Mostrando entradas con la etiqueta Aub. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Aub. Mostrar todas las entradas

viernes, 15 de marzo de 2013

San Juan, de Max Aub: mundo a la deriva


Para Eugenio, en la amistad.

Pronto se cumplirán setenta años de la publicación de la tragedia de Max Aub San Juan. Releo la obra en un ejemplar de la primera edición publicada en México en julio de 1943 por Ediciones Tezontle: "Este libro se acabó de imprimir el día 6 de julio de 1943, en Gráfica Panamericana, Pánuco, 63, México, D.F." Me lo regaló mi amigo Eugenio García Gascón; lo compró en Jerusalem por un módico precio, y me lo dio en Barcelona en septiembre de 1995 con una nota que terminaba así: "Ves, como te dije que es un intonso..., tú verás si lo abres..." Lo abrí, claro, y lo leí; siempre me ha gustado leer, cuando me ha sido posible, en primeras ediciones, sobre todo a determinados autores.  Eugenio, premio Cirilo Rodríguez de periodismo 2011, lo adquirió en la librería Ludwig Mayer.



Lo releo ahora con la admiración que siempre me causó el teatro de Aub. La edición, como es sabido, la prologó Enrique Díez-Canedo, quien evocó en esas páginas la visita que le hizo Aub en 1923 para llevarle, a su casa de Madrid, Los poemas cotidianos, su primer libro de versos, y someterlo a su consideración. Dice en ese prólogo Canedo que "el teatro es lo que mejor cuadra, tal vez, a sus aptitudes". No le falta razón al gran crítico, sin olvidar, naturalmente, la novela. He tenido la sensación, mientras leía, de estar ante a un gran clásico, ante una de esas obras perfectas, logradas. 


Dice Canedo que la obra "es la tragedia de todos, en que cada cual, sea la que fuere su religión y su raza, puede reconocerse en nuestros días; San Juan es la imagen de nuestro mundo a la deriva, condenado sin apelación y abatido sin esperanza". El pesimismo de esas palabras, escritas por un Díez-Canedo casi en puertas de la muerte, exiliado en México, tan lejos de su Madrid, debe entenderse en un contexto borrascoso y tremendo, en un tiempo adverso hasta la saciedad. Me quedo ahora, sin embargo, con este diálogo breve entre Efraim y Boris, dos de los judíos que van en el barco que navega a la deriva; Efraim, joven, entusiasta, capaz aún de luchar por un mundo mejor; Boris, viejo y escéptico, con miedo al dolor y en cuya gran metáfora asoma el Aub vanguardista que nunca dejó de ser:

EFRAIM. ¡Enajenáis vuestra libertad para salvar vuestra problemática vida futura! ¿He de enajenar la mía por salvar mi vida presente? Eso está bien para ustedes que creen en el paraíso.

BORIS. Sí, joven, y en mi hígado. El mundo gira alrededor de mi hígado. ¿Usted no lo sabía? ¡Hermosa víscera! Prometeo encadenado... y sin fuego. A lo sumo, defendí lo que aborrecía. Todo deja de existir frente al dolor. (...) El mundo es un gran hígado, un hígado tremendo, el formidable hígado de Dios.  


Ya he contado en otros sitios que Aub pagaba las ediciones de su bolsillo y que el FCE se limitaba a distribuirlas. No fue San Juan una excepción, sino el inicio de una larga serie de títulos que sufragaría nuestro autor. No fue fácil para Aub, pero su perseverancia le garantizó su posteridad. No vio, también es sabido, estrenarse la obra, pero su fuerza quedó ahí, en la letra impresa, en espera de tiempos mejores que, eso él nunca llegó a saberlo, tardarían en llegar, pero llegaron.Tener fe en lo que se escribe, defender con orgullo lo hecho, lo escrito, esa es una de las grandes lecciones que nos legó Aub:

RABINO. ¿No hemos llevado la levadura del saber por el mundo entero? ¿No hemos hecho por la civilización más que todos los demás juntos? ¿Olvidáis que nadie ha llegado con la pluma en la mano más allá de Job, más allá del Cantar, más allá del Ecclesiastés? 


Cada vez que vuelvo a las obras de Aub, me doy cuenta de que lo que más interesa de él es su dimensión existencial y su profundo humanismo (sin adjetivos, como otros quieren), al tiempo que me asombra su lenguaje y la sabiduría de su concepción teatral, en este caso.

ERICH. Dime. Todos esos pájaros, las gaviotas, cuando se mueren ¿dónde van a parar? Allí en la costa había muchísimas. Por las olas no se ven nunca. ¿Si el mundo es tan viejo, cómo no forman montones?

CARLOS. Nos hacemos polvo, muchacho.

ERICH. Ya lo sé. Encima del despacho de papá están las cenizas del abuelo.



Pues eso, nos hacemos polvo, no lo olvidéis, parece decirnos Max en esta foto tomada durante su efímera visita a Madrid en 1969, igual que se lo dice un personaje a otro en su San Juan. O sea, que, desde una dimensión existencial, la frase de Díez-Canedo que da título a esta entrada está cargada de razón y basta para comprobarlo con echar una ojeada a nuestro presente de aguda crisis económica, social y sobre todo moral: "un intelectual es -según dejó dicho Aub- aquel para quien los problemas políticos son, ante todo, problemas morales." Pues eso.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Vernet d'Ariège: Arthur Koestler y Max Aub / y 2


DERROTA Y PERSECUCIÓN

La publicación de Darkness at noon, en 1940, lo acabaría convirtiendo en el enemigo público número uno para los comunistas de todo el mundo, quienes trataron de desprestigiarlo acusándolo de contrarrevolucionario, espía del fascismo primero y hiena vendida al imperialismo norteamericano después. En los años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, El cero y el infinito, así se tituló la novela en la traducción publicada en Francia y en el resto de países europeos donde lo pudo ser, se convirtió en un verdadero éxito, conoció múltiples ediciones y gozó de gran favor entre los lectores. El libro de Koestler era de los primeros que se posicionaban públicamente contra el estalinismo y que denunciaban, con crudeza, la represión de los llamados Procesos de Moscú. A las víctimas de esa espantosa represión dedicaba Koestler su libro, personificándolos en la figura de N. S. Rubachov, un antiguo dirigente del partido que cae en desgracia, es acusado de traición, encarcelado, sometido a todo tipo de vejaciones y condenado a muerte.


Se diría que Rubachov quiere evitar a toda costa que su dignidad sea arrastrada en la caída, que la indignidad de verse obligado a renunciar a sus ideas políticas le haga dar por buenas aberraciones como la que Gletkin, el burócrata frío e implacable que resulta al final vencedor ante el derrumbe de Rubachov, le espeta durante sus eternos interrogatorios, que más tienen de terrible tortura psicológica que de otra cosa: “La línea del Partido –le dice Gletkin a Rubachov cuando este está ya a punto de firmar su culpabilidad- está claramente trazada. Su táctica está determinada por el principio según el cual el fin justifica los medios, todos los medios, sin excepción.” Entre esos medios, los procesos en masa, los encarcelamientos, las deportaciones a los gulags o a los campos de concentración siberianos, los fusilamientos, las defenestraciones, la indignidad, el repudio, el silencio, la aniquilación, el olvido y todo ello en el nombre sagrado de la revolución.


El verdadero antagonista no es aquel que se opone sistemáticamente al pensamiento de alguien determinado, sino quien habiendo compartido proyecto e ideales con ese alguien, evoluciona hacia posiciones no solo antagónicas, sino irreconciliables con las de aquel con quien antes estuvo más o menos de acuerdo, al menos en los postulados básicos de una ideología o de un pensamiento político. La palabra desviación, y más aún la de traición, surge inmediata. Pero ¿quién es el verdadero traidor? En el libro de Koestler ese antagonismo se produce entre Rubachof e Ivanof, antiguos amigos y camaradas. Ivanof, a quien su fidelidad al Partido no le impedirá acabar siendo considerado como traidor y por tanto defenestrado al igual que su antiguo camarada, representa ante Rubachof la línea oficial de pensamiento político del Partido y su posición maniqueísta, esto es, la división entre partidarios de la revolución y contrarrevolucionarios: “No apruebo la mezcla de ideologías –le dice Ivanof a Rubachof cuando intenta hacerle comprender que su posición política está errada y que debe rectificar públicamente mediante la autocrítica y aceptar la disciplina del Partido-, no hay más que dos concepciones de la moral humana, y las dos tienen polos opuestos. Una de ellas es cristiana y humanitaria, declara sagrado al individuo y afirma que las reglas de la aritmética no deben aplicarse a las unidades humanas, que en nuestra ecuación representan ya cero, ya el infinito. La otra concepción arranca fundamentalmente del principio de que un fin colectivo justifica todos los medios, y no solamente permite sino que hasta exige que el individuo esté absolutamente subordinado y sacrificado a la comunidad, que puede disponer de él, ya como una cobaya que sirve para un experimento, ya como el cordero que se inmola en los sacrificios.”


Al final, la visión que se impone es la de Gletkin, fría, implacable, impersonal, oficialista y burocrática. Ivanof y Rubachof, cada cual por razones diferentes, resultan ser las cobayas o los corderos, según como quiera interpretarse la realidad de la ficción que Koestler propone en su libro.

Nota. La entrada va en cursiva porque pertenece a un fragmento de mi libro Max Aub, novela, Edhasa, 2007.

lunes, 9 de mayo de 2011

Vernet d'Ariège: Arthur Koestler y Max Aub / 1




En los años de mi juventud, los del final del franquismo y primeros de la transición, Arthur Koestler era abiertamente vilipendiado por la progresía de izquierdas y tildado de espía de la CIA, de reaccionario, de mentiroso, de enemigo de la revolución y leer un libro suyo era poco menos que pasarse al enemigo; el “estás con nosotros o contra nosotros”, que entonces esgrimían algunos, funcionaba a pleno rendimiento. De modo que haber leído El cero y el infinito o Un día en la vida de Iván Denísovich o cualquier otro de Alexander Soljenitsin era suficiente para que se te considerara fascista y contrarrevolucionario. Todavía en los años noventa, a principios, tuve que aguantar las ironías y las gracietas burlonas de un “progre” izquierdoso que menospreciaba el libro que yo entonces leía: El largo viaje, de Jorge Semprún. En fin, el sábado leí los artículos, de Gabriel Albiac, estupendo, y de Anna Caballé, que se publicaron sobre Koestler en ABC Cultural a raíz de la publicación de las Memorias del escritor, y me entraron ganas de dejar aquí, en dos entradas, lo que escribí sobre Koestler en mi novela sobre Aub.


DERROTA Y PERSECUCIÓN

El veintinueve de mayo de 1940 Aub, quien formaba parte de una lista de veintiocho extranjeros considerados indeseables y a los que la policía recomendaba internar en el campo de castigo disciplinario de Vernet d’Ariège, abandonó esposado Rolland Garros para ser trasladado, en un penoso viaje en tren, en un vagón de mercancías, al campo de Vernet, adonde llegaría el treinta de mayo y en donde permanecería encerrado hasta finales de noviembre. Aub ocupará el barracón treinta y cuatro de la sección C, destinada para alojar a los sospechosos con pruebas poco fiables; heredó el jergón que hasta tres días antes había pertenecido a Arthur Koestler.

Aub había leído, no hacía demasiados meses, a su llegada al exilio francés, el libro del escritor húngaro Diálogo con la muerte, subtitulado Testamento español, y le había parecido un gran libro. Conocía la historia de Koestler, su disensión del comunismo, su abandono del partido y su posición abiertamente crítica con el estalinismo. Resultaba extraño, por consiguiente, que Koestler arrastrara esa cadena de reclusiones y que también fuera a parar a Vernet; la policía francesa, instigada por la Gestapo, lo confundía todo, ya que lo que no podía, de ningún modo, decirse de Koestler y de él mismo, es que fueran peligrosos activistas comunistas. Koestler había sido detenido en España en 1937, tras la caída de Málaga. Lo condenaron a muerte y lo trasladaron a la cárcel de Sevilla, donde esperó durante seis largos meses a que se cumpliera la sentencia. Fue en esos meses cuando escribió el libro que vería la luz en Londres en 1937 y en una traducción al castellano, la que Aub leyó, publicada en Buenos Aires en 1938. Aunque al correr de los años Aub se distanciara de las posiciones de Koestler, que cayó, en los años de la guerra fría en un abierto anticomunismo que fue aprovechado por el imperialismo norteamericano, Testamento español le pareció un libro estremecedor que releería, con impresiones diferentes, muchos años después. Esa coincidencia, la de ocupar su jergón en el campo de reclusión de Vernet, la veía Aub como un signo de los tiempos, como una coincidencia, como una muestra de que el mundo caminaba hacia la pérdida de las libertades y de los derechos individuales.


Había allí, en Vernet, recluidos profesores universitarios de la Sorbona, artistas, escritores, intelectuales, políticos, cineastas, todos antifascistas, todos acusados de ser comunistas. Los presos pertenecían a las nacionalidades más diversas, aunque predominaban los procedentes de Alemania y de los países del este de Europa. Pudo pronto Aub comprobar el sectarismo de sus propios compatriotas. El diez de junio de 1940, es decir, apenas llegados al campo de Vernet, los comunistas españoles consiguen dejar el campo para embarcar hacia México. Supo, por José María Rancaño, que los del SERE le habían borrado de las listas, lo que le obligó a permanecer, en duras condiciones, seis meses más en Vernet.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Max Aub: Todo es vida. Elogios y alabanzas



En el año 1952, durante su exilio en México, Max Aub publicó una serie de colaboraciones en el semanario Diógenes. Moral y Luz firmadas con el pseudónimo de “El Escolástico” y agrupadas bajo el título de “Elogios”. La doctora Eugenia Meyer recogió esos textos en su magnífica recopilación de la labor periodística de Aub en el exilio Los tiempos mexicanos de Max Aub. Legado periodístico 1943-1972. Cuando fui invitado a presentar ese libro en Madrid, dije que me parecía que esos textos, los “Elogios”, estaban pidiendo a voces ser editados en un volumen suelto, dada su entidad y su unidad temática y estilística. Ahora ve la luz una antología de ellos a la que puse el título de Todo es vida. Elogios y alabanzas y que acaba de editar la Fundación Max Aub (http.//www.maxaub.org/) con el fin de felicitar el nuevo año a sus amigos y colaboradores. El lector maxaubiano, y quien se acerque a él por primera vez, se va a encontrar, en sentido y forma, con unos textos representativos de lo que fue la labor literaria del escritor valenciano, autor de El laberinto mágico, tal vez el mejor ciclo de novelas sobre la Guerra Civil Española. A la luz de una larga tradición que me detengo a estudiar en el prólogo de la edición, hay aquí textos memorables, como el “Elogio de la lealtad” o el “Elogio del amor” del que doy este fragmento:


ELOGIO DEL AMOR

Quien esto escribe, ahora, en primavera, siente deseos de huir de tantas cosas feas como le rodean y se refugia en el elogio del amor, que es ante todo lealtad y constancia, dulzura y suavidad, bendición de la tierra y del cielo, olvido de cuanto malo le rodea a uno, sueño en la vela, temperatura que no se siente, música humana, pérdida de sí mismo en los ojos de otro ser, admiración continua, cautividad del alma, robo de la voluntad, ardimiento incesante, desfallecimiento continuo, reventar del corazón, quedarse sin pulsos ni sentidos, transformar en sí la cosa amada, andar con sobresalto para no disgustar, vivir muerto por la vida ajena, por una sola vida ajena que vale más que todas las demás juntas.

El amor une los corazones en uno, de muchas voluntades hace una voluntad, transporta al que ama y le trae fuera de sí. Se vive en lo que se ama. Págase la deuda de amor con otro amor, la voluntad es la del amado, y, como la del amado es la suya, existe una sola voluntad común que llena de alegría los dos corazones. Nada hay más suave que estar entregado al poder y albedrío de otro, si es de consenso. Siémbrase y se recoge inmediatamente su fruto. Dando, ya se coge.

Quiérese con todo el extremo del mundo, se vive siempre con el horizonte en las manos, se borran las distancias, todo se funde en un canto sirenaico, pura llama de deseos de comunicarse; estase bien consigo mismo con sólo estar con la persona amada, todo es complacencia y contentamiento.

Roba con su agrado y gracia, se lleva tras sí los ojos y las lenguas, gana el corazón y la voluntad, despierta la afición en el pecho, se enternecen las entrañas, hace perder el pulso, se desea de mil modos y maneras, todo es herida que estimula y atiza, ilumina la noche más oscura, arde en vivas llamas.

Sírvese con buena voluntad, hace el trato afectuoso, andan a una las voluntades, una de entrambos, unos los pensamientos, una el alma que en los dos habla. Granjea los corazones con su sola vista, los rayos de luz revocan el corazón a la cara. Ámase una piedra y se vuelve canto. Hechiza: la mujer amada es la más hermosa, ríndese la hermosura a la fealdad, divinizándola. La llama del amor tiene ciegos los ojos, quiérese a quien sea con llama de amor divino. Roba la libertad, y no importa.

sábado, 31 de octubre de 2009

Aub en ABCD


El poema que hoy publica ABCD en exclusiva como inédito necesita, tal vez como ningún otro texto, una adecuada contextualización para que pueda ser correctamente valorado. Sacado de contexto, pareciera que es una defensa del estalinismo y del comunismo más ortodoxo y creo que nada más lejos, en mi opinión, de la forma de pensar de Aub. Es muy parco Joan Oleza, buen amigo, al explicar cómo y de qué forma le llega el inédito, al margen de señalar que es Elena Aub, siempre generosa, quien se lo facilita. Pero no es esa la información necesaria para valorar este texto, sino responder a otras preguntas; por ejemplo, entre otras, a estas: ¿por qué no incluyó Aub este texto en su Diario de Djelfa cuando lo editó en México en 1944 y en segunda edición en 1970? ¿Acaso no lo tenía a mano, se le había extraviado? ¿por qué Xelo Candel, que editó de nuevo el libro en 1998 no tuvo acceso a este texto que hoy se publica? ¿Tenía Aub el texto y evitó incluirlo junto a los poemas que forman ese estremecedor diario poético? Si es así, ¿por qué razones lo hizo? Creo que la respuesta a estas preguntas aclararía muchas dudas acerca del porqué no está incluido este poema en el libro del que debiera formar parte.

Aub, como tantos otros intelectuales europeos de aquel tiempo, se opuso al pacto germano-soviético y, como bien dice Oleza en su estupendo texto, lo consideró una traición al ideal revolucionario; la frase que entonces se acuñó fue algo parecido a “la revolución a ese precio no vale la pena”. Pero no olvidemos el calvario de cárceles y de campos de concentración que tuvo que sufrir Aub desde que fue denunciado anónimamente en París e ingresado en Roland Garros primero, en Vernet después y más tarde en Djelfa. La perspectiva de una victoria del nazismo era, en esos años, muy sólida. La decisión de Hitler de invadir la Unión Soviética marcó un antes y un después en el devenir de la guerra. La respuesta soviética, con Stalin al frente, conviene no olvidarlo, y la posterior y heroica victoria rusa en Stalingrado, léase el estremecedor libro de Vasili Grossman Vida y Destino, fue el hecho decisivo que cambió el rumbo de la guerra y facilitó la victoria definitiva sobre el fascismo.

Es fácil comprender con qué alborozo recibirían los que en ese momento estaban presos por antifascistas en los campos de concentración las noticias de la respuesta soviética a la invasión nazi. Es necesario no olvidar que Djelfa fue un campo de castigo del que nadie salía. Sólo en ese contexto cobran sentido las palabras de Aub en su poema. Esa victoria no hizo olvidar, sin embargo, los crímenes del estalinismo y la feroz represión llevada a cabo en esos años y en los inmediatamente anteriores, los tristemente famosos procesos de Moscú, por el régimen de Stalin. Insisto en que hay que leer el libro de Grossman para ver el sabor agridulce que dejó en muchos esa victoria sobre el nazismo: las injusticias y los muertos no los borran ni las estrategias ni la consecución de los fines militares por importantes que estos sean.

La historia es así y no se puede cambiar. Rusia ayudó a la República. Alemania e Italia a Franco y los suyos. Negrín contó siempre con el apoyo de los comunistas españoles. Aub fue siempre partidario de Negrín. Indalecio Prieto los expulsó a todos, Negrín y muchos más, Aub entre ellos, del PSOE en 1946. Hace muy poco se ha devuelto el carnet del PSOE a Negrín y a Aub. La historia no se puede cambiar, corregir errores sí, pero no cambiarla. Aub nunca fue comunista, sino socialista de raigambre liberal. También es verdad que nunca fue anticomunista y que defendió siempre la bravura con la que se batieron en nuestra guerra muchos comunistas honrados y anónimos. Pero eso no impidió sus agrias polémicas con ellos y que la forma de ver y entender el mundo de Aub, siempre liberal, chocara con la estrecha y rígida mentalidad de ellos. “No soy comunista, he sido, soy socialista” dejó escrito. Que todo el mundo lo sepa.

viernes, 7 de agosto de 2009

Escribir sobre Max Aub / y 3



ADENTRARSE EN EL LABERINTO: ESCRIBIR SOBRE MAX AUB / y 3

Lo peor vino después, digo, sobre todo para el joven e inexperto estudiante, bastante mediocre, la verdad sea dicha, que yo era por entonces: la penuria de datos acerca del escritor, la inexistencia de ediciones, la búsqueda infructuosa en bibliotecas y librerías de viejo. Con todo, el azar me deparó otros encuentros epifánicos –así llama Alberto Manguel a esos hallazgos que tienen una importancia decisiva en nuestra existencia- en mi relación con la obra de Aub. Aún alcancé a comprar, antes de ser descatalogada, la edición del Jusep Torres Campalans, ese pintor de ficción amigo de Picasso, de Alianza Editorial, de modo que fue éste el segundo texto aubiano que leí. ¿Cómo es posible, me preguntaba entonces, que un escritor capaz de escribir libros como aquellos no figurara entre los más destacados de la literatura española, no se editasen sus obras y su nombre no fuera reconocido y celebrado?

No olvidaré fácilmente la alegría que me produjo el hallar, perdido entre hileras de libros viejos en la feria del libro de ocasión de septiembre en el Paseo de Gracia de Barcelona, un ejemplar de la segunda edición de La gallina ciega, editada por Joaquín Mortiz en México, en 1975. Lo encontré en septiembre de 1977, como señala con precisión mi ex-libris, que por cierto se basa en un dibujo del pintor Ramon Gaya, tan ligado al exilio republicano y hombre de tan extraordinaria sensibilidad. Recuerdo aún la amargura de la queja de Aub ante el desconocimiento del público lector cuando efímeramente regresó a España en 1969: "¿Quién soy yo para todos estos que llenan estos cafés del centro de Barcelona y sus enormes terrazas? Nadie. No, nadie sabe quién eres."

A partir de aquel momento me propuse intentar saber quién era en realidad Max Aub y leer su obra a ser posible en su totalidad. Esto lo escribo muy alegremente aquí, pero en aquel entonces era penosísimo encontrar los libros de Aub. Hoy, la edición de sus Obras completas está estancada y aún quedan muchos textos inéditos. Les pongo un solo ejemplo. Cuando edité los cuentos que cerraban el Laberinto mágico -anden ustedes a saber por qué extraña razón Alfaguara no quiso editarlos en su día en un volumen que cerrara la edición del laberinto-, cuando los edité, digo, eran un total de cuarenta cuentos de los cuales dieciocho estaban inéditos en España y se publicaron por primera vez en 2005, fíjense, ¡qué anomalías tiene este dichoso país nuestro!

No fue, sin embargo, hasta un año después cuando empecé a conocer la faceta testimonial, tan importante, tan decisiva, de la obra aubiana. Por momentos tengo la impresión de que les estoy enredando en una maraña de fechas que no tienen la menor importancia, pero son necesarias porque van marcando los hitos de un caminar que empieza a tocar a su fin. En 1978, digo, la editorial Alfaguara empezó a publicar las novelas de El laberinto mágico; la primera, Campo cerrado. Para el joven que yo seguía siendo entonces, aquello fue el encuentro con una literatura y con una visión de nuestra historia reciente que nos había sido hurtada deliberadamente por el franquismo. Si Vida y obra de Luis Álvarez Petreña me había parecido una novela fascinante, los Campos eran decididamente otra cosa: unas novelas de una modernidad sorprendente, interesantes hasta el colmo, con una estructura narrativa sorprendentemente moderna para el tiempo en que fueron escritas, con una multiplicidad de voces que, a menudo en dialogismos, muestran los acentos dispares de la Barcelona de los años inmediatamente anteriores al estallido de la guerra incivil, obras que me estaban enseñando, sin que fuera consciente de ello, cómo había sido de desdichada nuestra historia reciente y qué se había perdido realmente cuando se perdió la República. Esas novelas tenían la virtud de hacerme imaginar el pulso vivo de aquellos días, preñados de muerte y de esperanza a partes iguales. A partir de ese momento, y hasta 1981 en que se publicó, también por Alfaguara, Campo de los almendros, última de las novelas de El laberinto, hice de Aub y de su obra centro de mis estudios literarios, o sea, me adentré más en la espesura, me perdí definitivamente en el laberinto, puesto que ya no era sólo leerle, era empezar a estudiarle, empezar a escribir sobre él y su obra, sobre lo suyo, siempre tan decididamente suyo. Pero, ahora lo puedo decir, ¡fíjense, otra vez, siempre después!, lo que aprendí entonces, digo, fue algo más decisivo: aprendí a escribir, conocí la auténtica dimensión creativa de la literatura, aprendí a poner en cuestión la imagen que me había sido transmitida de nuestra historia y descubrí una visión cosmológica y existencial del ser humano de la que carecían muchas de las novelas que por aquel tiempo había leído. Lo que descubrí en aquellos años en la obra de Aub fue muy importante para el joven que yo era entonces y ahora, treinta y tantos años después, cuando estoy en puertas de encontrar por fin la salida del laberinto, quiero dejar ante ustedes constancia de ello. Y empecé a escribir sobre Max Aub.

¿Cometí un error? ¿Debería haberse quedado el deslumbramiento que me produjo la obra literaria de Aub en eso, en deslumbramiento, en enseñanza, en placer lector? ¿Es conveniente dar el paso que yo di? ¿Debería haberme abstenido de mezclar mi pasión de lector con los estudios académicos y con la escritura de artículos sobre lo leído y después estudiado? A estas alturas de mi vida, créanme, no estoy en disposición de dar respuestas a estos interrogantes, que tal vez no dejen de ser más que interrogaciones retóricas, esto es, preguntas que me hago a mí mismo en voz alta sabiendo que no tengo respuestas para ellas. Lo que no puedo evitar, es borrar lo escrito y lo publicado, lo editado en libros. Han sido muchos años de esfuerzo que han culminado en ese Max Aub, novela que publiqué, como colofón en marzo de 2007 -¡otra vez las fechas!-, bueno, el verdadero colofón empieza con estas páginas que ahora leo ante ustedes, a todo este recorrido mío por un laberinto en buena medida ajeno. Sólo me queda invocar el favor de los dioses y pedir perdón a Aub si algunas de mis páginas fueron decididamente erróneas, lo único que puedo asegurarles es que fueron escritas con la mejor de las voluntades y de las intenciones; pero ya se sabe, de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, frase atribuida por San Francisco de Sales a San Bernardo de Claraval, nacido en Fontaine de la Borgoña (Francia) en el año 1091, aunque José María de Iribarren, en su estupendo El porqué de los dichos, sostenga que se trata de una expresión muy antigua y de origen impreciso.

Nacieron así, al hilo de ese descubrimiento, mi tesis de licenciatura y los primeros artículos -el primero en El socialista y el segundo en Ínsula- que dediqué a Max Aub y a su obra. El artículo de Ínsula, muy filológico, nació de mi tesis de licenciatura y se debió a que mi tutor, el doctor Laureano Bonet, me lo pidió para la revista, de cuyo consejo de dirección formaba entonces parte, no se vayan a creer que yo, joven recién licenciado tenía acceso a semejantes publicaciones. Pero el artículo de El socialista lo envié sin conocer a nadie, a las bravas, cuando se cumplían diez años del fallecimiento de Max Aub y cuál fue mi sorpresa cuando lo vi publicado siete días después de haberlo enviado. Esas pocas páginas son las primeras que escribí sobre la vida y la obra de Aub.

En mi tesis de licenciatura incluí, en uno de los apéndices, un proyecto de edición que tuvo que esperar trece años y la socorrida intervención del azar para convertirse en Enero sin nombre. Los relatos completos del Laberinto mágico, editado por Alba Editorial con una presentación de Francisco Ayala, libro en el que recogía y prologaba los cuentos testimoniales de Aub clasificados en tres apartados: cuentos sobre la guerra civil, los campos de concentración y el exilio, ese esquema de clasificación fue el seguido años después por mi amigo Javier Lluch para su magnífica edición en el volumen dedicado a los cuentos en las Obras Completas del escritor. La edición de Lluch recoge un par de cuentos encontrados en el legado, que yo no pude entonces consultar, pero no anduve demasiado equivocado cuando de subtítulo puse lo de “relatos completos”, aunque hubiera sido más certero poner el cuantitativo “casi completos”. Era el año 1995.

Como ejemplo de otras sincronías aubianas que fueron ocurriéndome en mi vida literaria, déjenme que destaque la del año de 1992, que fue para mí trascendental. De libertad tendidas mis banderas, el cuento mío cuya acción transcurría en Alicante y Albatera en los últimos días del mes de marzo de 1939, y que era un homenaje secreto a la persona de Max Aub, ganó el concurso internacional de cuentos que lleva el nombre del escritor y que otorga el Ayuntamiento de Segorbe y la Fundación Max Aub, entonces aún no constituida. Merced a ese premio conocí a Elena Aub, la hija del escritor, después conocería a sus dos hermanas, María Luisa, Mimín, y Carmen; Elena, digo, fue jurado del premio junto a Manuel Tuñón de Lara. No podía iniciarse de otro modo la publicación de mi obra literaria de creación: galardonada con un premio que llevaba el nombre de un escritor al que tan ligado me sentía ya. A ese libro siguieron otros, entre ellos uno del que no acabo de estar del todo insatisfecho, Años triunfales. Prisión y muerte de Julián Besteiro, que vio la luz con un prólogo de Camilo José Cela en 1998, hace ahora diez años. Pero no nos desviemos de nuestro objetivo y volvamos a adentrarnos en el laberinto.

Entretanto, digo, seguía leyendo a Max Aub y escribiendo artículos sobre su obra y sobre la de otros escritores del exilio republicano de 1939, al mismo tiempo que participaba en congresos universitarios dedicados al exilio. El azar, que tanto ha tenido que ver en el desarrollo de mi carrera literaria, me deparó un encuentro casual en la calle, en junio de 2002. Me dirigía a una estafeta de Correos a enviar las pruebas corregidas de mi libro de cuentos El final del sueño al editor y amigo Sergio Gaspar (DVD Ediciones), cuando me encontré con Josep Mengual, de Edhasa. Le dije entonces que había reunido una serie de aforismos extraídos de la obra de Aub y que se los iba a enviar para ver si tenían cabida en la colección de aforismos de la editorial. Al editor, Daniel Fernández, le gustó la propuesta, la compartió y dio el visto bueno a la publicación. Nació así Aforismos en el laberinto, que se publicó con una presentación de José Antonio Marina y del que fui responsable de la selección y del prólogo, como ya he dicho, así como de una biobibliografía que iba como apéndice de la edición. Fue mientras recopilaba datos para esta cronología biográfica de Aub cuando surgió la idea, que se me impuso con la fuerza con la que siempre se imponen los proyectos de verdad, de escribir una obra narrativa sobre la vida y la obra de Max Aub y que acabaría convirtiéndose en una suerte de crónica de una generación desgarrada por la Guerra Civil y el exilio, la generación del 27 y la de la República, la del propio Max Aub, cuyos avatares biográficos servían a la vez de hilo conductor y testimonio de una época irrepetible de nuestras letras: la Edad de Plata. En el texto de la contraportada del libro se dice: “Explorando las posibilidades y los límites del relato de base real, Javier Quiñones ha escrito un vívido retrato generacional de quienes protagonizaron la llamada Edad de Plata de las letras españolas, al hilo de los apasionantes avatares de uno de los escritores europeos más enigmáticos e interesantes del siglo XX. Y, paradójicamente, con un final, si no feliz, sí abierto y esperanzado.”

Ese final, ahora lo puedo confesar ante ustedes, era casi una usurpación literaria, porque en él yo tomaba de la mano a los dos personajes del Laberinto mágico más queridos por Aub, Vicente Dalmases y Asunción Meliá y les seguía la peripecia vital hasta nuestros días en un epílogo al que di el título de “No todo está consumado”. Les llevaba hasta las primeras elecciones libres después de los años de hierro de la dictadura, esto es, hasta el 15 de junio de 1977. Vicente y Asunción, ya muy viejecitos, claro, seguían siendo fieles militantes comunistas, como lo son en Campo abierto o en Campo de los almendros y asisten emocionados a la escena en la cual Pasionaria y Alberti bajan cogidos del brazo las escaleras del hemiciclo de las Cortes para integrarse en la Mesa de Edad que presidió aquella sesión de las primeras Cortes Constituyentes. En ese momento el círculo se cierra, el laberinto les muestra la salida. ¿Les parece si les acompañamos en su paseo vespertino de aquellas tardes de verano preñadas de esperanza y de aires nuevos de libertad? Vamos, pues:

“Durante las primeras semanas de julio empezaron a llegar a Viver de las Aguas los veraneantes. Normalmente se trataba de gentes de Valencia que o bien poseían casas en el pueblo o bien las alquilaban para pasar el verano. Max Aub, Medina Echavarría, Alfonso Zapater y José Gaos fueron los que descubrieron este pueblo en los años treinta a los intelectuales y artistas de la Valencia de entonces y muchos compraron casas en el pueblo y las rehabilitaron. La casa de los Aub estaba al final del pueblo. Era una casona señorial y vieja, rodeada de jardín al que se entraba por una verja y una camino de gravilla y cuyo estado era casi de total abandono, invadido por la maleza, porque la familia del escritor hacía tiempo que no iba a Viver. Asunción y Vicente gustaban a menudo de llegarse paseando hasta allí en los atardeceres calurosos del verano. Una tarde vieron las persianas abiertas de la casa y un coche aparcado en el exterior del jardín. Intrigados, decidieron acercarse. Vieron entonces a un hombre de pelo canoso, con gafas de concha y aire de intelectual, que bajaba el equipaje del coche y lo iba introduciendo en la casa. Iba solo y caminaba trabajosamente, sus gestos estaban marcados por la lentitud y por cierta torpeza. De tanto en tanto se paraba como para descansar, como para reponerse del esfuerzo que le suponía llevar las maletas desde el coche hasta la casa. A Vicente y a Asunción, que se miraron sin decirse palabra, asombrados los dos como estaban, les pareció advertir algo conocido en los rasgos de aquel hombre, era como si ya lo hubieran visto otra vez, había algo en él que les resultaba vagamente familiar, conocido:
-Oye, Vicente, ¿no es ese Max Aub, el escritor que dirigía El Búho? –preguntó Asunción.
-No, mujer, imposible –le contestó Vicente con sus pocas palabras de siempre.
-¿Imposible?, ¿por qué? –le preguntó Asunción con la misma escasez de palabras.
-Porque Max Aub murió en el exilio mexicano en julio de 1972.”

Llegados a esta altura y con la conciencia clara de haber abusado de su generosidad, va siendo hora ya de poner fin a esta disertación y empezar, si ustedes así lo desean, una charla-coloquio sobre Max Aub. Ese libro, del cual les acabo de leer la última página, supuso para mí la salida del laberinto. Cuando lo terminé y lo vi impreso, me asaltó la sensación de que aquello era un punto final, de que ya no tenía nada que decir sobre Aub. No que sintiera cansancio ni nada parecido, de hecho he releído algunos textos suyos con posterioridad, y he tenido la fortuna de encontrar un libro inédito, sobre el que no me quedó otro remedio que trabajar sobre él, pero me di cuenta de que cuanto tenía que decir sobre Aub estaba ya dicho en los muchos artículos que dediqué a su vida y a su obra y en ese libro que lo recogía todo a modo de síntesis final. Había llegado al final del laberinto, sólo faltaba traspasar el umbral, dejar atrás un montón de años y salir al aire libre, a encontrarme de nuevo conmigo mismo. En eso estoy y estaré.
Muchas gracias a todos por su paciencia al escucharme.

Javier Quiñones, Barcelona noviembre de 2008.


sábado, 18 de julio de 2009

Escribir sobre Max Aub / 2



ADENTRARSE EN EL LABERINTO: ESCRIBIR SOBRE MAX AUB / 2

Déjenme que haga un nuevo excurso, que me desvíe del sendero en otra digresión antes de ir a la búsqueda del principio, es decir, del tiempo perdido. No estaría de más recordar que El laberinto mágico de Max Aub, así lo reconoció una encuesta en la que participaron críticos literarios y escritores del suplemento literario del diario El Mundo, “La Esfera”, publicada el sábado 13 de julio de 1996, justo cuando faltaban unos días para que se cumpliera el sexagésimo aniversario del inicio de la Guerra Civil Española, fue considerado como el mejor ciclo de novelas sobre nuestra guerra incivil. El laberinto mágico, al correr de los años, ha sido comparado por algunos críticos y estudiosos con los Episodios Nacionales, de Pérez Galdós, Las memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja, o el inconcluso El ruedo Ibérico, de Ramón del Valle-Inclán, y ha salido airoso de tan difícil envite.

El origen mítico del laberinto es incuestionable. Aparece ya en civilizaciones tan antiguas como la micénica. Desde bien antiguo se asocia el símbolo del laberinto con la existencia. Sánchez Dragó dice en su libro Gárgoris y Habidis que se atribuye a los indígenas de Cantabria la costumbre de arrojar hachas a los lagos, costumbre que se puede poner en relación con otros temas mitológicos; estas hachas eran de doble filo y Dragó las compara con los dioses de dos frentes: como los cuernos del toro y también con el Minotauro: “Y por encima de todo –escribe Dragó-, el punto en el círculo, la defensa del espacio mágico: el laberinto. Este expresa el mundo existencial, el peregrinaje en busca del centro.” El hombre, al perder el favor divino con la expulsión del Paraíso terrenal, se ve obligado a enfrentarse a sus propias limitaciones, al vacío, a la nada, al propio laberinto en el que se le convierte la existencia; un personaje de Campo de los almendros, última novela del ciclo, lo dice con toda claridad: “Nos metieron en un laberinto, al salir del Paraíso. Y se me perdió el hilo: estoy perdido. Estamos perdidos. No saldremos, ni con los pies por delante.”

Pero el laberinto aubiano tiene, además de la existencial, otra vertiente histórica y social, también política, que tiene que ver con un país en un espacio y un tiempo determinados: la España de los años de esperanza de la Segunda República y de los ensangrentados días de la guerra incivil, los días de llamas, como los llamó en su estupenda novela Juan Iturralde. Dos de los personajes más significativos del Laberinto mágico, Paulino Cuartero y Julián Templado, dialogan así en Campo de los almendros: “Templado- ¿Saldremos de este laberinto? Cuartero- ¿Qué laberinto? Templado- este en el que estamos metidos. Cuartero- Nunca. Porque España es el laberinto.” Cuando dicen esto estos dos personajes, están encerrados en el Puerto de Alicante, último reducto de la derrotada República, el día 30 o el 31 de marzo de 1939.

En cualquier caso, el concepto y la imagen del laberinto, que tanta fortuna tuvo durante el barroco, está siempre presente en la literatura aubiana; valgan estos aforismos: “[5] Nuestra limitación es que estamos metidos en un laberinto, un laberinto mágico. [15] Un laberinto lo es porque, al fin y al cabo, alguien sale de él, por lo que sea, de la manera que sea. Si no saliese nadie, ¿quién iba a saber de su existencia? ¿Quién volvió de la muerte? ¿Lázaro? ¿Qué contó? Eso sí fue cuento. Lo del laberinto de Minos, no. De ahí salió alguien. (Tal vez habría que recordar que quien salió fue Teseo guiado por el hilo de Ariadna y que, por consiguiente, la única posible salida del laberinto nos la facilita, o proporciona, el amor.) [76] Vivimos en un laberinto mágico, limitados por nuestros cinco sentidos.”

Vuelvo al hilo del discurso: ¿Cómo y de qué forma entré en el laberinto aubiano? Mi primer encuentro con la obra de Max Aub se produjo de modo casual, azaroso, lo que no deja de ser maxaubiano en cierta manera. Han pasado tantos años que me cuesta reconocerme en aquel joven, entonces estudiante de primero de carrera, curso académico en que fui alumno de esta universidad, precisamente aquel en que una huelga de penenes, -¡Ay, las huelgas, siempre las huelgas, ahora les toca a ustedes, aunque sea por otras razones!- esto es, de profesores no numerarios, nos dejó sin clase durante el segundo y el tercer trimestre y que se resolvió con un aprobado general y con una insatisfacción también general; fíjense, sólo alcancé a leer El censor, aquella antología de textos periodísticos de finales del XVIII prologada por Montesinos, en aquella memorable colección llamada “Textos hispánicos modernos” de la editorial Labor, y La comedia nueva o el café y eso que nos esperaban Larra, Galdós y Clarín en el programa, pero no pudo ser. Ahora cuando explico y leo algunos de los artículos de Larra con mis alumnos –les gusta mucho “La Nochebuena de 1836”-, desde luego en la enseñanza secundaria no tienen cabida ni El censor ni el bueno de Moratín y Fígaro la tiene a duras penas, (alguien alguna vez debería hablar del arrinconamiento, del postergamiento que ha sufrido la enseñanza de la literatura en lo que ahora se llama enseñanza secundaria, quizá eso iluminase muchas de las causas del mal llamado “fracaso escolar”, pero no es ahora el momento de ello salvo que los árboles acaben por no dejarnos ver el bosque, esto es, que con tanto inciso nos apartemos de modo irremediable del tema de nuestra charla); decía que siempre que leo a Larra me acuerdo de aquel año frustrado del inicio de mis estudios universitarios. ¡No tengo remedio, ya me he perdido otra vez por los recovecos del pasado!

Lo que quería decir es que ya apenas me reconozco en aquel joven que era entonces, con mi cabeza, tan despoblada hoy, llena de rizos y sin sombra de canas. Tenía la costumbre, que no he perdido del todo, de buscar en las librerías de lance a ver qué sorpresas me salían al encuentro. Pues bien, revolviendo en un cesto lleno de libros, entreverados allí sin ton ni son, en una librería de viejo de la calle Llibreteria de Barcelona -hoy desaparecida, Novecientos se llamaba-, me encontré con un libro cuya portada me resultó a un tiempo enigmática y provocadora. En ella se veía, fotografiado en contrapicado, un paseante vestido con americana y pantalón oscuro que llevaba las manos enlazadas a la espalda en actitud meditabunda y la cabeza, tocada con una boina, ligeramente inclinada hacia el suelo. Servían de fondo a la fotografía una historiada tapa de alcantarillado y un suelo de adoquines. Cogí el libro y leí su título: Vida y obra de Luis Álvarez Petreña. El título era seductor, me gustaba el nombre de ese desconocido Luis Álvarez Petreña, si acaso algo menos el segundo apellido, que asocié no sé por qué a “petrina”, defectuosa forma de pronunciar la antigua palabra “pretina” con la cual designábamos, en los años de mi niñez, los botones de la bragueta de los pantalones. El nombre de su autor, Max Aub, nada me decía, si acaso era una vaga referencia de manual de literatura o de listados bibliográficos. Sin embargo, la colección en la que estaba editado, Biblioteca Breve de Seix Barral, era toda una garantía de calidad literaria. Abrí el libro y leí: "Primera edición de la primera parte: Valencia, 1934. Segunda edición, incluyendo la segunda parte: México, 1965." Una nota del autor, fechada en 1970, decía: "Escribí la primera parte de este relato, memorias, novela, miscelánea o lo que sea, a los 28 años. La segunda hacia los 50 y la tercera a los 66. Si estuviese seguro de que se notara no lo diría. Me quedaré con la duda y sin saber si sirvió de algo. Supongo que no, a Dios gracias." Con eso bastaba; compré el libro y lo leí de un tirón. Corría el año de 1974. Me preguntaba entonces cómo un autor con aquel nombre y aquel aspecto de centroeuropeo que se dejaba ver en la fotografía de la contraportada podía ser un escritor español. Con todo, mordí el anzuelo, entré en laberinto, caí en la trampa, me atrapó el talento de Aub de manera al parecer irremediable durante muchos años.

A lo que supe después, ¡por qué será que todo lo sabemos siempre después!, ese libro era una especie de secreta despedida de Aub del mundo de la vanguardia. El fracaso vital y literario de Álvarez Petreña era un poco el fracaso de ciertas fórmulas narrativas, practicadas por Aub en Geografía y Fábula verde, influenciadas por las Ideas sobre la novela de Ortega y Gasset, que hacían imposible el devenir de la novela. Aub se despide así en esa historia, que a mí tanto me fascinó, del propio Aub escritor de vanguardia, que empezaba por entonces, en 1934, a ceder terreno ante el Aub escritor responsable y comprometido con su tiempo, aunque nunca fueran esos cambios bruscos y perviviera en el Aub testimonial buena parte de lo aprendido en los años de aprendizaje literario de la vanguardia, sobre todo en lo que al estilo se refiere.

Llamo ahora su atención ante el hecho de que en la tercera y última parte, o añadido si lo prefieren, Aub, ingresado en un hospital londinense ante un amago de infarto, en 1969, se encuentre con Álvarez Petreña ingresado también en ese hospital. Mantienen allí un diálogo nivolesco, si se me permite emplear el término unamuniano, del máximo interés. Pues bien, enlazando con lo que dije antes, ese “Diario inglés de Max Aub” podría muy bien corresponder al Max Aub real, ya que éste, en los días previos a su primera visita a España después de treinta años de ausencia, tuvo un amago de infarto y tuvo que ser ingresado en un hospital. De nuevo, pues, ficción y realidad entreverándose, confundiendo sus límites. Supongo que me repito, pero todos estos datos los supe después; el joven de apenas veinte años, de hecho creo que aún lo los había cumplido, que leyó el libro por primera vez, nada sabía de todo ello. Así entré en el laberinto, o mejor dicho, así crucé los umbrales del laberinto, lo peor estaba por llegar. Me explico.

domingo, 5 de julio de 2009

Escribir sobre Max Aub / 1



Los largos atardeceres de principios de julio me sumen en la nostalgia. Ante mí desplegado, con sus infinitos matices de colores, como un tapiz que contuviera todos los azules posibles, el Mediterráneo que baña las abruptas costas del Cap de Creus. De espaldas a la luz de crepúsculo, sólo veo sus reflejos en el agua y en cielo, que por momentos parece abrasarse en su propio incendio. Por estas costas, sin que él pudiera verlo, navegó el Sidi Aicha, que había partido de Port-Vendrés, rumbo a Argelia, donde sería internado en el campo de concentración de Djelfa. Pienso en Max, en las muchas horas que dediqué a la lectura y al estudio de su obra, a la escritura sobre esa obra y también sobre sus avatares biográficos. Decido recuperar el texto de la conferencia, que tuvo un poco el sabor epilogal de quien se despide de un tema sobre el que considera que ha dicho ya todo lo que buenamente ha llegado a saber, leído en la Universidad Autónoma de Barcelona, ante un reducido grupo de alumnos de Ciencias de la Educación, en noviembre de 2008. Lo daré en tres entregas, para no fatigar al amable lector que tenga la paciencia de leerlo. Inauguro así el blog en verano.

ADENTRARSE EN EL LABERINTO: ESCRIBIR SOBRE MAX AUB / 1

Buenas tardes a todos:
Quiero empezar por decir que la charla de esta tarde se la quiero dedicar, si me lo permiten, a mi buen amigo Ignacio Soldevila Durante, el primer y mejor estudioso de la obra de Max Aub; Ignacio, de quien tanto y tanto aprendí, como intelectual y como persona, y que se nos fue, como era irremediable que pasase tras de una larga enfermedad a la que plantó cara con coraje y serenidad encomiables, hace pocas semanas. No quisiera hacer afirmaciones tajantes, pero tengo la impresión de que no creo en la vida después de la muerte, por eso donde quiera que estés, Ignacio, gracias por tu generosidad y por tu hombría de bien, gracias por habernos enseñado tanto sin proponértelo nunca; déjame que por última vez te llame ante un público de jóvenes estudiantes, maestro, querido maestro, a ti, que tan poco te gustaba que te llamara así. Te recuerdo ahora en el Auditori de la Facultat de Lletres de esta Universidad, sentado en las últimas filas, con tu inseparable abrigo sobre los hombros -¡qué miedo le tuviste siempre al frío, tú, que viviste media vida en Canadá!-, con tu elegancia británica, aunque fueras muy valenciano, como lo fue también Max, y canadiense de adopción; te recuerdo, digo, escuchando las intervenciones, con una paciencia infinita, de los comunicantes asistentes a los congresos sobre el exilio organizados en esta Universidad. Te recuerdo en casa, Ignacio, después de haber dado cuenta de un suculento asado de cordero al horno, regado con una botella de Viña Tondonia, uno de tus vinos preferidos, mientras nos contabas la represión sufrida por tu padre, jurista republicano, al terminar la guerra, su estancia en la cárcel, la muerte apenas un año después de salir de prisión en medio de una gran tristeza; te recuerdo contándonos tus dificultades como joven investigador en los duros años de la España de los cincuenta y la necesidad que tuviste de marcharte a otro país para conseguir un puesto de trabajo en una universidad y poder seguir investigando sobre un pasado que aquí se negaba y ocultaba; te recuerdo hablando de todo eso mientras con un mágico movimiento de tu mano adormilabas a mi hija que desde su cuna amenazaba con arruinar nuestra charla de sobremesa. Adiós, Ignacio, te fuiste, pero nos queda tu memoria y tu obra; como te escribió en el obituario publicado en El País Fernando Valls, tan buen amigo de los dos y profesor de esta Univeridad,: “vida cumplida”.

El título que he decido dar a esta charla, a esta disertación si se prefiere, a este encuentro al que acudo invitado por la generosa complicidad de Neus Samblancat, amiga y compañera de ya tantos años, encierra en sí mismo una suerte de axioma, una idea que ha de presidir el tema central de esta conferencia: escribir sobre Max Aub, sobre su vida y su obra, supone, para quien lo intenta, adentrarse en un auténtico laberinto, en un dédalo de tortuosas y escondidas veredas, llenas de recodos por explorar, de desvíos y atajos, de zonas neblinosas y de umbría en las que a menudo resulta muy complicado orientarse y lo llamativo del caso es que, en buena medida, el propio autor es el responsable de que ello sea así.

En efecto, Max Aub no quiso nunca escribir sus memorias, a pesar de haber dispuesto de tiempo razonablemente suficiente para hacerlo. Alegaba, como motivo, su desinterés por lo biográfico; cito a continuación algunos aforismos, de entre los que edité en marzo de 2003 en el libro Aforismos en el laberinto, en los que muestra Aub ese recelo: “[260] No importará quién fui, sino lo que hice. Apréndelo: no importará quién fuiste sino lo que hiciste. Sólo lo que se hace se deja; quién eres no cuenta mañana. [121] Las biografías hacen mucho daño. Vale la obra. Por ella se salva uno. [123] Lo que sobrevive en la tierra es la obra y no uno mismo.”

Sostenía Aub que había escrito tanto para que se supiera cómo era realmente sin tener que decirlo; sin embargo, no pocas veces mostró su decepción porque nadie parecía haberlo llegado a conocer a través de sus ficciones, de su teatro, de su poesía, de sus ensayos, de sus numerosos artículos periodísticos. Aub habló mucho de sí mismo a través de sus personajes y de sus historias; en buena medida, muchos de ellos tienen rasgos claramente autobiográficos. Aub está detrás, en cierto modo, de la Margarita-Claudia de Fábula verde, novela breve vanguardista de 1932, del Julián Templado del Laberinto mágico y, si me apuran, hay no pocos rasgos personales en el Luis Álvarez Petreña de la novela de título homónimo. Esto lo afirmo ahora, pero tardé muchos años en ser consciente de ello. Con todo, no puede establecerse un correlato entre esos rasgos autobiográficos a los que hago mención y los hechos histórico-factuales que jalonaron la peregrinación existencial del hombre llamado Max Aub Mohrenwitz. En un pasaje del último capítulo de la larga novela que le dediqué, explicitaba ese desdoblarse de Aub en sus propios personajes, del que a veces el propio novelista no era plenamente consciente; el Aub de mi novela, personaje por consiguiente ficcionalizado, sí parece darse cuenta de ello en última instancia, en el sueño de la siesta de la tarde en que murió:

“Tuvo un sueño agitado y extraño durante la siesta de aquella tarde. Cuarenta años después comprendió en la nebulosa del sueño que el verdadero protagonista de su Fábula verde era él mismo y no Margarita-Claudia. Así que sintió la misma repugnancia que ella cuando alguien, una confusa figura sin perfiles, le obligaba a comer carne; lo mismo ocurrió cuando ese alguien hizo que se pusiera un jersey rojo, lo que le produjo fiebres altas; lo peor, con todo, fue cuando esa figura borrosa le obligó a entrar en una pescadería; le pareció entonces que descendía a los infiernos y que en realidad el infierno no era más que una mezcla aleatoria y absurda de carnicerías y pescaderías: los ojos fríos de los pescados sobre el hielo, las bocas entreabiertas e inservibles, los lomos de las terneras manchando los mármoles de sangre, las colas de salmón seccionadas como por una sierra, los conejos colgando de ganchos, las gallinas degolladas e inermes y él allí, contemplándolo todo y sintiendo los temblores fríos de la angustia. Se despertó empapado en sudor.”

Para acabar de hacer más confuso el laberinto, Aub nos dejó una serie de cuadernos que contenían unas anotaciones que conforman una suerte de diario personal, entre literario y vivencial, que ayuda poco, la verdad sea dicha, aunque sea del máximo interés su contenido, a clarificar la peripecia vital del autor. Hay en ellos numerosos datos contradictorios en lo que se refiere a sucesos y lugares, así como una buena dosis de confusión de fechas en lo que se refiere a las detenciones que sufrió, a los viajes que realizó y a otros muchos aspectos; por otra parte, ¿quién de entre nosotros se preocupa, cuando de escribir un diario personal se trata, de anotar fechas con precisión, de especificar lugares concretos y demás? Un diario sirve, entre otras cosas, para anotar nuestras impresiones, para volcar en él nuestros pensamientos, para reseñar nuestras lecturas y para lo que uno quiere que sirva, pero nunca es un lugar del todo fiable, como tampoco lo son las memorias y las autobiografías, que no dejan , en el fondo, de ser otro género de ficción del que el buen biógrafo debe desconfiar y ante el que cabe una buena dosis de prevención; ¡nada hay tan peligroso como un autor hablando de sí mismo y contando su propia historia!

Así que no escribió Aub sus memorias, pero habló mucho de sí mismo. A todo ello pueden añadirle los testimonios, aun más confusos si cabe, de cuantos le conocieron en vida y quisieron hablar o escribir sobre él. Fíjense en el siguiente ejemplo. Cuando Aub fue detenido y conducido al estadio de Rolland Garros, en París, el 5 de abril de 1940, convertido en improvisado campo de concentración -¡qué poco sabrá Rafael Nadal que en ese estadio, en cuyas pistas ha demostrado ya tantas veces su maestría y su increíble saber tenístico, estuvo detenido Max Aub y miles de hombres cuyo único delito era no comulgar con las ideas totalitarias de los nazis!- había terminado ya Campo cerrado primera novela del ciclo narrativo sobre la guerra civil española al que dio el título de El laberinto mágico. Esa novela se publicó en México en 1943, una vez encontrado el manuscrito en casa de Juan Ignacio Mantecón, que coincidió preso con Aub en París y en Vernet. Aub asegura, en un “Borrador de prólogo al Laberinto mágico”, que escribió en octubre de 1970 y que mi buen amigo Javier Lluch ha reproducido en su magnífica edición de Campo del moro, que nada más acabar el manuscrito se lo envió a México a José Bergamín, quien se negó a publicarlo en la editorial Séneca; el poeta se lo dio a Mantecón, de quien sabía era amigo de Aub, y allí, en casa de éste, lo encontró Aub cuando llegó a México en 1942. Soldevila afirma, por su parte, que Aub no lo envió a México, sino que se lo dio en persona a Mantecón. Después se dice, en otros textos, que ese manuscrito quedó en París en manos de la portera del edificio en que vivía Aub y donde fue detenido, en Capitán Ferber. Por favor, ¿en qué quedamos?, ¿qué se hizo de ese manuscrito?, ¿cuál es la verdad de la cuestión? Bueno, pues como ésta, ciento, con la intervención del autor, quien además se confunde de título y habla de Campo abierto en vez de Campo cerrado. El lío se lo pueden ustedes imaginar.

Contribuye también decisivamente el hecho de que estemos ante un autor exiliado y con una peripecia vital tan compleja y vivida en un periodo tan conflictivo para Europa y el mundo en general. Max Aub nació en París en 1903, residió en Valencia desde 1914, donde se exilio con su familia al inicio de la llamada Gran Guerra, también conocida como la Primera Guerra Mundial, de hecho salieron huyendo porque el padre de Aub era alemán y su madre francesa y por ello, por la nacionalidad del padre, digo, los tomaron como enemigos y sus bienes fueron subastados públicamente; Aub fue español por libre voluntad desde 1924. Republicano y socialista, militante del PSOE desde 1927, participó durante la guerra en tareas culturales, entre otras, en la filmación de la película de André Malraux, Sierra de Teruel, fue también agregado cultural de la Embajada de la República en París, siendo embajador Luis Araquistáin y fue el primero en hablar en público del Guernica de Picasso en la inauguración del pabellón español de la Exposición Universal de París en junio de 1937 (por cierto, una réplica exacta del pabellón diseñado por el arquitecto catalán Josep Lluís Sert lo pueden ver ustedes en el Vall de Hebrón, hay allí un centro de documentación con buenos fondos y es un lugar hermoso para ir a investigar en las mañanas tranquilas del otoño, siempre que se disponga de tiempo para ello); se exilió, perdiéndolo todo, su piso en la calle Almirante Cadarso de Valencia fue ocupado por la familia de un coronel franquista, en febrero de 1939 y la biblioteca fastuosa que allí dejó pasó a los sótanos de la Universidad de Valencia, de donde pudo recuperarla el autor en 1969, ¡treinta años después!, por lo visto al coronel no le gustaban los libros de Aub y al menos tuvo la decencia de en vez de quemarlos, dar los libros a la universidad, donde durmieron el sueño de los justos sin que nadie los consultara nunca, y eso que había allí primeras ediciones de García Lorca dedicadas. Pasó tres años, entre 1939 y 1942, en Francia y el Norte de África, de cárcel en cárcel y de campo de concentración en campo de concentración. Llegó a México en octubre de 1942. Fue ciudadano mexicano, ¡su tercera nacionalidad! desde 1956, y allí residió hasta su muerte en 1972. Aub se sentía por encima de todo europeo. Bien pudo haber sido escritor francés y sin embargo eligió ser español por vocación, por sumarse a la tradición literaria de Cervantes, de Larra, de Valle-Inclán, de Baroja, del mejor Galdós, entre otros. Mezclen todos estos ingredientes, añádanles un buen montón de novelas, obras teatrales, poesías, ensayos, artículos de prensa, libros inacabados y un largo etcétera y verán como lo que afirmo, que escribir sobre Max Aub es meterse en un verdadero laberinto, no resulta hiperbólico en absoluto.

Por otra parte, todo esto no es nada extraño. Prueben a escribir la narración de sus avatares vitales, prueben a contar sus propias vidas. Dense prisa y háganlo cuando sus progenitores, hermanos y demás familia, amigos, vivan aún; ya verán cómo para narrar cualquier episodio, qué sé yo, aquel traslado de domicilio y de ciudad que se llevó a cabo en 1964, pongo por caso, porque el padre lo había decidido así y traten de esclarecer los verdaderos motivos de ello; o busquen en la memoria aquel recuerdo del primer muerto de la familia, aquel tío materno que se suicidó sin que nadie se atreviera a decirlo de este modo porque no estaba socialmente aceptado el hacerlo, y verán cómo una neblina lo cubre todo con un manto denso e impenetrable y al final nuestro intento narrativo autobiográfico ha de recurrir a esa gran embaucadora que es la memoria y tiende a resolverse finalmente en una ficción de lo que pudo haber sido y no estamos seguros de que fuera así. Pues piensen en ello cuando se trata de un hombre público, de un escritor famoso con una peripecia vital tan densa y compleja como la de Max Aub: ¡un auténtico lío, un intrincado laberinto, un espantable desierto de confusión.

Puedo asegurarles, además, que no es el mío un hablar a humo de pajas, ya que no han sido pocos los años de leer y estudiar las obras de este autor, de escribir artículos sobre su persona y su obra, de editar sus textos, y, finalmente, como colofón que vino a significar para mí la salida del laberinto, escribir un extenso texto narrativo, a medio camino entre la novela y la biografía, sobre su persona, su generación, su obra y su tiempo, que en sus años finales no dejó de ser, en cierto modo, el mío propio.

A fuerza de leer, de escribir y hablar sobre su obra, Max Aub ha llegado casi a formar parte de la familia, sus libros ocupan un amplio lugar de mi biblioteca, su retrato cuelga de las paredes de mi estudio, a él he dedicado muchas páginas y aunque no quería hablar más en público sobre él, he accedido a la petición de Neus porque quisiera hacerles llegar, a ustedes que son tan jóvenes, la pasión que la obra de este escritor despertó en mí y lo mucho que aprendí leyendo su obra. Me alegra, además, que sea en un recinto universitario y ante estudiantes que serán futuros profesores, porque Aub, que tanto recelo sentía ante lo universitario, de hecho él que pudo serlo, lo rechazó, cuando toda la familia lo veía, al acabar con brillantez sus estudios de bachillerato, como un futuro profesor de historia o de literatura, y sin embargo sorprendió a todos dedicándose a ayudar a su padre en el negocio de representación comercial de objetos de bisutería fina para caballeros y se dedicó a viajar por casi toda la geografía española en vez de ser estudiante universitario y ese, créanme fue un momento decisivo en su vida; además, Aub se quejaba frecuentemente, cuando ya fue un autor reconocido, aunque sin lectores, de que no quería quedar únicamente en las tesis universitarias, sino que le interesaba llegar al lector vivo de su tiempo y de los tiempos venideros; digo, pues, que no deja de ser aubiano en cierto modo, por lo contradictorio, claro, que yo haya aceptado la invitación amable de Neus para hablar en público sobre Max Aub una vez más en una universidad, cuando esta charla de hoy tiene ya para mí un claro sabor epilogal. Pero no hay final si antes no ha habido un proemio. Les pido que me acompañen en mi viaje de rememoración. ¿Cuándo y cómo entré en el laberinto?