miércoles, 1 de abril de 2009

Elvira Godás y José Ramón Arana



Para Elvira Godás, en la amistad

Cuando el escritor tuvo clara conciencia de que su tiempo se agotaba, de que su enfermedad era irreversible, le pidió a Elvira, encarecidamente, que no le dejara morir en México, que le trajera a España a morir con los suyos. Elvira lo dejó todo para cumplir ese deseo. Se instalaron en Castelldefels. Llegaron mediado 1972. Fue en la navidad de ese año, cuando el escritor consiguió trasladar los restos de su madre, Petra Borau Alcrudo, desde Zaragoza al cementerio de Monegrillo, para poder ser enterrado junto a ella al fallecer siete meses después; siempre sintió Arana una devoción especial hacia su madre. A la ceremonia, lúgubre y triste, le acompañó Federico Arana, uno de los hijos habidos en su relación con María Dolores Arana. Elvira se quedó en Castelldefels, prefirió no acompañarle, nunca le gustó la liturgia tenebrosa de la muerte.

A pocos meses de morir -la muerte le llegó un 23 de julio de 1973-, escribió un estremecedor poema titulado “Adiós”. En el final, resurge y se impone la querencia de la tierra aragonesa y de la madre, la vuelta a las raíces, al paraíso lejano y perdido de la infancia:

En mayo está la muerte. Por saberlo
miro mi ayer de chopos y pobreza
con la pupila azul que da el recuerdo:
limpio de hiel, sin sombra de tristeza,
otra vez niño, y tuyo sólo, madre.
En mayo está la muerte. Como un nido
cavado en la matriz de donde nace
esta ciega postura sin sentido.


Se le agolparían entonces, en aquellos meses, tantas vivencias que su cabeza, malherida y en trance de tránsito final, difícilmente podría hacer suyas. Monegrillo, donde se refugió, tras el triunfo faccioso del golpe en Zaragoza, en casa de los Borau, con su mujer, Mercedes Gracia, y sus hijos, Alberto, Augusto, Marisol y Rafael. Después el traslado a Barcelona, la familia en Monistrol. El escritor, con cargo político, trabaja en Barcelona y allí conoce a María Dolores Arana. En los meses finales de 1938, una misión secreta, en opinión de Elvira relacionada con el SIM, lo lleva a Bayona. El final de la guerra le sorprende en Francia y ya no puede regresar a España. No verá nacer a su quinta hija -en el momento del abandono de la familia, Mercedes está embarazada-, y cuando se entere de su muerte le dedicará un emocionado poema de su libro Ancla, publicado en 1941. La incomprensión, los reproches, el resentimiento dolorido durante años, el olvido injusto, la penuria de volver a empezar sin el padre, heridas perennes, quien sabe si incurables, cuyo correlato literario es la novela de Alberto Ruiz-Borau La piel de la serpiente.




En Francia se reúne con María Dolores Arana y a finales de 1939 les nace un hijo, Juan Ramón. Francia es ocupada por los alemanes, Arana va a parar al campo de concentración de Gurs. Luego, tras de no pocas penalidades, consigue llegar a Marsella. Desde allí, gracias a la red de ayuda a los refugiados españoles, creada por Margaret Palmer, logra, después de reunirse con María Dolores y su hijo, embarcar hacia México. Al llegar a La Martinica, nacerá Federico. Los principios del escritor en México, muy ligados a la amistad con Manuel Andújar, los retrató Otaola en La librería de Arana, donde nos dejó este apunte: “Es fuerte y cuadrado. Tiene porte exterior de capataz. Tiene cara de palabrotas, de hombre feroz, de sargento Malacara. Le rascas, de corazón a corazón, y se observa que las apariencias se ceban en él porque es, lo que se dice, un niño, un niño gigantón y admirable. Vendiendo libros, hablando y escribiendo de España, sufriendo y soñando se le va la vida.”

Venta ambulante de libros por los cafés, distintos intentos de establecer un local fijo, penuria, estrecheces, España siempre en el corazón. Andújar y la revista Las Españas, cuentos, teatro, Veturián, ensayo sobre Machado y Casals, búsqueda inútil de la concordia y del entendimiento en sus Cartas a las nuevas generaciones españolas, firmado con uno de sus pseudónimos, Pedro Abarca, el otro fue Juan de Monegros. Páginas y páginas de lucha contra el olvido, de esfuerzo titánico para estrellarse una y otra vez contra el insalvable muro de la dictadura franquista en España y de la indiferencia hacia la labor cultural de los republicanos exiliados. Primeros síntomas de la enfermedad, en 1968, trece días de internamiento en el Sanatorio Español de México.

Aunque se habían conocido unos años antes, por razón de coincidir en el trabajo editorial, su relación amorosa tiene una fecha: 6 de enero de 1950, precisamente el año en que ve la luz en México, en la colección Aquelarre, su mejor libro: El cura de Almuniaced. Habían quedado para verse esa tarde. Elvira se puso elegante pensando en que irían a algún restaurante a cenar. Arana, vestido toscamente, se presentó con un paquetito de bombones en un cucuruchito humilde de papel y fueron a sentarse a un banco de la alameda y allí conversaron hasta las tres de la mañana. No fue hasta 1959, pocos meses antes de que naciera Veturián, que el escritor se decidiría a romper su relación con María Dolores Arana. Se presentó ante Elvira con lo puesto, sin más, y le dijo “aquí estoy, vengo para quedarme.” Después, en la navidad de 1972, las fotografías atestiguan el parecido asombroso, los mismos rasgos del padre en Alberto, su primer hijo, y en Veturián, el último, reunidos ante el azar insospechado de la cercanía de la muerte.


Elvira Godás, hija de un familia liberal dedicada a la pedagogía -su padre fundó, en 1906, el primer colegio laico en Lleida-, ha sido siempre una mujer luchadora, vitalista, abierta y tolerante. Maestra de la Generalitat, trabajaba en Figueres, donde le sorprendió el final de la guerra. Casada con un maestro, militante de Izquierda Republicana, se vio forzada a exiliarse de España. Cruzó la frontera a pie, por el monte, con su hijo pequeño en brazos. Tras de no pocas adversidades, consiguió llegar a México, donde quedaría viuda enseguida. Compagina numerosos trabajos con clases particulares de piano, profesora de música como era. Fue en uno de esos trabajos, en la Distribuidora de Ediciones Unión, donde conoció al escritor, quien iba allí a buscar los libros que después vendía por los cafés. Antes de establecer su relación con José Ramón Arana, con quien se casó el 29 de diciembre de 1960, Elvira se había vuelto a casar y había tenido dos hijos. De modo que el encuentro con José Ramón Arana Alcrudo, que duró veintitrés años, fue el amor último y definitivo para ambos.

“Al llegar a España, me dijo Elvira una tarde en que la visité en su modesto piso de Barcelona, José Ramón repitió la última hoja de la novela en que trabajaba, veinte o treinta veces, por su enfermedad. Con un dedo buscaba las teclas de la máquina y repetía la misma hoja una y otra vez. A veces me decía: “estoy contento porque adelanté, dime qué te parece” y a mí se me caía el alma a los pies porque era la misma hoja, como si por un mecanismo especial la retuviera en su memoria y la copiara una y otra vez.” Las hojas, con muchas faltas de ortografía y eso que Arana no cometía ninguna, se las envió Elvira a Manuel Andújar, quién sabe si como tantas otras cosas se habrán perdido para siempre.

Durante la semana santa de 1973, antes de que el empeoramiento de la enfermedad fuese irreversible, Elvira y José Ramón hicieron un viaje por Zaragoza, como si el escritor hubiese querido despedirse del paisaje y de su propio pasado. Garrapinillos, donde había nacido un trece de marzo de 1905. El recuerdo de su padre, maestro allí, al que perdió a los ocho años de edad; así lo evoca en el relato “Anda que te anda”: “Guardo de él pocos y débiles recuerdos. Sólo sus ojos vuelven a aparecer en ocasiones: son, como los vi una tarde, ya cerca de su muerte; grandes, dulces, oscuros, con una luz desesperada dentro.” Zaragoza, los talleres donde trabajó, la casa en la que vivió con Mercedes, “aquélla era la habitación de Marisol.” Los días previos al golpe en Zaragoza, los señoritos, vestidos de camisa azul, campando por sus respetos y amedrentando desde la dialéctica asesina de sus pistolas. Su nombre en una lista negra de dirigentes sindicales, por serlo de la federación ugetista de banca. Los escenarios de la memoria: la Plaza de Sas, la calle de Estébanes, el Arco de Cinejas, el Royalty, Conde Aranda, el Camino de los Cubos, los paseos de Pamplona, de Sagasta y de la Independencia. Los libros ya escritos en México que forman el ciclo novelesco-biográfico Por el desván de los recuerdos, Can Girona y ¡Viva Cristo Ray! El primero, donde relató su paso por la fundición barcelonesa del Poble Nou, Can Girona, en los años finales de la dictadura primorriverista, tuvo tiempo de verlo editado, por Al-Borak, en enero de 1973. El segundo lo editó Heraldo de Aragón, póstumamente, en 1980. Luego el olvido, la soledad del paisaje, la belleza lunar de una tierra requemada y polvorienta, los adentros abrasados de sombra perenne, la mirada tendida a lo lejos, hasta la sierra de Alcubierre, la luz amortecida de la tarde, el desvarío de la mente extraviada en los oscuros laberintos del presagio del sueño eterno.



Nota. Este artículo, bajo el título de "una pasión definitiva", se publicó en el suplemento "Artes y Letras" de Heraldo de Aragón pocas semanas antes de que se inaugurara el año del centenario del escritor. Poco se hizo para recordarlo, salvo la publicación de El cura de Almuniaced (Cuentos) en la Biblioteca del Exilio de la Editorial Renacimiento, edición que corrió a cargo de Luis Antonio Esteve Juárez y la edición que Javier Barreiro hizo de Poesías en Rolde de Estudios Aragoneses, con un clarificador prólogo que corrió a cargo del propio Barreiro, de Alejandro R. Díez Torre y de Eloy Fernández Clemente. ¿Para cuándo la edición de la obra completa de Arana? En fin, recupero hoy aquí este texto para seguir manteniendo viva su memoria. La foto de Elvira y José Ramón está tomada del libro de Rolde, así como la del dibujo que un compañero le hizo en el campo de concentración de Gurs y que tuve ocasión de ver en el salón de la casa barcelonesa de Elvira; la foto de Arana solo proviene, en una toma personal, del libro de Otaola, La librería de Arana, de Ediciones El imán y la de Elvira en una celebración republicana me la facilitó ella misma.

2 comentarios:

Alberto dijo...

El verdadero nombre Jose Ruiz Borau

Veturián Arana dijo...

No hay un nombre más "verdadero" que otro. Nació José Ruíz Borau y vivió la mayor parte de su vida, publicó su obra y murió como José Ramón Arana.
Veturián Arana