lunes, 31 de agosto de 2009

Antonio Rabinad: Memento mori



Me levanto temprano. Desayuno. Me ducho. Cargo el coche. Recojo la casa. Preparamos la vuelta. Último día de vacaciones. Me entretengo, para hacer un poco de tiempo mientras los demás terminan de organizar lo suyo, en el viejo banco de madera de la entrada de la casa hojeando el periódico. Me topo, de repente, con la inesperada noticia de su muerte. A la melancolía de la partida forzosa, se une la tristeza por la muerte del amigo, a quien hace mucho que no veía.

Lo conocí en el Mercado de San Antonio, en su puesto de venta de libros de lance. El era jurado de un premio literario, que no gané, al que me había presentado y le fui a preguntar. Me atendió con simpatía y me dijo que lo mío le había gustado y lo había defendido, pero que había unanimidad en que la novela de otro era mejor y ganó. Ahora tomo la edición de Memento mori, para mí su mejor novela, de Argos Vergara y leo con nostalgia la dedicatoria que allí mismo me estampó: “Para Javier Quiñones, escritor, en la primavera de su juventud de Antonio Rabinad, en el invierno de la vejez. Mercado de San Antonio, 31 de mayo de 1992.” El juego de palabras gira entorno al título con el que presenté mi novela al concurso “El invierno de la vejez”. Diez años después vería luz dentro de El final del sueño bajo el título de “Voces apagadas”.

Empezó allí, aquel día, una amistad que continuó, con largos espacios de tiempo en los que no sabíamos nada uno de otro, en el devenir de los años. Leí sus obras en primeras ediciones compradas en librerías de viejo: Marco en el sueño, Los contactos furtivos, A veces, a esta hora. Me parecía la obra de un escritor con un mundo propio anclado en la memoria y en un tiempo que ya no existía, en una Barcelona que los años habían devorado insaciablemente. Me gustaron después dos obras suyas: Libertarias y Juegos autorizados. Vinieron después sus memorias publicadas en Alba bajo el título de El hombre indigno.

Con todo el libro suyo que más me gustó fue El niño asombrado. La primera edición es de Seix Barral de 1966. La portada contiene un enigmático dibujo: una cara de niño que casi responde a los dibujos de retratos-robot de la policía y un revolver que sube desde su barbilla hasta en el entrecejo. Todo ello en trazo fino en blanco y negro. En realidad no se trata de una novela de intriga, sino de un conjunto de pequeñas estampas en las que el escritor habla de su infancia, de su niñez. Lo abro al azar y escojo el inicio de uno de esos pequeños relatos, “Las sirenas”:

¡Primavera del año treinta y seis! ¿Cuántos años tenía yo entonces? ¿Ocho, nueve? No llegaba a los diez. El mundo era algo tenue, ilimitado, casi mágico, donde todo era posible; cada palabra poseía una verdad conforme, maravillosa, exacta. Como poblado de dioses invisibles, el vasto cielo sobre los tejados, era, a la tarde, un ondular de túnicas, de nubes. De vuelta del colegio, me sentaba en el suelo del balcón a contemplar los vuelos de las golondrinas; bajo el balcón pasaban dialogando los obreros de la fábricas; reían grupos de mujeres; el río luminoso se apagaba...
El asombro, el pasmo, la maravilla de la vida alentada desde las sombras ha acabado arrastrándote, como ese río luminoso que se apaga, hacia el mar oscuro de la muerte y de la nada. Pero no te has ido del todo, quedarás en la memoria de los tuyos y de los muchos amigos que hiciste a lo largo de los años. Quedarás en tus obras para los lectores que quieran asomarse a ellas y conocer a ese niño asombrado, que se dejó crecer las melenas y las barbas blancas de la nobleza y el espíritu solidario con los desheradados que alumbra la mayoría de tus páginas. Adiós, amigo. Me uno al dolor de tu familia. Esta noche volveré a leer algunos de los relatos del niño asombrado que fuiste y con el que ahora has ido a encontrarte de nuevo.

viernes, 7 de agosto de 2009

Escribir sobre Max Aub / y 3



ADENTRARSE EN EL LABERINTO: ESCRIBIR SOBRE MAX AUB / y 3

Lo peor vino después, digo, sobre todo para el joven e inexperto estudiante, bastante mediocre, la verdad sea dicha, que yo era por entonces: la penuria de datos acerca del escritor, la inexistencia de ediciones, la búsqueda infructuosa en bibliotecas y librerías de viejo. Con todo, el azar me deparó otros encuentros epifánicos –así llama Alberto Manguel a esos hallazgos que tienen una importancia decisiva en nuestra existencia- en mi relación con la obra de Aub. Aún alcancé a comprar, antes de ser descatalogada, la edición del Jusep Torres Campalans, ese pintor de ficción amigo de Picasso, de Alianza Editorial, de modo que fue éste el segundo texto aubiano que leí. ¿Cómo es posible, me preguntaba entonces, que un escritor capaz de escribir libros como aquellos no figurara entre los más destacados de la literatura española, no se editasen sus obras y su nombre no fuera reconocido y celebrado?

No olvidaré fácilmente la alegría que me produjo el hallar, perdido entre hileras de libros viejos en la feria del libro de ocasión de septiembre en el Paseo de Gracia de Barcelona, un ejemplar de la segunda edición de La gallina ciega, editada por Joaquín Mortiz en México, en 1975. Lo encontré en septiembre de 1977, como señala con precisión mi ex-libris, que por cierto se basa en un dibujo del pintor Ramon Gaya, tan ligado al exilio republicano y hombre de tan extraordinaria sensibilidad. Recuerdo aún la amargura de la queja de Aub ante el desconocimiento del público lector cuando efímeramente regresó a España en 1969: "¿Quién soy yo para todos estos que llenan estos cafés del centro de Barcelona y sus enormes terrazas? Nadie. No, nadie sabe quién eres."

A partir de aquel momento me propuse intentar saber quién era en realidad Max Aub y leer su obra a ser posible en su totalidad. Esto lo escribo muy alegremente aquí, pero en aquel entonces era penosísimo encontrar los libros de Aub. Hoy, la edición de sus Obras completas está estancada y aún quedan muchos textos inéditos. Les pongo un solo ejemplo. Cuando edité los cuentos que cerraban el Laberinto mágico -anden ustedes a saber por qué extraña razón Alfaguara no quiso editarlos en su día en un volumen que cerrara la edición del laberinto-, cuando los edité, digo, eran un total de cuarenta cuentos de los cuales dieciocho estaban inéditos en España y se publicaron por primera vez en 2005, fíjense, ¡qué anomalías tiene este dichoso país nuestro!

No fue, sin embargo, hasta un año después cuando empecé a conocer la faceta testimonial, tan importante, tan decisiva, de la obra aubiana. Por momentos tengo la impresión de que les estoy enredando en una maraña de fechas que no tienen la menor importancia, pero son necesarias porque van marcando los hitos de un caminar que empieza a tocar a su fin. En 1978, digo, la editorial Alfaguara empezó a publicar las novelas de El laberinto mágico; la primera, Campo cerrado. Para el joven que yo seguía siendo entonces, aquello fue el encuentro con una literatura y con una visión de nuestra historia reciente que nos había sido hurtada deliberadamente por el franquismo. Si Vida y obra de Luis Álvarez Petreña me había parecido una novela fascinante, los Campos eran decididamente otra cosa: unas novelas de una modernidad sorprendente, interesantes hasta el colmo, con una estructura narrativa sorprendentemente moderna para el tiempo en que fueron escritas, con una multiplicidad de voces que, a menudo en dialogismos, muestran los acentos dispares de la Barcelona de los años inmediatamente anteriores al estallido de la guerra incivil, obras que me estaban enseñando, sin que fuera consciente de ello, cómo había sido de desdichada nuestra historia reciente y qué se había perdido realmente cuando se perdió la República. Esas novelas tenían la virtud de hacerme imaginar el pulso vivo de aquellos días, preñados de muerte y de esperanza a partes iguales. A partir de ese momento, y hasta 1981 en que se publicó, también por Alfaguara, Campo de los almendros, última de las novelas de El laberinto, hice de Aub y de su obra centro de mis estudios literarios, o sea, me adentré más en la espesura, me perdí definitivamente en el laberinto, puesto que ya no era sólo leerle, era empezar a estudiarle, empezar a escribir sobre él y su obra, sobre lo suyo, siempre tan decididamente suyo. Pero, ahora lo puedo decir, ¡fíjense, otra vez, siempre después!, lo que aprendí entonces, digo, fue algo más decisivo: aprendí a escribir, conocí la auténtica dimensión creativa de la literatura, aprendí a poner en cuestión la imagen que me había sido transmitida de nuestra historia y descubrí una visión cosmológica y existencial del ser humano de la que carecían muchas de las novelas que por aquel tiempo había leído. Lo que descubrí en aquellos años en la obra de Aub fue muy importante para el joven que yo era entonces y ahora, treinta y tantos años después, cuando estoy en puertas de encontrar por fin la salida del laberinto, quiero dejar ante ustedes constancia de ello. Y empecé a escribir sobre Max Aub.

¿Cometí un error? ¿Debería haberse quedado el deslumbramiento que me produjo la obra literaria de Aub en eso, en deslumbramiento, en enseñanza, en placer lector? ¿Es conveniente dar el paso que yo di? ¿Debería haberme abstenido de mezclar mi pasión de lector con los estudios académicos y con la escritura de artículos sobre lo leído y después estudiado? A estas alturas de mi vida, créanme, no estoy en disposición de dar respuestas a estos interrogantes, que tal vez no dejen de ser más que interrogaciones retóricas, esto es, preguntas que me hago a mí mismo en voz alta sabiendo que no tengo respuestas para ellas. Lo que no puedo evitar, es borrar lo escrito y lo publicado, lo editado en libros. Han sido muchos años de esfuerzo que han culminado en ese Max Aub, novela que publiqué, como colofón en marzo de 2007 -¡otra vez las fechas!-, bueno, el verdadero colofón empieza con estas páginas que ahora leo ante ustedes, a todo este recorrido mío por un laberinto en buena medida ajeno. Sólo me queda invocar el favor de los dioses y pedir perdón a Aub si algunas de mis páginas fueron decididamente erróneas, lo único que puedo asegurarles es que fueron escritas con la mejor de las voluntades y de las intenciones; pero ya se sabe, de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, frase atribuida por San Francisco de Sales a San Bernardo de Claraval, nacido en Fontaine de la Borgoña (Francia) en el año 1091, aunque José María de Iribarren, en su estupendo El porqué de los dichos, sostenga que se trata de una expresión muy antigua y de origen impreciso.

Nacieron así, al hilo de ese descubrimiento, mi tesis de licenciatura y los primeros artículos -el primero en El socialista y el segundo en Ínsula- que dediqué a Max Aub y a su obra. El artículo de Ínsula, muy filológico, nació de mi tesis de licenciatura y se debió a que mi tutor, el doctor Laureano Bonet, me lo pidió para la revista, de cuyo consejo de dirección formaba entonces parte, no se vayan a creer que yo, joven recién licenciado tenía acceso a semejantes publicaciones. Pero el artículo de El socialista lo envié sin conocer a nadie, a las bravas, cuando se cumplían diez años del fallecimiento de Max Aub y cuál fue mi sorpresa cuando lo vi publicado siete días después de haberlo enviado. Esas pocas páginas son las primeras que escribí sobre la vida y la obra de Aub.

En mi tesis de licenciatura incluí, en uno de los apéndices, un proyecto de edición que tuvo que esperar trece años y la socorrida intervención del azar para convertirse en Enero sin nombre. Los relatos completos del Laberinto mágico, editado por Alba Editorial con una presentación de Francisco Ayala, libro en el que recogía y prologaba los cuentos testimoniales de Aub clasificados en tres apartados: cuentos sobre la guerra civil, los campos de concentración y el exilio, ese esquema de clasificación fue el seguido años después por mi amigo Javier Lluch para su magnífica edición en el volumen dedicado a los cuentos en las Obras Completas del escritor. La edición de Lluch recoge un par de cuentos encontrados en el legado, que yo no pude entonces consultar, pero no anduve demasiado equivocado cuando de subtítulo puse lo de “relatos completos”, aunque hubiera sido más certero poner el cuantitativo “casi completos”. Era el año 1995.

Como ejemplo de otras sincronías aubianas que fueron ocurriéndome en mi vida literaria, déjenme que destaque la del año de 1992, que fue para mí trascendental. De libertad tendidas mis banderas, el cuento mío cuya acción transcurría en Alicante y Albatera en los últimos días del mes de marzo de 1939, y que era un homenaje secreto a la persona de Max Aub, ganó el concurso internacional de cuentos que lleva el nombre del escritor y que otorga el Ayuntamiento de Segorbe y la Fundación Max Aub, entonces aún no constituida. Merced a ese premio conocí a Elena Aub, la hija del escritor, después conocería a sus dos hermanas, María Luisa, Mimín, y Carmen; Elena, digo, fue jurado del premio junto a Manuel Tuñón de Lara. No podía iniciarse de otro modo la publicación de mi obra literaria de creación: galardonada con un premio que llevaba el nombre de un escritor al que tan ligado me sentía ya. A ese libro siguieron otros, entre ellos uno del que no acabo de estar del todo insatisfecho, Años triunfales. Prisión y muerte de Julián Besteiro, que vio la luz con un prólogo de Camilo José Cela en 1998, hace ahora diez años. Pero no nos desviemos de nuestro objetivo y volvamos a adentrarnos en el laberinto.

Entretanto, digo, seguía leyendo a Max Aub y escribiendo artículos sobre su obra y sobre la de otros escritores del exilio republicano de 1939, al mismo tiempo que participaba en congresos universitarios dedicados al exilio. El azar, que tanto ha tenido que ver en el desarrollo de mi carrera literaria, me deparó un encuentro casual en la calle, en junio de 2002. Me dirigía a una estafeta de Correos a enviar las pruebas corregidas de mi libro de cuentos El final del sueño al editor y amigo Sergio Gaspar (DVD Ediciones), cuando me encontré con Josep Mengual, de Edhasa. Le dije entonces que había reunido una serie de aforismos extraídos de la obra de Aub y que se los iba a enviar para ver si tenían cabida en la colección de aforismos de la editorial. Al editor, Daniel Fernández, le gustó la propuesta, la compartió y dio el visto bueno a la publicación. Nació así Aforismos en el laberinto, que se publicó con una presentación de José Antonio Marina y del que fui responsable de la selección y del prólogo, como ya he dicho, así como de una biobibliografía que iba como apéndice de la edición. Fue mientras recopilaba datos para esta cronología biográfica de Aub cuando surgió la idea, que se me impuso con la fuerza con la que siempre se imponen los proyectos de verdad, de escribir una obra narrativa sobre la vida y la obra de Max Aub y que acabaría convirtiéndose en una suerte de crónica de una generación desgarrada por la Guerra Civil y el exilio, la generación del 27 y la de la República, la del propio Max Aub, cuyos avatares biográficos servían a la vez de hilo conductor y testimonio de una época irrepetible de nuestras letras: la Edad de Plata. En el texto de la contraportada del libro se dice: “Explorando las posibilidades y los límites del relato de base real, Javier Quiñones ha escrito un vívido retrato generacional de quienes protagonizaron la llamada Edad de Plata de las letras españolas, al hilo de los apasionantes avatares de uno de los escritores europeos más enigmáticos e interesantes del siglo XX. Y, paradójicamente, con un final, si no feliz, sí abierto y esperanzado.”

Ese final, ahora lo puedo confesar ante ustedes, era casi una usurpación literaria, porque en él yo tomaba de la mano a los dos personajes del Laberinto mágico más queridos por Aub, Vicente Dalmases y Asunción Meliá y les seguía la peripecia vital hasta nuestros días en un epílogo al que di el título de “No todo está consumado”. Les llevaba hasta las primeras elecciones libres después de los años de hierro de la dictadura, esto es, hasta el 15 de junio de 1977. Vicente y Asunción, ya muy viejecitos, claro, seguían siendo fieles militantes comunistas, como lo son en Campo abierto o en Campo de los almendros y asisten emocionados a la escena en la cual Pasionaria y Alberti bajan cogidos del brazo las escaleras del hemiciclo de las Cortes para integrarse en la Mesa de Edad que presidió aquella sesión de las primeras Cortes Constituyentes. En ese momento el círculo se cierra, el laberinto les muestra la salida. ¿Les parece si les acompañamos en su paseo vespertino de aquellas tardes de verano preñadas de esperanza y de aires nuevos de libertad? Vamos, pues:

“Durante las primeras semanas de julio empezaron a llegar a Viver de las Aguas los veraneantes. Normalmente se trataba de gentes de Valencia que o bien poseían casas en el pueblo o bien las alquilaban para pasar el verano. Max Aub, Medina Echavarría, Alfonso Zapater y José Gaos fueron los que descubrieron este pueblo en los años treinta a los intelectuales y artistas de la Valencia de entonces y muchos compraron casas en el pueblo y las rehabilitaron. La casa de los Aub estaba al final del pueblo. Era una casona señorial y vieja, rodeada de jardín al que se entraba por una verja y una camino de gravilla y cuyo estado era casi de total abandono, invadido por la maleza, porque la familia del escritor hacía tiempo que no iba a Viver. Asunción y Vicente gustaban a menudo de llegarse paseando hasta allí en los atardeceres calurosos del verano. Una tarde vieron las persianas abiertas de la casa y un coche aparcado en el exterior del jardín. Intrigados, decidieron acercarse. Vieron entonces a un hombre de pelo canoso, con gafas de concha y aire de intelectual, que bajaba el equipaje del coche y lo iba introduciendo en la casa. Iba solo y caminaba trabajosamente, sus gestos estaban marcados por la lentitud y por cierta torpeza. De tanto en tanto se paraba como para descansar, como para reponerse del esfuerzo que le suponía llevar las maletas desde el coche hasta la casa. A Vicente y a Asunción, que se miraron sin decirse palabra, asombrados los dos como estaban, les pareció advertir algo conocido en los rasgos de aquel hombre, era como si ya lo hubieran visto otra vez, había algo en él que les resultaba vagamente familiar, conocido:
-Oye, Vicente, ¿no es ese Max Aub, el escritor que dirigía El Búho? –preguntó Asunción.
-No, mujer, imposible –le contestó Vicente con sus pocas palabras de siempre.
-¿Imposible?, ¿por qué? –le preguntó Asunción con la misma escasez de palabras.
-Porque Max Aub murió en el exilio mexicano en julio de 1972.”

Llegados a esta altura y con la conciencia clara de haber abusado de su generosidad, va siendo hora ya de poner fin a esta disertación y empezar, si ustedes así lo desean, una charla-coloquio sobre Max Aub. Ese libro, del cual les acabo de leer la última página, supuso para mí la salida del laberinto. Cuando lo terminé y lo vi impreso, me asaltó la sensación de que aquello era un punto final, de que ya no tenía nada que decir sobre Aub. No que sintiera cansancio ni nada parecido, de hecho he releído algunos textos suyos con posterioridad, y he tenido la fortuna de encontrar un libro inédito, sobre el que no me quedó otro remedio que trabajar sobre él, pero me di cuenta de que cuanto tenía que decir sobre Aub estaba ya dicho en los muchos artículos que dediqué a su vida y a su obra y en ese libro que lo recogía todo a modo de síntesis final. Había llegado al final del laberinto, sólo faltaba traspasar el umbral, dejar atrás un montón de años y salir al aire libre, a encontrarme de nuevo conmigo mismo. En eso estoy y estaré.
Muchas gracias a todos por su paciencia al escucharme.

Javier Quiñones, Barcelona noviembre de 2008.