crítica fue injusta con esa novela. Los palos que le dieron eran del todo inmerecidos. Tal vez no fuera comparable a La Fiesta del Chivo, por seguir con Vargas Llosa como ejemplo, pero era una buena novela. Hace unos días vi en la televisión la versión cinematográfica que hizo Fernando Trueba. Me bastó. Tenía razón. La crítica se equivocó con esa obra.


Ahora leo esta novelita, o cuento largo, quizá, en la línea de otros aciertos suyos en la distancia media, como No pasó nada, y corroboro la maestría de Skármeta en este tipo de narraciones breves. A medio camino entre sus novelas extensas, como la arriba mencionada o La boda del poeta y La chica del trombón, y las novelas cortas tipo El cartero de Neruda, es este un relato bien construido, bien contado y que mantiene el pulso y la atención del lector desde el principio hasta el final. Naturalmente, tratándose de un relato tan breve, no cometeré más imprudencia que la de recomendársela al lector para que la disfrute como lo hice yo hace unos días. El joven profesor que lleva la voz narradora y que ejerce en un pueblo perdido del sur de Chile en los primeros años sesenta, responde así cuando un muchacho de unos catorce o quince años, Gutiérrez, le pregunta, desde su hastío, en qué se diferencia él de una vaca: “En que tú sabes lo que quieres y tienes conciencia de ti mismo. La vaca es vaca todo el tiempo. No tiene ni siquiera conciencia de que es vaca. Es totalmente vaca. En cambio, a ti la conciencia te hace libre.”

miércoles, 2 de marzo de 2011

El mundo de los sentidos



"La espiritualidad renacentista supo armonizar muy bien las ideas paganas con el cristianismo. A esa nueva filosofía se le dio el nombre, algo confuso, de neoplatonismo. Se trataba, una vez más, de explicar el mundo y la vida. ¿Quién de entre ustedes no ha sentido algo especial al contemplar el cielo estrellado en una noche de verano? ¿Quién, en ese momento mágico, no ha notado que le recorría los adentros un anhelo de plenitud, un ansia de eternidad? Copien estos versos que voy a escribir en la pizarra," dijo Leonardo mientras se giraba hacia el encerado y con su letra menuda y su peculiar caligrafía se disponía a escribir:

Cuando contemplo el cielo,
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado,

el amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente;
despiden larga vena
los ojos hechos fuente,
Loarte, y digo al fin con voz doliente:

"Morada de grandeza,
templo de claridad y hermosura,
el alma, que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?

"Esa morada de grandeza y ese templo de claridad y hermosura, que el poeta sitúa en lo alto, en el cielo, háganse a la idea de que se corresponde con lo que Platón llamaba el mundo de las ideas, donde todo es eterno e inmutable y de donde procede el alma, que tiene, pues, origen divino. Sin embargo, vive encerrada en la cárcel del cuerpo, que es efímero, caduco, transitorio, y pertenece al mundo de los sentidos, donde nada permanece y todo pasa. El alma, pues, anhela y añora su origen divino y se siente desterrada en eso que el poeta llama suelo oscuro. Ello provoca ese ansia y hace que la voz doliente de Fray Luis de León se queje en estos espléndidos versos que acaban de copiar."
De repente, desde el fondo del aula alguien levantó el brazo para pedir la palabra. Leonardo se la concedió y la alumna dijo: "Lo siento pero no me creo esa diferenciación que hace usted entre mundo de las ideas y de los sentidos, como tampoco creo que exista el alma ni que sea eterna, nada lo es en nosotros. Para mí no hay más vida que la terrenal y cuando se acaba, se acabó todo."
Al terminar, Leonardo preguntó al resto de la clase si estaban de acuerdo con lo que su compañera había dicho. El silencio fue la única respuesta, así que Leonardo se quedó mirando a la alumna y le dijo: "¿Y cómo y por qué está usted tan segura de lo que dice?" A continuación y sin esperar respuesta, como si hubiera sido la suya una pregunta retórica, dio la clase por terminada.