lunes, 25 de enero de 2016

La dignidad de la memoria: un encuentro con Alberto Ruiz-Borau

La mañana del sábado ocho de agosto de 2015 amaneció desapacible y fría después de semanas de calor despiadado. Bajo una llovizna monótona que dejaba una espesa neblina trepando por las laderas de las montañas, el coche circulaba por la autovía en dirección a Barcelona. Tomé el desvío de la A-23 que conduce a Huesca. Mi destino era San Mateo de Gállego y mi intención, conocer a Alberto Ruiz-Borau, el hijo del escritor aragonés José Ramón Arana.

Sabía que vivía en San Mateo porque se hizo una lectura de sus poemas en la biblioteca del pueblo. La amabilidad de los aragoneses se me mostró cordial una vez más. Cuando pregunté por Ruiz-Borau, me ayudaron a dar con él. Fue el editor de La Fragua del Trovador, con la mediación de la escritora María José Pellejero, quien facilitó el contacto telefónico. Llamé a Alberto y me citó en el bar El Puente.


Lo reconocí en cuanto entró, porque sus rasgos físicos me recordaron a los de su padre. Alberto Ruiz-Borau Gracia (Barcelona, 1928) es alto y delgado. Tiene el pelo blanco. Sus pómulos, acentuados por su delgadez, enmarcan como un paréntesis el bigote que siempre gastó. Tiene un hablar pausado y preciso. Mira con ojos escrutadores, como diseccionando a quien tiene enfrente. Al principio se muestra receloso, pero después hablamos casi dos horas.

Me disculpo por mi intromisión y le agradezco que me haya atendido. Le digo que estoy escribiendo sobre su padre y que me gustaría consultarle algunas dudas. Me dice que sobre su padre ya se sabe todo, pero muestra interés por las preguntas que le formulo desordenadamente, porque no era mi intención entrevistarlo, sino conocerlo. Le hablo de mis peripecias para encontrar la tumba de su padre cuando visité Monegrillo en 2001. Casi nadie conocía a un escritor del exilio llamado José Ramón Arana. Le pregunto si fue su padre quien decidió que en la lápida figurase su nombre real, José Ruiz Borau, sin ninguna alusión a aquel con el que firmó su obra literaria. Alberto cree recordar que fue la familia quien lo decidió y que de ninguno salió la idea de enterrarlo con otro nombre que no fuera el suyo.

Hablamos de una tarde de diciembre de 1972 en que su padre, que había regresado a España muy enfermo, visitó la tumba de su madre, Petra Borau Alcrudo, en el cementerio de Monegrillo, la misma que siete meses después iba a ser la suya. Me cuenta Alberto que su padre sufrió un desvanecimiento y empezó a encontrarse tan mal que tuvieron que ingresarlo en el hospital porque pensaban que se moría. Allí coincidieron Alberto y sus hermanos, hijos de Mercedes Gracia, con Federico Arana, hijo de María Dolores Arana y Veturián Arana, hijo de Elvira Godás.


Me intereso por don Ventura Ruiz Lara, el abuelo paterno que Alberto no conoció. Me dice que era maestro superior en Garrapinillos, pueblo donde nació su padre en marzo de 1905 y donde don Ventura vendría a morir en 1913, víctima de una tuberculosis intestinal que un familiar a quien cuidaban acabó contagiándole. Tenía dieciséis años de servicio cuando murió y le faltaban cuatro para devengar pensión, así que dejó a su viuda y a su hijo en un desamparo económico rayano en la pobreza. Doña Petra, su abuela, intentó cobrar el último sueldo de su marido, pero la maldad de algunos lo impidió. La anécdota, ejemplo de entereza y dignidad, la cuenta Alberto en su novela El año que perdí el otoño (La fragua del Trovador, 2007).

En mayo de 1973, ante la gravedad de la enfermedad de su padre, se decidió ingresarlo en la Clínica Quirón de Zaragoza para recibir un novedoso tratamiento contra el cáncer que padecía. Allí lo acompañaron y visitaron sus hijos, los primeros que tuvo, fruto de su matrimonio con Mercedes Gracia Argensó, con quien se casó en 1925, cuando Arana tenía veinte años: Alberto, Augusto, ya fallecido, Marisol y Rafael, quienes junto a Mercedes, la hija pequeña que nació en 1937 en Mequinenza y murió en Barcelona el 29 de enero de 1939 por la mezquindad de un médico que se negó a seguirla atendiendo, quedaron abandonados a su suerte en Barcelona al marchar su padre al exilio en Bayona en noviembre de 1938.

Le pregunto, en el límite de la confesión, si se reconcilió con su padre cuando regresó en 1972. Alberto no responde, pero hace algo parecido a un movimiento negativo con la cabeza o al menos así lo interpreto yo. Inquiero si sus padres se vieron entonces y la respuesta es la misma; sin embargo, añade, sentencioso, que en la vida nadie está libre de cometer un error, pero si es consciente del mismo, se debe rectificar y tratar de hacer las cosas bien. Le pregunto por su madre y me dice que falleció en enero de 1973, seis meses antes que su marido, y que está enterrada en Zaragoza.


Alberto habla de todo esto sin sombra de rencor en su voz, con sosiego. Una velada melancolía, con todo, entreveo en su mirada. Guarda silencio un instante y luego me dice que su padre hizo lo que le dio la gana sin calibrar el alcance de sus actos y sintió fuertes remordimientos por ello. Me cuenta que, pocos días antes de morir su padre, lo visitó a solas en su habitación de la Quirón. Arana estaba sumido en un duermevela que Alberto no quiso perturbar. Movido por la bondad, acarició su rostro un brevísimo instante. Su padre despertó, entreabrió los ojos y lo miró sin decir nada. Luego los cerró y Alberto vio dos lágrimas surcar las descarnadas mejillas de su decrépito rostro de moribundo.

Hablamos también de la obra literaria de su padre y señaló que el ciclo novelesco autobiográfico Por el desván de los recuerdos, era lo mejor que salió de su pluma. Alberto siente debilidad por el cuento “Torre de años” y me dice que otro le molestó y se lo podía haber ahorrado por las alusiones al pasado; no me dice el título, pero sí el nombre de la protagonista, Malva.


Antes de que pusiéramos fin a nuestra charla, me interesé por su obra literaria y especialmente por La piel de la serpiente. Mis intentos para hacerme con un ejemplar resultaron fallidos. No la había leído, pero conocía la historia que se narraba en sus páginas. Alberto me dijo, ignoro si con falsa modestia, que era un libro malo, porque se había implicado demasiado. La frase acrecentó mi interés por el libro. Me aclaró que las ediciones de sus libros las ha pagado de su bolsillo, porque si no tienes nombre, me dijo, es difícil publicar. La piel de la serpiente, sin ISBN, tuvo una edición del autor, en Zaragoza, en 2001. Más tarde se interesó por sus otras obras el editor de La Fragua del Trovador.

Al despedirnos, le acompaño a su casa y me regala tres libros. Además de los dos ya mencionados, Polvo de estrellas, su poemario, que es el que me dedica. Nos intercambiamos direcciones y nos despedimos. De regreso, mientras conduzco camino de Barcelona, voy pensando en la fuerte impresión que me ha causado Alberto Ruiz-Borau, que trasmina dignidad y decencia entreveradas con un bondadoso escepticismo que, como poso, le ha dejado el transcurrir de los años.

Ya en Barcelona, leo La piel de la serpiente dos veces seguidas. No doy crédito a lo que leo. Me cuesta reconocer a Arana, cuya obra he estudiado y editado, en la figura de Ramiro, el protagonista. Su deslealtad, la magnitud del engaño hacia Enriqueta, su mujer, y sus hijos, a quienes deja abandonados a su suerte en Monistrol primero y después en la Barcelona del final de la Guerra Civil, es de tal calibre que su comportamiento resulta injustificable; la figura de Arana-Ramiro sale seriamente dañada tras la lectura del libro. El final de la novela es de una tristeza devastadora. El narrador consigue ganar la afectividad del lector para con Enriqueta, Jaime y sus hermanos y Antonina, la madre de Ramiro, que se ven obligados a regresar a Zaragoza en un vagón de ganado.

La piel de la serpiente, novela en clave, merecería una buena edición. No comprendo cómo no se ha hecho aún. No creo que la literatura aragonesa esté en condiciones de echar en el olvido una novela tan interesante como La piel de la serpiente, que transcurre casi íntegramente en el Aragón de la Guerra Civil y en la que se habla del Consejo de Aragón, ya que Ramiro es consejero de Obras Públicas y Hacienda; además, se narra una historia familiar de hondo calado humano.

Cuando termino la lectura de la novela, escribo una carta a Alberto Ruiz-Borau para decirle la profunda impresión que me ha causado su libro y para agradecerle la enconada defensa de la dignidad de la memoria que atesoran sus páginas. Al cabo de unos días me contesta y me dice: “En otro orden de cosas, creo que algún día debería hacerse un homenaje a las mujeres republicanas que sacaron adelante a sus hijos, solas, en el ambiente hostil de una sociedad levítica, intolerante y rencorosa.” Hago mía, desde este artículo, esa propuesta de Ruiz-Borau.

Javier Quiñones
Barcelona, septiembre de 2015


Nota. Escribí recientemente en este blog acerca de Alberto Ruiz-Borau, de su poemario Polvo de estrellas; el lector interesado puede consultarlo AQUÍ. Agradezco a Antón Castro las facilidades para publicar este artículo (con otras ilustraciones) en el suplemento literario del Heraldo de Aragón, "Artes y Letras". El artículo fue publicado el 1 de octubre de 2015 a doble página, en la 3 y 4. 

domingo, 17 de enero de 2016

La ingratitud


Salía al camino con la mirada escrutadora de quien busca a alguien. Posaba en nosotros sus ojos de sombra con una fijeza inquietante. Precavido, no se acercaba; miraba desde lejos y luego se adentraba en la espesura que le servía de refugio. Supimos que era un perro abandonado desde la primera vez que lo vimos.

Fue una tarde de finales de julio. Un fordfiesta invadió el camino de ronda. El conductor, un hombre de unos treinta años, descendió del vehículo y nos preguntó si habíamos visto a un perro cuya descripción nos facilitó. Algo en su forma atropellada de hablar resultaba sospechoso. Daba la impresión de que ocultaba algo, pero no dijimos nada. Apenas un kilómetro después vimos al perro, cruce de collie y otra raza, acercándose a todo el que pasaba por allí.

Desde entonces, cuando volvemos al lugar, y lo hacemos a menudo porque es nuestra ruta habitual, lo vemos de nuevo. No se ha movido, casi cinco años después, de la misma zona, aunque las condiciones de vida a la intemperie sean muy duras, sobre todo en invierno.

Algunos días, cuando se nos acerca, nos parece advertir en su mirada, que ha ido apagándose al tiempo que se volvía desconfiada, melancólica y triste, la certeza de que ese can hermoso sabe que su dueño nunca volverá, pero también que su destino, como la voz callada del instinto, cobra sentido en esa espera inútil. Esa lealtad es la razón de su existencia y nunca desfallecerá en ella. Seguirá saliendo al camino, a pesar de la ingratitud. 



Nota. Las fotos están tomadas en el camino de ronda de Port de la Selva, en la comarca del Alt Empordà, Girona, 2015.

lunes, 4 de enero de 2016

Tanka de los libros



TANKA DE LOS LIBROS

Solo en los libros
laberintos de signos
busco refugio
contra el ruido y la furia
que me obseden y cercan.

Nota. La foto, tomada en un ventoso día de marzo de 2014, es del monasterio románico de Santa María de Vilabertrán, en la comarca del Alt Empordà, Girona. Cada verano acoge un festival dedicado a la música de Schubert, la Schubertiada.