martes, 3 de noviembre de 2009

Francisco Ayala




Alguien, hace muchos años, me dijo, cuando le pregunté por Muertes de perro, libro que me disponía entonces a leer y de cuyo autor nada sabía: “léelo, es fantástico, y el autor todo un clásico.” Debía tener yo entonces diecisiete o dieciocho años. Lo leí, claro, me fié de la recomendación. Ese fue el comienzo. Me gustó tanto que traté de leer después todo lo que encontré de Ayala. Pero no fue hasta pasado un tiempo, cuando llegué a La cabeza del cordero y a Los usurpadores, que me di cuenta de que Ayala era uno de los escritores fundamentales del siglo XX español, alguien cuya obra estaba destinada a quedar, a durar, y que era eso que se suele llamar un clásico vivo.

Conocí a Francisco Ayala en Segorbe, por mor de un curso sobre Max Aub en el que él participó en una de las sesiones. Me acerqué a saludarle y le llevé el primer volumen de sus memorias, Recuerdos y olvidos, para que me lo firmase. Se interesó cuando le dije que había escrito y publicado un artículo sobre su libro Los usurpadores, que hoy anda citado por ahí en las bibliografías, y me pidió que se lo remitiese a su domicilio de Madrid. Fue cordial, desde su seriedad, conmigo. Poco tiempo después solicité de él una presentación para la edición de los cuentos de Aub que publiqué bajo el título de Enero sin nombre. Los relatos completos del Laberinto mágico. Lo tuve. Me pidió que eligiera alguno de entre los textos que él había escrito sobre su amigo Max y que lo adaptara a la edición. Así lo hice, me dio su conformidad y acompañará siempre esa edición de los cuentos aubianos, en la que intenté reunir a los dos amigos, en la medida en que siga en el mercado y reeditándose. Recientemente, en 2006, volví a ponerme en contacto con él para solicitar su autorización para incluir dos relatos suyos en la antología Sólo una larga espera. Cuentos del exilio republicano español. No las tenía todas conmigo, porque le había oído decir varias veces que no se podía hablar de una cultura republicana del exilio, sino de la obra, personal y particular, de quienes se exiliaron. Aún así, me puse en contacto nuevamente con él y todo fueron facilidades, tanto de él como de Carolyn Richmond.

Hoy me ha sorprendido la noticia de su muerte, aunque lógicamente, dada su avanzada edad, no pueda hablarse en sentido estricto de sorpresa. No puede quejarse Ayala, la vida ha sido muy generosa con él, no sólo por la longevidad, sino por las condiciones en que esta se ha producido, manteniendo, pese a su edad, una gran lucidez y permitiéndole estar en activo casi hasta el final. Todo un ejemplo.

Fue Ayala, al reincorporarse a la vida del país, una voz serena, de concordia, sosegada pero mordaz cuando era necesario, tolerante y enormemente lúcida. Sus artículos en El País eran de lectura obligada, sus libros, que se reeditaban una y otra vez, revisitados y vueltos a disfrutar. Era un símbolo, sin querer serlo en absoluto, de muchas cosas, entre otras de la España liberal e ilustrada de los años treinta, la que quedó truncada por el golpe militar, la de Ortega, la de los poetas y prosistas del 27; después, a su pesar, porque supongo que a nadie le gusta exiliarse, de la España desterrada; pero, por encima de todo, Ayala fue un gran escritor, un intelectual sereno y responsable y un hombre de bien.

Cuando terminé de leer Muertes de perro, tantos años atrás, me di cuenta de que la persona que me lo había recomendado tenía razón: era un libro impresionante y su autor, todo un clásico.
Nota. La foto está tomada de "elpaís.com"

4 comentarios:

Javier Sánchez Menéndez dijo...

Descanse en paz.

Javier Quiñones Pozuelo dijo...

Javier, con Ayala uno tiene la impresión de que era alguien que estaba completamente convencido de que iba a quedar a través de sus obras y además nos dio una lección de sabiduría enorme al aceptar los términos del vivir con la naturalidad con que lo hacía. Tienes razón, Javier, descanse en paz.

Magda Díaz Morales dijo...

Qué importante es ser un gran intelectual y, además, una persona tan maravillosa e inteligente.

Su legado es enorme, inacabable.

Tomás Rodríguez Reyes dijo...

Te envío saludosa en esta entrada, por muchos motivos. Salud, siempre.