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miércoles, 30 de septiembre de 2009

Julián Besteiro: morir en Carmona / y 4


Los escenarios de la memoria

El Monasterio de Dueñas


Aparcaron los coches frente a la fachada, un tanto escurialense, del monasterio. Al descender del vehículo, Besteiro se detuvo un instante a contemplar una era en la que algunos labradores trillaban el trigo recién recogido. Al fondo de la era, un edificio alargado en forma de nave industrial, con una sola chimenea en la parte central del tejado. Construido con ladrillos de color rojizo, tenía todo él doble hilera de ventanas. La fachada, orientada al mediodía, era igualmente rojiza. En la esquina más meridional del edificio, en el piso superior, había una galería acristalada con ventanas de cuarterones; unos metros más allá, una alta chimenea arrancaba desde el piso bajo.



Una puerta con contraventana separaba la estancia de la galería acristalada. Besteiro abrió la puerta y accedió a ella. Era un agradable cuarto, muy al estilo de las casas del norte, muy soleado y amueblado con un tresillo y una mesa camilla. A través de los cristales se podía ver la casa de labranza que quedaba junto al monasterio, la tapia que corría paralela a lo largo del camino, y, al fondo, la alameda del río, apenas a kilómetro y medio de aquel lugar.



La estación de Guadajoz

La luz cegadora del mediodía los vio llegar y el aire estremecido por el sofocante calor fue para ellos como un desolado recibimiento de bienvenida. La estación de Guadajoz los envolvió en el ámbito triste de su desamparo y no vieron entonces, cuando abandonaron los desvencijados vagones de aquel tren, sino el pequeño edificio y los muros de un patio en el que crecían algunos limoneros.


El camino, pedregoso y polvoriento, discurría en línea recta atravesando llanuras y campos de mieses amarillentas. Pequeños alcores, desiertos de vegetación, apuntaban en el horizonte. Dispersos grupos de árboles con sus hojas bamboleadas por el escaso viento. El cielo, de un azul intenso, estaba surcado por errantes y algodonosas nubes. Los camiones dejaban tras de sí una nube polvorienta en su lento traqueteo, en su avance cansino a lo largo del camino.



Carmona


Instalada la celda a la que había sido trasladado Besteiro en la parte alta de la prisión, se accedía a ella a través de un oscuro y destartalado desván al que los presos llamaban el "palomar" (...) En los días claros, que eran la mayoría, se divisaba, desde la ventana enrejada, aunque fuera necesario subirse para ello a una silla, un panorama de tejados y campanarios. Se veía también la fachada del Palacio del Marqués de las Torres y ya muy de refilón se dejaban ver las almenas del Alcázar del Rey don Pedro y la llanura del Corbonés que se iba perdiendo en el horizonte.



En el pequeño patio, frente a la puerta principal de la iglesia, se reunió la reducida comitiva que iba a proceder a la exhumación de los restos de Besteiro. Precedidos por el enterrador, Fernando Gómez, el hijo mayor del Antequerano, salieron a la calle y rodearon la iglesia para llegar a la entrada del cementerio.



El sol declinaba y dejaba su luz rojiza a lo lejos. En silencio llegaron hasta la puerta del corralito que era el cementerio civil. Nadie había sido enterrado en los últimos veinte años en ese lugar. El patio volvía a mostrar un aspecto desolador y descuidado. La maleza lo invadía todo. El enterrador procedió a destapar el nicho. Primero retiró, después de desclavarla con cuidado para que no se rompiera, la lápida.





Cementerio Civil de Madrid: 1960

Llegaron al cementerio y se dirigieron al lugar donde una tumba abierta en el suelo esperaba la llegada del féretro. Los funcionarios lo sacaron del coche y mediante cuerdas lo bajaron hasta el fondo de la tumba. Jaime Cebrián arrancó una pequeña ramita de uno de los árboles de los alrededores y la arrojó sobre el ataúd que contenía la memoria de su tío. Después los funcionarios procedieron a sellar la piedra granítica que habría de cubrirlo con su color gris pardusco. Lisa de todo adorno. Sólo su nombre en la cabecera de la tumba.



Una mujer, que ha estado observando las operaciones de los enterradores desde lejos, espera a que éstos terminen y se acerca, cuando ya no queda nadie frente a la tumba. Mira la inscripción, el nombre, el apellido. Vuelve a donde estaba y toma un clavel rojo de los que ha llevado a la tumba de su marido, muerto por fusilamiento en septiembre del treinta y nueve. Regresa junto a la tumba de Besteiro y lo deposita sobre la lápida de granito, junto a su nombre. Vestida de negro, se aleja caminando lentamente por los senderos de gravilla, bajo la luz cegadora del mes de junio.

Julian Besteiro: morir en Carmona / 3


Los escenarios de la memoria: Madrid.

El Ministerio de Hacienda


Las primeras luces del alba del martes 28 de marzo de 1939 iluminaban un paisaje gris y desapacible que presagiaba un día frío. Un viento racheado movía las copas de los árboles y arremolinaba los papeles en los rincones de las calles, desiertas a esas horas tempranas. Un coche se detuvo frente al viejo edificio del Ministerio de Hacienda en la calle de Alcalá. Los sacos terreros protegían la entrada. Los soldados de vigilancia se parapetaban tras ellos. La luz de lámpara del vestíbulo estaba apagada.


La cárcel de Porlier

No era, la cárcel de Porlier, una verdadera cárcel. Se trataba del edificio de un colegio que había sido habilitado como prisión en tiempos de la República. Ocupaba la manzana entre las calles Bravo, Padilla y Conde Peñalver. La entrada principal estaba en la calle Díaz Porlier. El edificio, de planta baja y tres pisos, era todo él de ladrillo rojo. Las ventanas del primer piso remataban en arco circular y constituían largas galerías en las que se encontraban las celdas de los presos. Los árboles casi se pegaban a las paredes del edificio.


La prisión del Cisne

Dejando atrás la plaza de Rubén Darío y la iglesia de San Fermín de los Navarros, el vehículo llegó a la prisión. El edificio tenía forma cuadrangular, con dos patios interiores y otras tantas galerías, perimetrado por un muro de ladrillo rematado en una pequeña verja. La última luz de la tarde dejaba una claridad ambigua flotando en el ámbito de la galería. Las ventanas de estilo gótico, con cristales esmerilados, se asomaban a un patio con una vegetación densa de árboles altos y frondosos y parterres delimitando pequeñas zonas ajardinadas.


Nota. Las fotos de todos los lugares que constituyen los escenarios de la memoria de la pasión y muerte de Julián Besteiro fueron tomadas mientras me documentaba para escribir el libro. Las descripciones que se incluyen proceden de la redacción final del libro. Había previsto tres entradas, pero será necesario hacer alguna más, pues faltan Dueñas, Guadajoz y Carmona. Quiero dar las gracias a todas las personas que, durante estos días, han querido, visitando este blog, compartir la memoria de uno de los hombres más íntegros que ha dado nunca este país.


lunes, 28 de septiembre de 2009

Julién Besteiro: morir en Carmona / 2

Mi interés por la figura de Besteiro se remonta a los primeros años de la transición, cuando empezamos, los que entonces teníamos veintipocos años, a descubrir tantos aspectos de nuestro pasado que nos habían sido ocultados. A mí me llamó siempre poderosamente la atención la actitud de Besteiro, quien tuvo el coraje y la entereza moral de quedarse en España y no marchar al exilio. Besteiro fue detenido en los sótanos del Ministerio de Hacienda de Madrid el día 28 de marzo de 1939. La tarde-noche del 29 de marzo ingresó en la cárcel de Porlier, de tan infausta memoria, hoy colegio privado de los Salesianos, después de haberle sido tomada declaración por parte del juez militar encargado de las diligencias previas en el proceso sumarísimo abierto contra él y contra Rafael Sánchez-Guerra, asesor político por entonces del coronel Segismundo Casado.

¿Por qué no se marchó al exilio Besteiro cuando tan fácil le hubiera sido hacerlo? La respuesta no es fácil, pero creo que Besteiro se quedó en España por coherencia política, por integridad moral y para dar una suerte de lección ética a todos aquellos que en los últimos años de su vida le habían calumniado y hasta ridiculizado acusándole de haber pactado previamente con la “quinta columna” las condiciones de su estancia en la España nacionalista, obteniendo la promesa de que su vida sería respetada. Los hechos, desde luego, desmintieron dramáticamente esas voces injuriosas, que tienen nombre y apellidos, algunas aún vivas y casi todas agrupadas bajo la misma bandera. Hay quien ha escrito, sin embargo, bien recientemente, que se quedó por “orgullo suicida”, casi como un ingenuo incauto. Sin medir, como quien dice, el alcance de sus actos.

Del mismo modo, la participación de Besteiro en el Consejo de Defensa fue un hecho extraordinariamente controvertido que ha dado lugar a muchas interpretaciones, no todas respetuosas ni justas, es necesario decirlo; la que roza lo inadmisible es la que insinúa “insania mental” en Besteiro al aceptar participar en el Consejo. ¿Por qué aceptó Besteiro colaborar con el Consejo? Probablemente porque pensó que con su prestigio y moderación podía contribuir a negociar las condiciones de una paz que fuera la paz de la reconciliación y no la paz de la victoria. En eso es obvio que se equivocó; pero no debe achacarse a él el error, sino a la falta de magnanimidad de los vencedores y a su poco sentido del Estado, pues prefirieron, con injustificable ceguera histórica, la vía de la represión, de la eliminación física del adversario, aun siendo conscientes de que abrían heridas que dejarían huella perenne en la sociedad española; Besteiro lo advirtió con toda claridad: “Pensar en que media España pueda destruir a la otra media, sería una nueva locura que acabaría con toda posibilidad de afirmación de nuestra personalidad nacional o mejor, con una destrucción completa de la personalidad nacional.” El fracaso de Besteiro, pues, es el fracaso de todos los españoles que aún creían posible la concordia y la reconciliación.


Lo que sucedió a partir del momento en que Besteiro tomó la decisión de no marchar al exilio, es una historia que, como escribió Miguel Mena en El Periódico de Aragón, merecería figurar, con permiso de Borges, en la historia universal de la infamia. Los hechos narrados en mi novela parten de ahí, de la decisión, nunca del todo bien entendida, de Besteiro de permanecer en España.

Podría decir que, aunque conste de siete capítulos, la novela se divide en dos partes: el ruido y el silencio.

El ruido se arma en torno al hombre público, al dirigente socialista, al político, al expresidente de Las Cortes, al catedrático de Lógica de la Universidad de Madrid: primeras declaraciones, trasiego de cárceles, designación del abogado defensor, Ignacio Arenillas de Chaves, aceptación de éste, idas y venidas de la mujer, Dolores Cebrián, aportando documentos para la defensa, las esperas a pleno sol para poder visitarle en la cárcel del Cisne, el juicio, el discurso de dos horas y media del fiscal militar, Felipe Acedo Colunga, la petición efectuada por éste de pena de muerte porque “las ideas del procesado habían hecho mucho daño a España”, la deliberación del Tribunal, presidido por el general Manuel Nieves Camacho, la comunicación de la sentencia: cadena perpetua sustituida por treinta años de reclusión mayor por el delito de “adhesión a la rebelión militar”, el rechazo del recurso presentado por el abogado.
Después, el silencio, la soledad, el desamparo. Después el hombre de carne y hueso, casi un anciano a los sesenta y nueve años de su edad, con la salud profundamente quebrantada, enfrentándose como un héroe trágico a la adversidad de su destino, al último acto de una vida que las circunstancias convirtieron en tragedia. La historia se fue volviendo triste y los Officium Deffunctorum de Tomás Luis de Victoria ponían la melodía melancólica y sombría a la agonía de un hombre desamparado y abandonado a su suerte en una oscura celda de una destartalada y obsoleta prisión de una pequeña y hermosa ciudad del Sur.

Después, la amargura, los sinsabores, la derrota, los quebrantos, la soledad de las prisiones, la angustia y otra vez el silencio, la enfermedad, la negligencia de un médico que equivocó en su terquedad el diagnóstico e impidió el traslado a un hospital-prisión cuando era evidente para todos menos para él la gravedad extrema del enfermo, y, finalmente, la muerte; y poco antes de morir estas palabras: “Muero siendo socialista. Cuando la libertad en España vuelva a hacer a los hombres libres, quiero que mis restos sean envueltos en una bandera roja y enterrados al lado de la tumba del que fue mi maestro: Pablo Iglesias.”


Es cosa sabida que la historia la escriben los vencedores, y a nadie deben extrañar, por tanto, ni las tergiversaciones, ni los olvidos, ni los cuentos vueltos del revés de la historia “oficial”; sin embargo, la verdad de los hechos acaba siempre por imponerse, aunque sea a destiempo. Han transcurrido más de sesenta años desde que sucedieran los tristes acontecimientos de que en la novela se da cuenta. Hoy su protagonista ocupa el lugar en la Historia que le corresponde y es un referente necesario en la memoria histórica colectiva, a pesar de quienes no escatimaron esfuerzos para emborronar su buen nombre y de quienes le persiguieron hasta después de muerto, negándole el derecho a ser enterrado en Madrid, como era su explícito deseo. ¿Quién se acuerda hoy de Acedo Colunga o de los generales que lo juzgaron y lo condenaron?


Tantos años después, una plaza, en el lugar en que se levantaba la cárcel, lleva su nombre y apellido en la ciudad que le vio morir de modo tan menesteroso como injusto. En un rincón olvidado de lo que fue cementerio y hoy es campo de fútbol, la maleza inunda los restos de la bóveda del nicho que le sirvió de ignominioso lecho de muerte durante veinte largos años. Una tarde de junio, de hace doce años, para sorpresa de futbolistas y árbitro, dejé un ramo de rosas blancas entre medio de la maleza. Después, luchando a brazo partido por desterrar la melancolía, no pude hacer otra cosa que escribir este libro.




Nota. La foto de Besteiro en la cárcel de Carmona junto a los curas vascos está tomada de la página web de PSOE. Las demás son fotos procedentes de la edición del libro de Andrés Saborit sobre Besteiro que publicó Losada en Buenos Aires en 1967. Las fotos de Carmona, la de la plaza y la de los restos de la tumba de Besteiro, puede apreciarse el libro Cartas desde la prisión y el ramo de rosas blancas, las tomé durante el viaje que hice a esa hermosa ciudad sevillana mientras me documentaba para escribir el libro. Son de cuando no tenía cámara digital y de ahí su baja calidad, por la que pido disculpas.