viernes, 30 de enero de 2009

Arte ciudadano anónimo


Pequeñas obsesiones-Kleine Obsessionen

Hubiera sido posible, de haberme desplazado en algunos de mis paseos solitarios hasta el Poble Nou, encontrarme en una pared un grabado tan soberbio como el que muestra la ilustración de esta entrada. ¿Cómo catalogarlo? ¿Arte sobre grafiti? No es fácil, ¿pintura sobre fondo de grafiti?, ¿colage sobre fondo de arte abstracto? No sé, pero en el fondo no me preocupa. Lo obvio es que alguien ha hecho arte sobre el arte y el resultado es espléndido, aunque tal vez al que pintó primero no le hiciera mucha gracia que otra "cosa", tan distinta en intención, se sobrepusiera sobre lo suyo. Con todo, el resultado final es la fusión casi perfecta de dos estéticas diferentes que se complementan a las mil maravillas: el escorzo increíble de Cruyff con un fondo estático y difuso de colores y figuras imprecisas.

No lo vi en mis paseos, pero lo encuentro en la red y no sólo ésta, sino muchas otras muestras de lo que he dado en llamar "Arte ciudadano anónimo", aunque no lo sea del todo. Lo que quiero decir es que bajo el título de "Pequeñas obsesiones-Kleine obsessionen" se puede encontrar un blog, aunque los autores no lo llamen así, en el que comprobar qué tipo de arte, pictórico y fotográfico, hacen algunos jóvenes y cómo aprovechan las posibilidades que la red les brinda para su difusión. El ciudadano atento, si se fija y mira lo que tiene a su alrededor, también lo puede advertir; por ejemplo en un detalle como el que ofrece la siguiente fotografía, de los mismos autores "H-D":



"No rules. Just Play" reza la pegatina, de nuestros anónimos autores, enganchada deliberadamente a la señal de tráfico para facilitar la fotografía espléndida que convierte en arte una pequeña transgresión ciudadana. En efecto, todo esto parece un juego en el que no hay reglas, rompedor de la norma sin molestar a nadie, sin causar destrozos, fomentando la creatividad, poniendo en juego la imaginación, aunque se utilice la mitomanía (ay! Johann cuántas tardes de gloria y de placer absoluto viéndote jugar, lo mismo daba con qué camiseta, Ajax, Barça u Holanda!) y el inglés; lo importante es el resultado y a mi juicio, claro, resulta magnífico, aunque en cuestión de gustos...

Por eso me hago eco aquí, en estas páginas volanderas, que quieren serlo exclusivamente de literatura, de estas manifestaciones artísticas que los jóvenes, sobre todo los que tienen talento, como es el caso de "H-D", prodigan a menudo por nuestras ciudades y que requieren del espectador cómplice una mirada atenta a lo que le rodea.

Nota. Para quien quiera ver más fotografias, dibujos y pinturas de "H-D", puede entrar en la dirección que incluyo a continuación: http://www.hdbcn.wordpress.com/
; tengo para mí que no defraudará a quien lo haga.

martes, 27 de enero de 2009

Una dulce historia de mariposas y libélulas, de Jordi Sierra i Fabra


En la estela de Kafka y la muñeca viajera, libro por el cual obtuvo el autor el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil el año 2007, se editó en 2008 esta fábula acerca del obstinado amor de un padre que no quiere abandonar a su hijo en la soledad eterna sin procurarle la adecuada compañía. Para ello emprende un viaje, si no inciático, porque Qin, así se llama el padre de Zhai, el hijo recién fallecido, está ya en puertas de la vejez, sí transformador de la realidad, en tanto en cuanto ese viaje se convertirá en el centro de su existencia y a concluirlo con éxito dedicará toda su energía y los esfuerzos de que es capaz a pesar de sus muchos años; nada le importarán las humillaciones y las privaciones sin cuento que tendrá que afrontar a lo largo de los días que dure el trayecto: ese viaje será el motor y el centro único de su existencia; ese viaje servirá para ofrecer a su hijo un consuelo para la vida del más allá y para traer sosiego a su atormentada conciencia, que no descansa desde que Zhai, muerto en plena infancia, se ve privado de la necesaria compañía para vagar por el mundo de las sombras. De acuerdo a una tradición ancestral china, Qin debe suministrar a su hijo una esposa para que le acompañe en su segunda existencia en el reino de las sombras: es lo que se llama, según la doctrina de Confucio, el minghun, esto es, el matrimonio en el más allá. Esa será la razón, la única razón que presidirá el existir de Qin hasta lograrlo y a ello, a conseguirlo, dedicará esfuerzos titánicos y sobrehumanos, iniciando una peripecia de la que da cuenta este hermoso relato de Sierra i Fabra.


Nacido a raíz de la lectura de un artículo publicado en The New York Times y en El País, Sierra i Fabra nos deja una poetización de la realidad en la que a partir del dolor de la infancia desamparada, se ahonda en el auténtico sentimiento del amor paterno, en la compasión y en la bondad, también en la perseverancia para alcanzar los objetivos, por difíciles que puedan resultar, que a veces se proponen las personas. Es esta una historia de amor y de soledad y de tesón y lucha, la de un padre que no quiere darse por vencido, que no quiere abandonar a su hijo al silencio eterno y hará cuanto esté en su mano para darle la compañía que se merece y de la que la vida tan cruelmente le ha privado.

Con una prosa poética y un lenguaje muy estilizado, con una tendencia a lo fragmentario en la construcción del párrafo y en la brevedad de los capítulos que ya empleó el autor en la espléndida novela sobre Kafka y la niña que perdió a su muñeca jugando en un parque de Berlín, Sierra i Fabra consigue emocionar con esta historia triste y esperanzada a un tiempo, historia que bien pueden compartir padres e hijos, leyéndola cada uno desde su perspectiva. El libro, muy bien editado, cuenta con unas hermosas, sugerentes y adecuadas ilustraciones de Pep Montserrat.

jueves, 22 de enero de 2009

Voces críticas en tiempo de conflicto


CHAVES NOGALES, Manuel, A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, Col. Relecturas, Ed. Espasa, Madrid, 2001, 253 pp.

La fortuna de los libros suele ser casi siempre azarosa e incierta. Hay libros a los cuales las circunstancias en que vieron por primera vez la luz no les fueron favorables y el paso del tiempo los ha condenado injustamente a un inmerecido olvido. Las voces críticas en tiempo de conflicto resultan difíciles de asimilar. La posición ética y política de quien sabe buscar su camino apartándose de unos y de otros, guiado sólo por la luz de su propia conciencia, incomoda cuando se expresa públicamente, sobre todo a través de la literatura. Tal es el caso del escritor y periodista sevillano Manuel Chaves Nogales (Sevilla,1897-Londres,1943), cuyo libro A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España permaneció inédito entre nosotros desde 1937, año en que vio la luz por vez primera en Chile, hasta 1993, en que la Diputación de Sevilla y la Fundación Luis Cernuda lo publicaron gracias al trabajo de la profesora María Isabel Cintas Guillén. Ahora la editorial Espasa lo recupera como volumen suelto para su interesante colección Relecturas.

En un momento en el cual "la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España", alguien para quien "todo revolucionario es tan pernicioso como cualquier reaccionario" se queda sin espacio político y contrae con su actitud crítica insobornable "méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros." De modo que "cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba, escribe Chaves Nogales en el prólogo a su libro, me fui". No resulta extraño, por tanto, que A sangre y fuego, tan alejado del fervor revolucionario del Madrid de los primeros meses de la guerra civil, tuviera que ser publicado en tierra de nadie, en la lejanía del exilio. Es obvio, tras de su lectura, que el contenido debió de irritar a unos y a otros, fascistas y revolucionarios. El tono acre de denuncia del clima de violencia feroz que se instaló en la convulsa sociedad española tras el golpe militar del 18 de julio, no le hizo las cosas fáciles al libro. Así que el silencio y el olvido se cernieron sobre él desde el mismo momento de su publicación. Por otra parte, esta actitud crítica ante los extremismos de uno y otro signo que con sus impaciencias históricas pusieron cerco a la República desde casi el mismo momento de su implantación, fue denunciada reiteradamente por Chaves Nogales en sus escritos periodísticos; basta leer para ello el artículo publicado en Ahora el 20 de enero de 1933 titulado significativamente "Los enemigos de la República". Ahora, gracias también al trabajo de la profesora Cintas Guillén, se recupera la Obra periodística de Chaves Nogales en dos volúmenes publicados por la Diputación de Sevilla así como La agonía de Francia en volumen suelto.



El libro consta de nueve extensas narraciones, a medio camino entre el relato y la novela corta. Se trata de textos con un indudable sustrato real -"cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera"-, que entreveran sabiamente elementos de ficción y sucesos muy cercanos a la realidad. Dominados por una enrarecida atmósfera de violencia, los personajes son muchas veces meros juguetes de las circunstancias y por ella se ven zarandeados cruelmente. Se transparenta en el libro el olímpico desprecio por la vida humana que sintieron muchos en aquel momento, ejerciendo la violencia indiscriminada o bombardeando impunemente a la población civil de las ciudades. Así, en el relato que abre el libro, titulado "¡Masacre, masacre!", asistimos a los bombardeos sobre Madrid por parte de la aviación nacionalista, pero también a la violencia ejercida por la patrulla de Enrique Arabel sobre los militares profesionales ya jubilados que siguen en Madrid como ciudadanos anónimos sin participar en la rebelión militar y que son acusados de formar parte de la llamada "quinta columna". El asalto a la cárcel y el asesinato del padre de Valero y de otros ciento veinticinco oficiales, le da un tono violentamente amargo al final del relato. Una de estas patrullas anarquistas, que tanto terror sembró con sus acciones violentas, es también protagonista del relato "La Columna de Hierro". Ambientado en Valencia, presenta la nota positiva de que sean los propios republicanos los encargados de combatir y neutralizar la violencia de ese grupo, mostrando así el autor que no todos en el bando republicano aprobaban los excesos y los crímenes.


Hay relatos, como "La gesta de los caballistas", que transcurren en el medio rural y que sirven a Chaves Nogales para denunciar una mentalidad que conocía bien: la del terrateniente andaluz. El marqués, protagonista de la historia, no duda en ponerse al lado de Queipo de Llano y arremete contra los campesinos mostrando su desprecio por el pueblo español que luchaba por sus libertades: "El pueblo siempre es cobarde y cruel. Pero se le pega fuerte y se humilla." En otros relatos, como "Los guerreros marroquíes" y "¡Viva la muerte!", los protagonistas pertenecen al bando rebelde y tampoco la opinión que sobre ellos nos da el autor es positiva. La violencia es ejercida por la Falange. La crueldad del fusilamiento de Adela y Rosario pone de manifiesto idéntico desprecio hacia la vida humana: "Rosario no protestó, no chilló, no hubo que sostenerla ni levantó el puño, pero ¡cómo lloraba! Lloraba como una chiquilla."

Pero en medio de este clima de desprecio hacia la vida, surgen personajes capaces de mostrar lo más noble del ser humano. Entre ellos destaca Bigornia, protagonista del relato que lleva su nombre. Personaje de estirpe galdosiana, es un ejemplo limpio del compromiso llevado hasta sus últimas consecuencias. Compartiendo con Bigornia el derecho a vivir libremente y en paz, el protagonista de Consejo obrero, Daniel, se enfrenta a las entelequias y maquinaciones de los comités revolucionarios. Al final muere en el frente y las amargas palabras del narrador cierran, en un tono sombrío, el relato y el libro: "Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese."

Al lector que conozca el estilo de Chaves Nogales a través de la lectura de libros como Juan Belmonte, matador de toros (1935, Alianza Ed. 1970) o El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934, Castillejo, 1992), no le defraudará A sangre y fuego. Podrá comprobar, eso sí, que la prosa, tal vez por la materia de los relatos, está cargada de mayor gravedad, transida de una dureza austera sin perder por ello la agilidad y la belleza que la caracterizan. Los relatos, en fin, están estructurados en secuencias más o menos breves que aparecen separadas por asteriscos o espacios en blanco; estamos, pues, ante una estructura fragmentaria que emparenta estos relatos con otros renovadores del panorama narrativo de los años treinta.

A sangre y fuego
es un libro necesario, cuya recuperación, en edición cuidada y asequible, ha sido un indudable acierto que nos muestra páginas muy dolorosas de nuestra historia reciente.



Nota. Este texto se publicó en la revista de literatura Quimera. Abro esta sección de crítica para recoger en ella comentarios a libros que he ido publicando de modo disperso desde hace algunos años; pretendo que queden recogidos, de forma unitaria, en este espacio. La fotografía de Chaves Nogales aparece en el libro El maestro Juan Martínez, que estuvo allí, de la editorial Castillejo, de Sevilla, que lo editó en 1992.

miércoles, 21 de enero de 2009

Oír la luz, de Eloy Sánchez Rosillo


Desde hace unos años mantengo la costumbre de empezar el año leyendo un libro de poesía, a ser posible de poetas contemporáneos. Este 2009 lo inicié compartiendo la lectura de Oír la luz, del poeta murciano Eloy Sánchez Rosillo, con Vida y destino, la gran novela de Vasili Grossman: poesía y narrativa, lírica y épica, aunque hay mucho de lírica en las hermosas páginas del libro de Grossman, a pesar de narrar historias tan duras, situaciones tan estremecedoras. También hay una épica secreta de lo cotidiano en algunos de los poemas de Sánchez Rosillo. La buena literatura no se deja encasillar fácilmente en el compartimento estrecho de los géneros.

Conocí la poesía de Sánchez Rosillo gracias a que un buen amigo incluyó un poema suyo en uno de los libritos con los que acostumbra a felicitar la navidad y el año nuevo. Me gustó tanto aquel texto que busqué inmediatamente algún libro del poeta para leer más poemas suyos. Encontré entonces, en una librería de Barcelona, un ejemplar de Las cosas como fueron, de la colección dirigida por Andrés Trapiello “La Veleta”, de la editorial Comares, de Granada. Contenía el libro todos los que hasta ese momento había publicado Sánchez Rosillo, a saber: Maneras de estar solo (1978), Páginas de un diario (1981), Elegías (1984) y Autorretratos (1989). Devoré aquel libro, lo leí casi sin tregua. Desde entonces he sido lector de Sánchez Rosillo y he compartido, con amigos y en las clases, siempre que he podido sus poemas. A ese libro siguieron otros dos, La vida (1996) y La certeza (2005). Quizá convenga aclarar ahora el hecho de que cuando un autor me gusta, si me es posible, le sigo. Con Sánchez Rosillo sí lo ha sido.





Oír la luz es una nueva indagación en las secretas galerías del alma, en la manera de ver las cosas y el mundo, desde las más cotidianas a las más escondidas y secretas. Hay en él poemas breves y estremecedores, como “Madre” y otros extensos y extraordinariamente literarios, como “Porque nada termina (Ramón Gaya)” o “En la casa de Keats”; pero el Sánchez Rosillo que más me gusta es el elegíaco, el de poemas como “A cierta edad” de Autorretratos o “Me pregunto” de este libro que comento. Con todo, me gustaría detenerme un instante en “La escondida fuente”. Se trata de un lúcido poema que a pesar de su descarnado pesimismo, mejor sería decir realismo, esconde una especie de carpe diem, una invitación a superar el dolor que vence y derrumba, a indagar en el secreto de la existencia con corazón dispuesto, dice el poeta; porque más allá de la tiniebla y el espanto, del rostro de la muerte, de la tierra estéril de las devastaciones, se esconde una fuente que es agua y luz, pura, intensa, a saber encontrarla convendría dedicar una buena parte de nuestra existencia.

Estupendo libro éste de Sánchez Rosillo, más depurado y antirretórico que los anteriores, compuesto en un estilo que de sencillo sólo tiene la apariencia. En el pecho de un hombre cabe el mundo, dice el poeta en el poema “Dentro de mí”, lo inmenso en lo pequeño puede encontrar morada y aún sobra mucho espacio. Vida, pura vida es lo que contienen los poemas de este libro.

Nota. Somos también lo que leemos, así que, un poco al azar, recogeré aquí las lecturas que uno va haciendo al correr del tiempo. Antes que escritor, fui lector y estoy seguro que nunca podré dejar de serlo.

lunes, 19 de enero de 2009

Justicia


¿Quién es el responsable de esto? ¿A qué conciencia hay que cargar semejante atrocidad? ¿Cómo podrán dormir tranquilos quienes hayan dado las órdenes de éste y otros bombardeos que así, de esta manera tan horrible, bárbara y cruenta machacan la vida de los más indefensos, de los más inermes, de los niños?

Hoy pensaba escribir una entrada para hablar sobre una lectura, sobre un libro de poesía, Oír la luz, del poeta murciano Eloy Sánchez Rosillo, pero me he tropezado de sopetón con esta terrible imagen en el diario El País y la reproduzco aquí como señal de protesta y de duelo. Mañana hablaré de los hermosos poemas de Sánchez Rosillo.

Como decía muy bien Max Aub, un intelectual es aquel para quien los problemas políticos son ante todo problemas morales. Es una necesidad ética y moral para mí alzar la voz, mostrar la indignación y el desprecio que me producen estas masacres indiscriminadas. "Daños colaterales" las llaman.

Descanse en paz la criatura reventada por las bombas que aparece en esta estremecedora foto. Me uno al dolor de sus familiares, si es que quedó alguno tras el bombardeo.

Nota. La foto que reproduzco, en una toma casera realizada directamente de las páginas del diario El País, es de la Agencia AP y aparece en la página 2, sección de "Internacional", de la edición de hoy lunes 19 de enero de 2009, fecha en la que se cumple un mes en que me decidí a iniciar la singladura de esta nave, de estas páginas volanderas, y lleva el siguiente pie de foto: "Los equipos de rescate sacan ayer el cadáver de una niña de entre los escombros de su casa en Gaza, destruida durante los bombardeos israelíes del pasado día 5".

miércoles, 14 de enero de 2009

Veinticinco aforismos al cumplir cincuenta


Para Joaquim y Elena, que acaban de cumplir
cincuenta, en la amistad de tantos años.


[1] Empiezo a sospechar, al llegar a los cincuenta, que no hay luz al final del túnel, sólo desolación, silencio inerte.

[2] Cincuenta años: decencia en todos los órdenes de la vida.



[3] Cumplir los cincuenta es caer en la cuenta de que es más lo vivido que lo que nos queda razonablemente por vivir.


[4] Cuesta reconocer a los cincuenta años que no hay asidero posible, ni esperanza alguna, que estamos solos frente al vacío.


[5] A los cincuenta conviene dejar atrás para siempre los emblemas y los símbolos, los mitos y los falsos referentes.


[6] No es que me niegue la esperanza del consuelo, es que, pasados los cincuenta, apenas encuentro razones sólidas para esa esperanza.


[7] Si se llega a los cincuenta creyendo que la lengua es signo de identidad, mal asunto.



[8] La existencia, no hace falta tener cincuenta para saberlo, siempre lo es en precario. La idea de Dios no arregla el problema.

[9] Soñar, año tras año, también con cincuenta, con esa obra que me sobreviva, que permita que se hable de mí cuando ya no esté aquí.

[10] Cumplir los cincuenta es pensar: ¡ay, si aquello lo hubiese hecho de otro modo!

[11] A ciertas edades, y más con cincuenta, no se cambia; las experiencias rara vez nos hacen mejores.


[12] ¡Cómo nos damos cuenta a los cincuenta de que olvidar es a veces una necesidad!


[13] Al alcanzar los cincuenta vale más no preguntarse cómo es uno, es mejor echar un vistazo a lo que se ha hecho, porque sólo lo hecho cuenta.


[14] El cuerpo da, a los cincuenta, señales elocuentes de que empieza el deterioro, que es irreversible y no lo arreglan mejunjes, ni parches, ni azofaifas y conduce a un único e inexorable fin: la muerte.



[15] La luz inusual de la tarde, la quietud inerme de los campos, el silencio acompasado de tu caminar junto al mío, igual con veinte que con cincuenta: ¡qué hermosa la vida!


[16] Afirmo desde la serenidad de los cincuenta: sin un proyecto común de vida, meditado y compartido, no es posible una relación amorosa duradera y fecunda.


[17] La literatura es una forma de vivir, un modo de ser y de estar en el mundo, a los cincuenta más que nunca.


[18] Con San Juan en los cincuenta: la música callada, la soledad sonora.


[19] La división platónica en mundo de las ideas y mundo de los sentidos, como tantas otras cosas a los cincuenta, ni aporta consuelo ni sirve para nada.

[20] Lo escribo con cincuenta y espero cumplirlo: cuando me llegue la hora, en silencio y sin aspavientos, con dignidad.



[21] Los ilustrados lo decían: es un derecho la aspiración a alcanzar la felicidad en la vida terrenal; ¿acaso hay otra vida que la terrenal, me pregunto al llegar a los cincuenta?

[22] Lo peor, en los cincuenta, es darse cuenta cuando quizá es ya demasiado tarde.

[23] ¿Y si morirse, me pregunto desde los cincuenta, no fuera más que anegarse en el oscuro mar de la calma y el olvido?


[24] Certeza desoladora en mis cincuenta años: ¿qué quedará de lo que escribo?, nada, absolutamente nada.


[25] ¡Cómo reconforta sentir, mi amor, que a los cincuenta te sigo queriendo con el mismo deseo y la misma pasión de siempre!




Nota: todas las fotos que ilustran estos aforismos las tomé en la estación de Portbou. La selección de textos pertenece a una serie más extensa escrita al cumplir los cincuenta años.

viernes, 9 de enero de 2009

Impresiones y tardes


1

La soledad de los parques
y la luz indefinida
y nimbada de la tarde
dejan un poso en mi alma
de nostalgia y lejanía,
como si fuera la vida
la memoria de los sueños
y no este incierto presente
coronado de cipreses
y apuntalando ruinas.


2

Algunas veces la tarde
desmorona sus perfiles
y cuando nada esperamos
se precipitan las sombras
sobre el corazón cansado,
pierden su sitio las cosas
y hay un sabor de ceniza
estancado en la memoria,
entre las horas perdidas
y la bruma de los años.


3

Bill Evans desgrana notas
llenas de melancolía,
tristeza sobre el piano,
en la tarde gris de lluvia.
Su música me estremece,
me lleva por el camino
de los sueños quebrantados
y de las viejas nostalgias.
Cuando cesa la tormenta,
el vuelo de los vencejos
por detrás de los tejados.



4

Hay tardes inesperadas,
fuera de los calendarios,
imprecisas como niebla,
invisibles como sueños,
de luz esquiva y doliente,
de fotografías viejas,
de poemas repetidos.
Hay tardes en las que olvido
que de tu amor solo guardo
un referente de sombra.




Nota. Las fotografías que ilustran esta serie de poemas a la tarde pertenecen todas ellas a una serie sobre los almendros de los campos aragoneses en las cercanías del Moncayo y fueron tomadas una tarde de primavera.

jueves, 8 de enero de 2009

Sánchez Barbudo recuerda a Gil-Albert: La generación del desgarro y el destierro



Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
cuando asqueados de la bajeza humana,
cuando iracundos de la dureza humana…
         Luis Cernuda, La desolación de la quimera.



Bajo un cielo que se intuye gris y contra un fondo de árboles en cuyas desnudas ramas se adivina ya la incipiente primavera, a todos parece haber cogido desprevenidos el instante irrepetible de la fotografía. Sólo Antonio Sánchez Barbudo parece prestar atención al fotógrafo y dirige su mirada hacia el objetivo de la cámara. Delante de él, en primer plano, su mujer, Ángela Selke, sostiene en brazos a su pequeña hija. Rafael Dieste, de pie, Arturo Serrano Plaja, sentado sobre un pequeño muro, y Juan Gil-Albert, también de pie y ligeramente recostado sobre su brazo izquierdo, que se apoya en el muro, parecen estar más pendientes de algo que sucede en ese momento más allá del campo de encuadre que de la fotografía en sí.

Están todos en Poitiers, en la casa de campo de Jean-Richard Bloch, el autor del ensayo Espagne, Espagne (1936). Acaba de salir del campo de concentración de Saint Cyprien: “Al principio estábamos todos en Poitiers como espera, pues se hablaba, escribe Sánchez Barbudo, de la posibilidad de volver a España, a la zona del centro. Pero pronto, con la caída de Madrid, por desgracia se acabaron las dudas. Fuimos a París unos días, con precarios permisos obtenidos por Bloch, y comenzamos a gestionar nuestra salida de Francia.”



Falta en ese todos, en la fotografía, Ramón Gaya, el creador de “las maravillosas viñetas” –calificativo de María Zambrano- que ilustran los números de Hora de España. Se había quedado en Persignan a la espera de noticias sobre su joven mujer, trágicamente muerta en un ametrallamiento aéreo en Figueras. Sus compañeros de grupo lo supieron estando en el campo de Saint Cyprien, mediante una carta que recibió Rafael Dieste, y decidieron no decirle nada porque la noticia no le hubiera hecho fácil sobrevivir a las duras condiciones de vida: “el infortunio rodea, a quien lo sufre –reflexiona Gil-Albert-, de una aureola santa; intuimos que el dolor profundiza y aunque nadie estamos exentos de recibir un día la visita de nuestras tribulaciones, verlas encarnadas en otro, nos despierta por él, una especie de compenetración de sentimiento, que cuenta, como el atribulado más estremecedor de nuestra casta, la com-pasión.”




Ante la imposibilidad de regresar a España, el grupo se disgrega; Rafael Dieste emigra a Argentina; Serrano Plaja, tras casarse con una hija de Bloch, lo hace a Chile; “yo salí –es Sánchez Barbudo quien escribe- con mi familia y con Gil-Albert de Poitiers a mediados de mayo, para ir a embarcarnos en el Sinaia, que partiría desde un lugar no lejos de donde estaban aún los campos. Y hacia el mismo barco se dirigían también, desde el Sur, Gaya y Varela”.

Ese barco llegó a Veracruz el 13 de junio de 1939, y comenzaba así un largo exilio para Sánchez Barbudo; aunque Gil-Albert regresó al final de la década de los cuarenta, fue el suyo un silencioso exilio interior.

“Un joven escritor tan atildado y refinado”.




Quienes así emprendían juntos el camino del exilio, aunque fuesen luego divergentes sus destinos y diferentes sus avatares, se encontraron por primera vez en la Valencia republicana alrededor del año 1934 o 1935 –ninguno de los dos da la fecha precisa-. Aunque Sánchez Barbudo no parece recordar el motivo de su viaje a la capital levantina, Gil-Albert explica que se debió a su pertenencia a las Misiones Pedagógicas. Con todo, lo interesante es la imagen que del encuentro nos han dejado ambos escritores: “Cuanto veía en aquella gran habitación y Gil-Albert mismo –escribe Sánchez Barbudo-, un joven escritor tan atildado y refinado, tan distinto a los otros jóvenes escritores que yo conocía, me pareció extraordinario y un poco cómico.” Sobre este dandismo personal y aristocratismo literario, que tanto llamó la atención del entonces joven novelista, ironiza Gil-Albert en sus textos, y también sobre la imagen –entre espejos y divanes, pálido, envuelto en un batín con cuello de piel- que de él proyecta Sánchez Barbudo. Por su parte, nos da este retrato del que después sería afamado crítico: “El primero en llegarme fue un muchacho delgado, de cobriza melena y acusada nariz, que hablaba mucho, con una gustosa avidez del mundo, medio lírica, medio novelesca, moviendo a la par sus manos, más bien pequeñas, como si la expresión de su palabra no bastara, por sí sola, a la expresividad de lo que decía.”



Gil-Albert –con esa “capacidad de observación para todo” señalada por Sánchez Barbudo- pone de manifiesto, refiriéndose en su conjunto a los miembros de las Misiones Pedagógicas, la huella patente del 98 –evidente en el caso de Sánchez Barbudo en su obra crítica y más soterrada, pero también presente, en su narrativa- en este párrafo premonitorio y lleno de nostalgia: “Conocían el país, podría decirse, palmo a palmo, y con su firme cepa hispánica, bien regada por el agua enamoradiza de los hombres del 98, y registrada por las centrales vibrátiles de un sistema nervioso de epígonos, parecía como que se les daba la ocasión de mirar su tierra lo más minuciosamente posible para poderla, después, llorar mejor. Ya que eran la generación del desgarro y del destierro. Sin saberlo; ni remotamente lo sabían.”

“De paso sobre un mundo removido”.




Una de las condiciones señaladas por los críticos que han estudiado las características de las generaciones literarias es el trato humano, las relaciones personales entre los hombres de la generación. En el caso de Sánchez Barbudo, Dieste, Gaya, Gil-Albert, entre otros, resulta evidente. No hay más que mencionar Hora de España, de la que Sánchez Barbudo fue secretario y a quien siguió Gil-Albert cuando aquél fue llamado para ir al frente. También hay que señalar, como otro de los hitos culturales importantes, el Congreso de Escritores Antifascistas en Valencia en el año 1937, del que fueron secretarios Emilio Prados, Serrano Plaja y Gil-Albert. Sobre Hora de España, sin duda una de las empresas culturales más importantes del siglo XX, escribe Gil-Albert: “De cualquier modo que fuera, realizamos una labor, que penetrada del espíritu de aquellos días combatientes, trazaba un puente provisional, estoy hablando desde el punto de vista del espíritu, entre el pasado, que se quedaba irremediablemente atrás, y el futuro del que, aunque esperanzado, nadie hubiera podido asegurar su forma.”



Como secretarios, Sánchez Barbudo y Gil-Albert, visitaron en varias ocasiones a Antonio Machado para recoger sus colaboraciones, que como es bien sabido, abrieron los números de la revista. Era Machado, en aquellos turbulentos días de la guerra, un referente poético y cultural –en cierto modo también político, por su claro compromiso con la causa popular- de primera magnitud. Tanto Sánchez Barbudo como Gil-Albert visitaron al ilustre poeta en Rocafort, donde su había instalado después de abandonar Madrid en noviembre de 1936. Las visiones que ambos escritores nos han dejado del poeta están llenas de melancolía y proyectan la imagen de un hombre en el otoño de su edad; escribe Gil-Albert: “Machado me pareció, en medio de la incuria de las habitaciones, alguien que está de paso sobre un mundo removido. Más viejo de lo que, seguramente, era. Y descuidado, el cuello sin abotonar, los cordones de los zapatos a medio anudar, el belfo caído; entrecanoso. Sobre sus hombros, a la luz del sol que entraba oblicua por los ventanales, se percibía depositado un polvillo blanco que, en aquellas alturas, en torno a la antigua testa creadora, hacía pensar metafóricamente, en la lava de un volcán.”



La impresión que causó Machado a Sánchez Barbudo no dista mucho de la que causara a Gil-Albert. En la prosa de ambos, al margen de lo logrado de la imagen “estar de paso sobre un mundo removido”, se advierte el respeto por la figura del vate sevillano, y el acentuado tono de melancolía con que visten la expresión del relato de esos encuentros; escribe Sánchez Barbudo: “Advertía su torpe aliño indumentario: los raídos pantalones, las grandes botas, la chaqueta cenicienta en la que faltaban siempre botones. Su ajada vestimenta, no muy pulcra, tenía algo de anticuado y señorial. Y viéndole en reposo, así vestido, imaginaba al paseante melancólico por caminos polvorientos que él había sido, el meditativo y solitario profesor rural.”

“Un paréntesis, una sala de espera…”




No fue, como presumía Gil-Albert, el exilio un paréntesis, ni tampoco una sala de espera. Algunos de los que se fueron no regresaron nunca, otros tuvieron que esperar muchos años para poder hacerlo. Sin embargo, fue el suyo un exilio breve: decidió regresar en 1947, y así, en palabras de Gil de Biedma, “elegir la soledad intelectual y la incomodidad diaria de una situación en falso.” Señala Sánchez Barbudo, en certeros adjetivos, que la España de aquel momento le resultaría “áspera y agria.” En la conciencia del poeta, ya desde su juventud, fue instalándose una idea de clara raigambre barroca, la “inasibilidad” del mundo y de sus cosas. Ya en “Concierto en mi menor”, nos deja Gil-Albert páginas decisivas para entender su concepción del mundo y de la vida, a cuya luz se nos hace transparente y luminosa su poesía; escribe el poeta: “Pero cuando, advenido hombre, me incorporé un día como un personaje más del medio ambiente que me circundaba, el mundo se conturbó, y por detrás de la imagen placentera de la confianza, comenzó a moverse, a transparentarse, como una transgresión decepcionante, y pavorosa, el espectro de lo vertiginoso, de lo inalcanzable y proteico; la verdadera faz del mundo: su inasibilidad.” Obsérvense los calificativos: decepcionante, vertiginoso, inalcanzable, proteico, y ese sustantivo de estirpe romántica, espectro; reunidos todos en un mismo párrafo señalan, con toda claridad, el desconcierto, la desorientación existencial del poeta.



Este cúmulo de sentimientos se trasluce a menudo en su poesía: “Yo vivía como un acosado del destino, / alejado de los demás hombres.” Muy pronto empieza el poeta a sentirse diferente y a aceptar su condición de marginalidad, de “rareza”: “Un alto muro a veces me separa / del mundo entero” (Vol. II, p.362). Escribe Gil-Albert a este respecto: “Lo que creo que ocurre es que uno se siente en el mundo pero en condición marginal; no ajeno a él pero al margen. Se siente viviendo pero sin tomar parte. Entendámonos: parte en lo que parece constituir su trama. Ese entrar y salir constantemente, mentirse, mentir, poner zancadillas, hablar ex cátedra, conseguir, por todos los medios a nuestro alcance, desde los más tontos a los más condenables, la tajada mayor o, si no es quién, recoger las migajas del festín para formar, al menos, parte ridícula, aunque compensada, del inmenso círculo, acomodaticio, de los vividores.” No es, por tanto, extraño que muchos de los poemas de Gil-Albert tengan como marco la naturaleza, una naturaleza meditativa que se manifiesta en una poesía de hondo signo introspectivo: “La vida es ocio. Salgo de mañana / a un jardín suburbano en la otra orilla / de una vía fluvial entre las sombras / de plátanos perennes. Allí encuentro / silencio y paz” (Vol. II, p. 333).

El ostracismo literario


Muchos años tendrían que pasar para que la obra de Gil-Albert, tanto en verso como en prosa, de creación o de ensayo, fuera asequible al lector medio y tuviera una mínima difusión. Durante los largos años de la noche franquista, fue el poeta valenciano un proscrito, literariamente hablando. Sin embargo, no cesó el poeta de construir una obra de la más alta calidad, no exenta de dificultad, como así lo ha reconocido, casi unánimemente, la crítica especializada. En una carta, inédita hasta hace muy pocos meses, que Gil-Albert dirigió a Max Aub en 1961, nos da el poeta valenciano la verdadera dimensión de su aislamiento social y literario en una sociedad que consideraba a los exiliados escritores vencidos y, por tanto, los relegaba al olvido a través de la prohibición o del menosprecio más absoluto: “Verás: he escrito mucho, en prosa y en verso, pero todo duerme, en mis blocs, el sueño no sé si de los justos. Vivo muy aislado, un poco por gusto y un bastante por otras muchas circunstancias, que resultaría prolijo exponerte. Mis escritos, por lo demás, resultan, en esta atmósfera, tan heterodoxos, que yo mismo me doy la impresión de haber aceptado el ostracismo literario. El año pasado quise publicar un libro de ensayos, pero el que lo encabezaba, y que tenía por título. “Plutos o del dinero”, fue mutilado por quien podía hacerlo y preferí obedecer más de lo debido, es decir, suspendí la publicación. Algunos poemas de estos años han salido en revistas: “Adonais” dio un tomito de sonetos, y esto ha sido todo. Te confieso que, de vez en cuando, se me hace efectiva una especie de desazón provocada, sin duda, por esta incomunicación en que vivo con mis posibles lectores… inexistentes. Otras veces me digo: cada cual tiene su destino que no debemos forzar; lo que cuenta es seguir haciendo acto de presencia por invisible que éste sea.”


Sánchez Barbudo termina su artículo sobre Gil-Albert citando un autorretrato del poeta fechado en 1972; dice Sánchez Barbudo que “se pinta ahí Gil-Albert en un parque, sólo y elegante, viendo pasar a los otros, contemplando. Tranquilo en su ociosidad, satisfecho con su pobreza, casi feliz. Y sobre todo con esa suprema paz suya, de los últimos años, al fin conquistada.” A sus lectores nos queda la presencia de un poeta que desnuda su entraña en introspecciones que trascienden lo personal para elevarse hasta lo universal; todos, como él, así, tal vez sólo nos sintamos vivir, sin saber lo que vinimos a hacer a esta tierra, hermoso vergel a la vez que desolado desierto: “También yo apasionado de la tierra / busco cantar, amar, destruyo el fruto / cual si todo no fuera sino fuego / que se consume, / llama tal vez, / y el mismo devorar que me sustenta / no me dejará tiempo a recrearme / sobre esta grave tierra silenciosa / en lo que vine a hacer, / en lo que nunca supe lo que era: / tal vez solo vivir, / tal vez solo pasar de la alta vida / al frondoso misterio” (Vol. III, p. 114).



Nota. Conocí a Antonio Sánchez Barbudo en Barcelona, durante una conferencia sobre su experiencia del exilio que dictó en la sede de Editorial Anthropos. Lo presentó Antonio Vilanova. Me acerqué a conversar con él cuando terminó el acto. Le llevé la edición de Los poemas de Antonio Machado para que me la firmara. Asombrado me preguntó si es que ese libro lo leían en los institutos. Le dije que solo algunos alumnos, pero muchos profesores. Hablamos entonces, brevemente, sobre su faceta de narrador, sobre su estupenda novela Sueños de grandeza, que luego editaría en Anthropos mi buena amiga Gemma Mañá Delgado. Hoy todos ellos nos han dejado. Los traigo aquí, a las páginas volanderas de este blog, como un homenaje personal a los escritores del exilio y a quienes se ocuparon de ellos desde el interior. Las fotos de Gil-Albert proceden de Memorabilia (Tusquets) y de Mi voz comprometida (Laia); la de Antonio Sánchez Barbudo del número de la revista Anthropos en que este artículo fue editado; la del grupo, también de Memorabilia.

lunes, 5 de enero de 2009

José Ramón Arana y Monegrillo


Al dejar la autopista en la salida de Bujaraloz, una carretera en línea recta me lleva a La Almolda, que parece trepar sobre un alcor en cuya cima una enorme antena de telecomunicaciones desdibuja el paisaje. Antes de entrar en el centro urbano, un desvío me señala el camino de Monegrillo, distante veintiún kilómetros. Lo tomo y me distraigo al ver una vereda de cipreses que lleva al cementerio y a los restos de un templo derruido, quizá por efecto de las bombas de la guerra civil.

La carretera hacia Monegrillo es estrecha, con curvas, pero también con extensas rectas. El firme es irregular. La línea divisoria no está pintada y circular por ella te transporta a otra época. El paisaje resulta de una belleza estremecedora para los ojos que lo sepan mirar. La sensación de soledad es profunda mientras se cruza estos páramos, desiertos de vegetación, con los campos abrasados por el sol y esa pátina grisácea y amarillenta que lo cubre todo. Durante el trayecto no me cruzo con ningún coche. Sólo veo llanuras que se extienden hasta perderse en la lejanía. Sensación de infinitud. Tiendo la mirada sobre la melancolía de la tierra en desamparo. Piedras. Sol. Aire que abrasa.



Avisto Monegrillo asentado sobre una elevación del terreno, cuyo telón de fondo es la Sierra de Alcubierre. La carretera asciende y deja ver, recortándose contra un cielo límpido, los cipreses y las tapias del cementerio. Sin entrar en el núcleo urbano, tomo el desvío hacia Osera de Ebro y me dirijo al camposanto. Está cerrado. A través de los barrotes de hierro de la alta puerta de madera contemplo el interior. Una calle central con cipreses a ambos lados conduce a un panteón familiar y divide el espacio en dos mitades casi simétricas. Al fondo una suerte de capilla. Sobre el perímetro del muro viejo se alojan los nichos y una construcción reciente deja ver huecos vacíos toscamente tapados. Las tumbas más antiguas aún conservan las fotografías sobre las que el tiempo ya se ha puesto amarillo. Cruces de hierro. Algunas tumbas en el suelo, otras en lecho de piedra.

Decido desandar lo andado e internarme en el pueblo a la espera de que alguien me facilite la llave para acceder al recinto cerrado. Busco con afán una sombra donde aparcar el coche. Un hombre joven, vestido de trabajo, aparca su vehículo detrás del mío. Le pregunto por la tumba del escritor y le expongo mi deseo de visitarla. Me mira con cara de asombro. Le digo que se trata de un escritor del exilio republicano muerto hace ya muchos años. Me responde que no sabe de ningún escritor enterrado en el pueblo, pero que me acompañará a la casa donde se custodia la llave para acceder al cementerio.





El sol de mediodía de agosto cae como una losa sobre mi despoblada cabeza. La hierba seca y la maleza han ido inundándolo todo. La sequedad es aquí aún más intensa. Me cuesta dar con la tumba. Recorro el perímetro del recinto y me voy fijando en lápidas que tienen escritos nombres y fechas. No encuentro la de Arana. Cuando ya desespero de poder hallarla, una lápida, de color gris claro, situada a ras de suelo, medio cubierta por la hierba seca y tapada por una de las tumbas centrales, lleva la siguiente inscripción: "Petra Borau Alcrudo, 29-6-1879, 29-5-1956 y su hijo José Ruiz Borau, 13-3-1905, 23-7-1973". En uno de los extremos hay unas flores rosadas de plástico. Limpio los hierbajos que ocultan la lápida. Mato con el pie un insecto que sale de debajo de ellas. Quito, con los dedos húmedos, un seco excremento de pájaro en medio del mármol. Saco después una fotografía, sólo una, en la que el nombre del escritor sea bien visible.


Devuelvo la llave y me encamino hacia el Ayuntamiento, después de haber recorrido las calles y las plazas que sirven de escenario a la novela, quizá la mejor novela corta sobre la guerra civil, El cura de Almuniaced, que Arana publicó en México en 1950 y a ¡Viva Cristo Ray!, editada póstumamente por Heraldo de Aragón en 1980. El Ayuntamiento, en la plaza central del pueblo, es un moderno edificio en cuya fachada principal hay un balcón en forma de medialuna y un sobrado encristalado. Un reloj señala los doce y media. Una joven, sentada al ordenador en una sala climatizada, me atiende con toda amabilidad. Me regala un libro titulado Monegrillo y su entorno, de Angel Calvo Cortés. Le cuento que vengo de visitar la tumba de José Ramón Arana y que me gustaría saber si puedo hablar con alguien de la familia. En ese momento entra una señora y la joven me dice que de aquella época ella es la que más sabe y que además, junto con otras personas mayores del pueblo está escribiendo un libro para conservar la memoria del pasado. Entre mí pienso que es una idea digna de ser imitada. La señora, que de joven había conocido a Arana, me cuenta algunas anécdotas de los años de la guerra, haciendo mucha insistencia en que en Monegrillo no hubo nunca fusilamientos. Hubo, eso sí, algunos muertos, dice, en escaramuzas entre los rojos, que venían de Bujaraloz y La Almolda y los otros, que venían de Farlete. Finalmente me acompaña a la casa familiar de los Borau, a muy poca distancia del Ayuntamiento.



En esta misma casa se reugió el escritor con su mujer y sus hijos cuando triunfó el golpe militar en la ciudad de Zaragoza, me dice Mercedes Laguna Borau, quien me recibe amablemente y charla conmigo sobre Arana. Lo mismo le sucede a Ramón, el protagonista de ¡Viva Cristo Ray!, le digo a mi vez. Vino después Barcelona y un libro de relatos El tío Candela, en 1938. La derrota y el exilio. Campo de concentración de Gurs, en Francia. Desde Marsella, en el Ipanema, a México. Hablamos después del libro de Otaola La librería de Arana, un retrato generacional de los escritores del exilio y del propio Arana, que ha editado recientemente José Luis Borau en Ediciones de El Imán; mi primo, recalca Mercedes, y me muestra un retrato dedicado a ella por el cineasta. A Mercedes se le humedecen los ojos cuando menciono el regreso y las circunstancias que rodearon la muerte del escritor. Han pasado muchos años, pero la memoria mantiene viva la imagen de un hombre enfermo y derrotado que volvió a España para morir. Castelldefels fue el lugar elegido para el regreso en 1972. Apenas vivió un año entre nosotros, pues a pesar del tratamiento, novedoso entonces, me dice Mercedes, que siguió en la Clínica Quirón de Zaragoza, la enfermedad, que se le había declarado en México, acabó con su vida en la ciudad de Zaragoza el 23 de julio de 1973. Le pregunto a Mercedes por qué quiso enterrarse en Monegrillo y ella me dice que por su madre. Una de sus preocupaciones cuando estaba en México, así lo hacía saber en sus cartas, era su madre, que enviudó cuando Arana era aún un niño. Sin embargo, cuando Petra Borau falleció en mayo de 1956, el escritor no pudo asistir al entierro, tal vez por la imposibilidad de entrar en España. Por eso quiso enterrarse aquí con ella.



Me despido de Mercedes y vuelvo al coche para seguir mi viaje. Regreso hacia La Almolda y Bujaraloz, camino de Sestago, Caspe y el Mar de Aragón. Mientras el coche circula, bajo el calor abrasador de las primeras horas de la tarde, por la soledad planetaria de las carreteras de Los Monegros, recuerdo unos versos de José Ramón Arana: "Mis ojos son tan viejos / que han visto derrumbarse / el mundo de mi infancia / y brotar este mundo. / Mira y dime si queda / recuerdo, huella, sombra / del hombre que se erguía / difícilmente humano. / Si algo queda es posible / que amanezca de nuevo."



Nota. Este artículo fue publicado en el suplemento "Artes y letras", del Heraldo de Aragón. Las fotos de la tumba de Arana, del cementerio y del paisaje de los Monegros las tomé durante un secreto viaje de homenaje que rendí al escritor. La foto de Arana y su caricatura pertenecen a la edición que del libro de Otaola hizo El Iman,de José Luis Borau.