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domingo, 17 de enero de 2016

La ingratitud


Salía al camino con la mirada escrutadora de quien busca a alguien. Posaba en nosotros sus ojos de sombra con una fijeza inquietante. Precavido, no se acercaba; miraba desde lejos y luego se adentraba en la espesura que le servía de refugio. Supimos que era un perro abandonado desde la primera vez que lo vimos.

Fue una tarde de finales de julio. Un fordfiesta invadió el camino de ronda. El conductor, un hombre de unos treinta años, descendió del vehículo y nos preguntó si habíamos visto a un perro cuya descripción nos facilitó. Algo en su forma atropellada de hablar resultaba sospechoso. Daba la impresión de que ocultaba algo, pero no dijimos nada. Apenas un kilómetro después vimos al perro, cruce de collie y otra raza, acercándose a todo el que pasaba por allí.

Desde entonces, cuando volvemos al lugar, y lo hacemos a menudo porque es nuestra ruta habitual, lo vemos de nuevo. No se ha movido, casi cinco años después, de la misma zona, aunque las condiciones de vida a la intemperie sean muy duras, sobre todo en invierno.

Algunos días, cuando se nos acerca, nos parece advertir en su mirada, que ha ido apagándose al tiempo que se volvía desconfiada, melancólica y triste, la certeza de que ese can hermoso sabe que su dueño nunca volverá, pero también que su destino, como la voz callada del instinto, cobra sentido en esa espera inútil. Esa lealtad es la razón de su existencia y nunca desfallecerá en ella. Seguirá saliendo al camino, a pesar de la ingratitud. 



Nota. Las fotos están tomadas en el camino de ronda de Port de la Selva, en la comarca del Alt Empordà, Girona, 2015.

jueves, 9 de mayo de 2013

Contar la vida



Después de haber escrito tanto sobre vidas ajenas, renunció al proyecto de contar la suya propia. No merecía la pena, así que se dedicó a leer, a pasear y a contemplar la naturaleza. Fueron pasando veloces los años y muy al final, cuando tuvo la sensación de que el tiempo lo alcanzaba, pensó que quizá no fuera del todo inútil redactar una breve memoria sobre aquel suceso que había marcado su juventud y el resto de su existencia. Sin demasiado afán, se puso a ello. Emborronó algunas cuartillas con el pulso ya tembloroso de su estilográfica, pero se cansó pronto y abandonó la tarea: para qué hurgar en el pasado, para qué contar nada, y menos aún tan a destiempo. Era mejor esperar en paz. Sin aspavientos. Con el alma sosegada. En silencio.

Nota. La foto de Barcelona, vista desde Montjuich, es de Marta Q.

viernes, 25 de enero de 2013

Elogio de la ficción


Cada vez que salía del mundo de la ficción, y últimamente notaba que se acentuaba en él una peligrosa resistencia a abandonarlo, sentía extraña, gris y monótona la realidad en que transcurrían sus días.

Alguna vez se le había pasado por la imaginación la peregrina idea de romper amarras y quedarse instalado en ese universo paralelo, pero pronto los ineludibles quehaceres cotidianos imponían su áspera dictadura de mediocridad y el sueño se diluía como la espuma de las olas se disuelve en el agua.

Así que acabó por resignarse y aceptar, sin rencores inútiles, que no tenía solución ese conflicto, que no había salida en ese laberinto de contradicción. Con todo, nada le impidió seguir pensando que la ficción es el refugio contra la adversidad del tiempo, el espejo donde se refleja lo que la realidad oculta, la vida imaginada que ampara nuestros sueños.

jueves, 17 de junio de 2010

El comisario



Qué quiere que le diga, llevábamos casi un año pasando frío y hambre, mordiendo el polvo amorraos al terruño, cuando una mañana de mayo del 37 apareció junto al comandante de la brigada aquel lechuguino, con su guerrera impecable, las botas lustrosas y aquellas gafas redondas de concha que le daban un aire distinguido de señorito intelectual. Créame que, tan apenas llegó, empezaron los discursitos, que si ahora seríamos soldados del ejército de la República, que si se necesitaba más que nunca disciplina y orden, que si fe ciega en la victoria y no sé qué más, y todo ello salpimentado con mucho “salud”, “camaradas” y otras zarandajas por el estilo.

Las cosas sucedieron así, como le voy a contar. Aquella mañana las órdenes del comandante nos tocaron los cojones. Había que atacar una posición del enemigo imposible de tomar; todos supimos que aquello era como mandarnos al matadero. “Al que retroceda, lo fusilo”, bramó la voz aguardentosa del comandante, un mecánico de Reus. “No lo olvidéis, camaradas”, apostilló en tono impertinente el lechuguino.

Usted verá, no nos quedó otra que cumplir las órdenes y atacar. Lo hicimos como siempre, con coraje y con valor. Yo iba con la ametralladora a cuestas, ayudado por el madriles, un chirivías de 19 abriles, pero con todo lo que hay que tener, no se crea, no se amilanaba ni tanto así. Vimos caer a muchos de los nuestros, a los mejores, a Eusebio, pastor de Soria, a Anselmo, campesino de La Almunia, a Emeterio, fresador de Sabadell. No, no pudimos tomar la posición, cómo quiere usted que la tomáramos si nuestras fuerzas eran tan inferiores a las del enemigo, que además estaba bien atrincherado; el resultado fue que nos frieron.

Cuando las cosas se pusieron muy mal para nosotros, algunos empezaron a retroceder y a buscar cobijo que a lo último resultó inútil. Entre ellos el lechuguino, que corría que se las pelaba. Qué quería que hiciera... Le dije al madriles, “atento, que ahora verás”; apunté al lechuguino, disparé y lo vimos caer “como un tronquico, oiga, lo mismo que un tronquico.”

domingo, 9 de mayo de 2010

Antes de conocerte



Cuando se marchó el último de sus amigos, aunque se sentía algo turbado por los excesos de la cena, se encaminó al estudio y se sentó a la mesa de trabajo con el fin de tomar algunas notas. No dejaba de darle vueltas a lo que el más íntimo de sus conocidos le había dicho en tono confidencial: “Lo que necesitas es un título, así que para que dejes de lamentarte como un viejo achacoso, te regalaré uno que me salió al paso mientras leía una obra de teatro: Mi vida antes de conocerte; ahí está, todo tuyo, ya no tienes excusa, así que ponte a trabajar.”

Daba vueltas en su sillón giratorio mientras valoraba las posibilidades que le ofrecía el título propuesto. Encendió el ordenador, abrió una ventana nueva y empezó a teclear: “Mi vida antes de conocerte era menos que nada, adusto pedregal, desierto infame, una pompa de jabón sobre el vacío. Antes de conocerte no existía, sólo a tu lado conseguí ser este yo que fui y voy dejando poco a poco de ser, vencedor de humillaciones y aniquilador de sombras.” Sintió un cansancio repentino, le vencía el sueño, de modo que archivó lo escrito y apagó el ordenador. Se acostó. Durmió plácida y relajadamente, a pesar del hueco hiriente de su ausencia. En el sueño supo, con todo, que nada le había quedado por decir.

lunes, 8 de febrero de 2010

El destino de los libros


Mentiría quien dijese que no le preocupaba lo que iba a ser de sus libros. Le habían acompañado desde siempre, así que, al correr de los años, había reunido miles de volúmenes en su biblioteca personal. Nunca se paró a pensar adónde irían a parar tras su muerte; por eso cuando enfermó, de modo brutal e inesperado, y supo inminente su final, no dejó ninguna indicación sobre qué hacer con ellos, salvo una desconcertante frase referida a mí que le dijo un día a mi madre, su única hermana: “él sabrá encontrarles sitio”.

Transcurridos unos días del fallecimiento de mi tío, mi madre me telefoneó para decirme que el administrador del piso la urgía a que lo vaciase cuanto antes. Como no sabía qué decisión tomar y alguien le había pasado el número de una empresa que se dedicaba a esos menesteres, contrató sus servicios para que se encargaran de la desmesurada biblioteca personal de su hermano. Yo vivía entonces en Budapest, así que le dije, cuando me llamó para pedirme consejo, que hiciera lo que le pareciera conveniente.

Días después supe que los operarios vaciaron el piso en cuestión de horas. Metían los libros en cajas sin el menor miramiento. Las cerraban con cinta adhesiva y las bajaban a un camión aparcado frente a la fachada del edificio. De lo demás, un reloj de pared con una inscripción en latín omnes vulnerant, ultima necat, algunas estilográficas y un par de álbumes de fotografías se hizo cargo ella; el resto, ropa y otros enseres, se tiró.

Cuando ya casi lo tenía olvidado, un amigo me escribió para decirme que en el mercado de los trastos viejos había visto un montón de libros depositados de cualquier manera sobre el suelo. Revolvió en él a la búsqueda de alguna sorpresa. Advirtió que se trataba de la biblioteca de un lector culto, tal vez de algún profesor. Clásicos griegos y latinos en ediciones en inglés, francés y alemán. Libros de patrística cristiana, de Gracián y de Cervantes, las obras completas de Jovellanos y mucha filosofía: Spinoza, Kant, Descartes. Se encontró también un ejemplar de una traducción de La Eneida al catalán que yo había regalado a mi tío para su colección de ediciones de Virgilio. Llevaba mi firma y una afectuosa dedicatoria. Lo compró casi regalado y me lo envió por correo con una nota que decía: “para que vuelva a ti y sea menos aciago su destino.”

viernes, 20 de noviembre de 2009

El difunto


No se le ocurrió otro sagrado al que acogerse que no fuera la muerte. Tuvo que fingirla, claro. Tan acosado se vio, tan en peligro sintió su vida que no le quedó otro remedio. Lo meditó largamente. Testamentó, cedió todos sus bienes a su primogénito y nombró un gerente que gobernara el destino de sus negocios hasta la mayoría de edad del lechuguino. Pagó la esquela, que se publicó en los principales diarios de la ciudad. No le resultó difícil, el dinero todo lo puede, organizar la mentida incineración. Después, con pasaporte falso y algo retocado su aspecto físico, viajó, en buena compañía, por largo tiempo al extranjero. La distancia obró como bálsamo milagroso para sus preocupaciones. Se sintió revivir. Cuando juzgó transcurrido un tiempo prudencial, regresó. Desde su nueva identidad trató de hacer vida normal. Lo consiguió en parte, hasta que un sicario creyó reconocerlo cuando se dio de bruces con él a la salida de un café. Informó éste a la organización. Investigaron. Mandaron, con cualquier excusa, alguien a huronear por la oficina. Lo atendió una secretaria que se trababa con frecuencia y de memoria olvidadiza: “De ese asunto no puedo darle información porque lo lleva directamente el difunto.” Esa noche lo esperaron. Cuando bajó del coche, no le dio ni tiempo de advertir si alguien le seguía. El horrísono estrépito de los disparos desordenó el silencio de la noche. Quedó tendido en el suelo, boca abajo, chorreaba espesa y negruzca la sangre. Cinco casquillos refulgían sobre el asfalto. Una rata, medrosa y taimada, escapó por el sumidero de la alcantarilla.

sábado, 24 de octubre de 2009

Violeta en la penumbra



Ayer se encontró con ella, por azar, en su vagar sin rumbo por las calles de la ciudad. No le costó reconocerla, a pesar de que hacía algunos años que no la veía, porque su rostro, que parecía anclado en el tiempo, era idéntico a como lo recordaba. Se mostró amable con ella. Se saludaron con un beso y cuando rozó levemente con sus labios la mejilla de ella, tuvo la sensación de que era como besar a una sombra. Le propuso entrar en un café. Aceptó, pero no tomó nada porque últimamente todo le resultaba insípido. Hablaron de ellos, quizá para darse cuenta, con Neruda, de que ya no eran los de entonces. Evitaron con elegancia referirse a sus circunstancias personales. Asintió, no sin cierto rubor, cuando creyó entender que le preguntaba por su viejo afán de llegar a convertirse en escritor. Con voz que parecía como envuelta en tinieblas, ella dijo que el azar truncó sus estudios de filosofía y que nunca pudo ejercer como profesora. La confidencia no pasó de ahí. Sin brusquedad él llevó la conversación hacia otros asuntos. Se interesó por lo que llevaba en aquella vieja carpeta que había dejado sobre la mesa. Apuntes de clase que repaso y ordeno, dijo ella por toda respuesta. Advirtió, anclada en el fondo de su mirada, una vieja melancolía. Durante un instante tuvo la tentación, como tantas veces hiciera en el pasado remoto, de indagar en las razones de esa nostalgia, pero desistió. Languideció la tarde de octubre detrás de los cristales del café. Un silencio incómodo se instaló entre ellos y comprendió que era llegado el momento de la despedida. Sintió el frío de su mano de nieve cuando la estrechó mientras ella dejaba en su mejilla un desangelado beso de adiós. La vio alejarse por la avenida, perdida entre los transeúntes como un incorpóreo fantasma del pasado. Pagó la consumición. Recogió sus cosas esparcidas sobre la mesa. Se desperezó. Salió a la calle y se reincorporó a su tiempo. Decidió tomar el autobús para volver a casa, no era cuestión de llegar tarde a la cena familiar y hacer esperar a su mujer y a sus hijos.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Así, ¿es el final?



Para G. y J. donde quiera que estén.Me pidió, con insistencia incluso, durante los largos y penosos meses que duró la fase terminal de su enfermedad, que no le ocultara el momento en que se acercase el final. Había reflexionado reiteradas veces, incluso en un esfuerzo que sabía inútil de antemano había tratado de imaginárselo, acerca de cómo sería el instante en que se produjera el tránsito, en que cerrara los ojos para no volverlos a abrir y perdiera la conciencia para diluirse en la nada del no ser. Así que, después de que el médico hubo abandonado la habitación del hospital en la que estaba ingresado, balbuceó con inmisericorde esfuerzo y una desangelada torpeza en sus palabras la pregunta decisiva que siempre había temido formular: “Así, ¿es el final?”

Aunque no me fue fácil, no demoré ni un segundo mi respuesta: “Sí, es el final.” Cerró los ojos, guardó silencio y una lágrima tímida rodó por su rostro estragado por los efectos de la cruel enfermedad. Tomé su mano entre las mías, en un gesto de ternura que trataba de reconfortarle en su desamparo. Había venido a vivir a casa desde que se le declaró la enfermedad. Prefirió ocultarle a su madre anciana la realidad de su situación. Lo había cuidado con afecto y esmero, el que da la verdadera amistad. Habíamos compartido, en los sosegados atardeceres del otoño, lecturas y charla, que inevitablemente giraba siempre en torno al mismo tema: cómo prepararse para la agonía del tránsito. Leímos y releímos juntos a Erasmo, a Unamuno, a San Juan de la Cruz. Ahora me había tocado escuchar, del labios del oncólogo, la frase descorazonadora: “en pocas horas entrará en la agonía, despídase y trate de consolarlo en la medida en que le sea posible hacerlo.”

Se fue en silencio, sin aspavientos, conservando entera, inquebrantable, su dignidad. Retuve su mano entre las mías y sentí, un leve instante, la crispación de sus dedos perdidos en la tiniebla, como intentado apresar las sombras que lo cercaban. Cesó todo. Ordené incinerar sus restos en la incerteza de si su alma habría emigrado a tiempo a la región luminosa del mundo de las ideas. Días después conduje mi coche hasta el lugar en cuyo paisaje me había pedido que esparciera sus cenizas. La luz adormecida de la tarde de otoño vio cómo caía en silencio sobre los surcos en barbecho la lluvia gris y leve de su memoria hasta quedar anegada en la geografía estéril del olvido.

domingo, 7 de junio de 2009

Obstinado silencio



Aquella tarde, cuando apenas hacía una semana que se había instalado en el piso, escuchó por primera vez las notas desafinadas del piano. Se imaginó por un instante las manos temblorosas y lentas que las arrancaban de un instrumento seguramente viejo y destartalado. Flotaban un instante, antes de desaparecer, en el ámbito en penumbra del patio interior, cuya bóveda encristalada desdibujada el tímido fulgor de lejanas e imprecisas estrellas.

Supo, tiempo después, que su vecina, de cuyo piso procedía la música, era una anciana que vivía sola y había cumplido los noventa. Su hija, azacaneada por las prisas y el estrés, la visitaba a diario hasta que llegó el momento en que hubo de ponerle una cuidadora, que se instaló a vivir con la vieja porque ésta ya no podía cuidarse por sí misma. Fue entonces cuando empezaron los gritos, los llantos, las despertadas a medianoche, las riñas en voz alta de la cuidadora porque la vieja la despertaba a horas intempestivas por las cosas más nimias: que si un vaso de agua, que si he oído a alguien, que si he visto una sombra; él lo escuchaba todo a través de los finos tabiques que separaban su casa de la de su vecina.

El piano dejó de sonar. Ya no hubo más música, sólo voces destempladas excepto cuando venía la hija de visita, en que todo se volvía parabienes y forzada simpatía. Un día la vieja se cayó y se rompió la cadera. Estuvo ausente casi cuatro meses. Mientras tanto la familia de la cuidadora, con su insoportable música de salsa todo el día sonando a todo volumen, se había instalado a sus anchas en el piso. Pero la vieja volvió, en silla de ruedas y con agudísimos dolores, pero volvió, extraviada en el laberinto de sus terrores, con su demencia senil y sus desvaríos, pero volvió.

Últimamente ya ni la misa de la televisión los domingos por la mañana le ponían, a ella que era tan creyente. Los dolores la martirizaban y los gritos irrumpían en plena noche y despertaban a los vecinos, él incluido, pero la familia no se enteraba de nada; la agonía de la vieja la sufrían los demás, su miedo a la muerte se resolvía en desgarradores gritos que ninguno de los suyos escuchaba, sólo la cuidadora y los vecinos.

Al volver de un fin de semana, se encontró el silencio, un denso y obstinado silencio. La vieja había fallecido, según rezaba un cartel colgado en el ascensor, aquel sábado por la noche. Desapareció la familia de la cuidadora con sus ruidos y su salsa. La noche recuperó el sosiego y el silencio. La muerte, al final, era eso: un denso y obstinado silencio. Solo silencio, nada más que silencio.

lunes, 6 de abril de 2009

Mirando la nieve


Entonces, cuando se acercaba el final, no conseguía recordar en qué momento ni por qué razones había decidido en su día cruzar hasta la otra ribera del río y adentrarse en el pantanoso terreno de la creación literaria. Desde siempre, desde que fue capaz de recordar, Andrés K. se sintió lector, sólo y exclusivamente lector. ¿Qué le empujó pues a pasar al otro lado del espejo, qué fuerza extraña consiguió que saltara la tapia del jardín de su vecino y se convirtiera, como dejó dicho Chesterton, en un verdadero aventurero? Lo ignora, no logra recordarlo y vistas, a la altura de hoy, las funestas consecuencias que trajo esa decisión, debería recordarlo, sería imprescindible que Andrés K. lo recordara.

Si fuera capaz de hacerlo, tal vez podría anestesiar el dolor de la derrota, esa amarga sensación de fracaso que le roe las entrañas desde hace no sabe ya cuánto tiempo. Si en su desvelo consiguiera entender por qué lo hizo, por qué dio aquel paso tan inadecuado para sus escasas y limitadas fuerzas, tal vez sería capaz de reencontrar el sosiego, la imprescindible sensación de sentirse bien y en paz consigo mismo, sin deudas con su pasado, sin exigirse trabajos estériles que a la postre sólo servían para reabrir de nuevo la herida.

Pero Andrés K. no solo no era capaz, sino que se sentía cada vez más desamparado, más perdido en el desconcierto de no alcanzar a comprender siquiera por qué la creación literaria le había sumido en un atormentado mundo de sombras, en una noche oscura, en un laberinto de silencios inexplicables. Nada tenía sentido ya en lo relacionado con la literatura, ni siquiera la lectura le servía de consuelo, no podía evitar el pensar, bien, leo, pero para qué sirve leer si no se es capaz de escribir. Antes que tratar de entenderlo, era mejor renunciar a todo. Era lo más sensato, casi lo único sensato.

Como hacía más de un año que no escribía, varios meses desde que había decidido no volver a leer un libro más y algunos años desde que publicó su última novela, que nadie entendió y que como casi todas las suyas apenas tuvo lectores, no le costó mucho trabajo tomar la decisión: no volvería a escribir ni a leer jamás una sola línea, renunciaba para siempre.

Lo demás era ya sólo cuestión de tiempo. Empezó a llevar los libros en cajas y maletas que llenaban el maletero del coche y los fue quemando en la chimenea de la casa de la montaña con mucho sosiego y una paciencia infinita viéndolos arder con no poco deleite. Calculaba que necesitaría unos meses, los del otoño y el invierno, para completar la tarea. Una vez concluida, Andrés K. podría sentarse, tranquilo y bien abrigado, en la terraza de la casa a mirar el paisaje sin más propósito que advertir la derrota de su voluntad sepultada en el aterido manto de una blanca, fría y húmeda capa de nieve.

sábado, 7 de marzo de 2009

Juego decisivo: tie break

Para Claudio

Era un partido importante, puesto que se dirimía el pase a la final del torneo. A pesar de que hubiera sido mejor que no jugara, decidimos no decirle nada, a los once años es mejor no hablar de según qué cosas, y le acompañamos, como siempre, en el coche. Para él todos los campeonatos son igual de importantes, así que agradeció el no faltar a la convocatoria. La tarde nublada amenazaba llover cuando se inició el encuentro. Empezó jugando bien, concentrado, apoyándose sobre todo en la derecha invertida y en el revés a dos manos, sus golpes más resolutivos, pero cedió el primer set por un ajustado siete a cinco, tras casi una hora de lucha. El segundo arrancó mal, el rival se puso tres a cero. El fantasma de la derrota le espoleó y le hizo despertar. Buscó más los ángulos, subió a la red, hizo dejadas y resolvió con el revés paralelo de ataque. Acabó imponiéndose por seis a cuatro en cuarenta y tres minutos. Ninguno de los dos jugadores parecía dispuesto a entregar el partido, de modo que los intercambios eran cada vez más intensos y más agresivos. La igualdad en el tercer set, el que habría de decidir el partido, se mantuvo hasta el empate a seis juegos. Habría, pues, juego decisivo, tie break. Chispeaba cuando lo empezaron, pero el juez árbitro no detuvo el juego. Tras haber cambiado de campo con empate a tres, el rival le ganó un servicio y cobró ventaja de cinco a tres. Cuando se disponía a servir para hacerse con la primera bola de partido, mi mujer sintió la vibración del móvil en el bolsillo de su chaqueta. Contestó la llamada. Cuando colgó, me dijo: “Es del hospital: tu padre.” No me fui enseguida, para que no perdiera la concentración.