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lunes, 9 de noviembre de 2015

Donde habita el olvido: la estación de Tordesalas en otoño


El corte exacto de los raíles, que ya no llevan a ninguna parte, deja una cicatriz abierta sobre la tierra. La sosegada luz de la tarde de otoño se posa con nostalgia sobre los travesaños y las piedras, sobre la maleza y las carrascas, sobre los montes grisáceos a lo lejos: placidez dormida en la soledad del paisaje. 


Tordesalas es ya, como su estación inservible, que resiste en pie desafiando a los elementos y al paso del tiempo, un pueblo abandonado. Con todo, las estadísticas que consulto me hablan de cinco habitantes en el año 2014.


La maleza lo invade todo. Los huecos de las ventanas, los umbrales de las puertas que ya no existen, el letrero que resiste anclado en la pared señalando la altitud del lugar 1066,2 metros sobre el nivel del mar, ¡qué lejos del mar está esta tierra árida y seca, donde el otoño es tan dulce y los inviernos tan largos!, los andenes derruidos, las vías desaparecidas en este tramo, el tejado que se resiste a dejar a la intemperie a las paredes que heroicamente siguen en pie, todos me están hablando en la tarde de otoño en que los contemplo de la fugacidad del tiempo, de la brevedad de la vida, que se escapa a cada momento por esas vías que ya no llevan a ningún lugar.


El edificio de la estación y el árbol cuya sombra apenas cobija se integran en la naturaleza que los envuelve y los rodea bajo el cielo de la tarde de octubre. Son como un vestigio del pasado, cuando la vida no pasaba de largo por estos lugares.


El milagro de la naturaleza hace que de una vieja carrasca, de una encina que apenas llega a serlo, brote el humilde fruto, hermosas bellotas en la rama, como el que don Quijote toma en su mano cuando, ante los pastores que no le escuchan vencidos por el sueño, pronuncia para nadie su inolvidable "Discurso de la Edad de Oro". Pienso por un instante, entre la luz declinante del atardecer, en esta nuestra edad de hierro, y como el hidalgo me asombro de que se rinda ciega pleitesía a la técnica como a un moderno becerro de oro y se echen en el abandono lugares tan hermosos como estos.


Es hora de seguir camino, Barcelona queda lejos aún, tan lejos como atrás han quedado Valverde del Fresno y la Sierra de Gata. La ruta, por la nacional 234, me ha llevado a cruzarme de nuevo con los restos de esta clausurada línea de tren sobre la que ya escribí en este blog. Pueblos deshabitados, estaciones en desuso que aún se mantienen en pie como testigos del pasado, de un tiempo que se fue sin remedio y dejó este paisaje abandonado a su soledad y desamparadas estas hermosas tierras de España, tan austeras, tan entrañables, tan dulces al recuerdo. 


Nota. Las fotografías fueron tomadas a primera hora de la tarde del domingo 25 de octubre de 2015, en el trayecto del viaje de regreso a Barcelona desde Sierra de Gata entre Soria y Calatayud, en la nacional 234.

martes, 10 de marzo de 2015

Caminos del exilio: Cantallops / y 2


Mientras el coche circulaba por la escarpada ladera, por una pista forestal más apropiada para un jeep que para un turismo, con un suelo irregular que se iba empapando con la lluvia que caía mansamente, salpicado de piedras y con badenes considerables en algunos tramos, pensaba en qué podía haber impulsado a aquellas personas a elegir este camino para llegar al paso fronterizo, a unos doce kilómetros aproximadamente de Cantallops, aunque tal vez fuera el colapso producido en el paso de Le Perthus lo que les empujara a buscar caminos alternativos aunque fuese a través de las montañas. 


La ascensión a pie, y cargados de bártulos, no sería fácil para quienes optaron por seguir esta ruta para dejar España. Detuvimos el coche en lo alto del collado para contemplar el paisaje de la plana del Ampurdán, que se dejaba acariciar por el sosiego de la lluvia. Llegamos, trabajosamente, a la cima, lugar donde la pendiente se suavizaba, y allí seguimos la ruta hacia el Castillo de Requesens, nuestro lugar de destino.


Conforme nos adentrábamos y nos acercábamos a la fortaleza, el camino estaba en peor estado. Los encinares se mezclaban con otras especies de árboles en un peculiar batiburrillo. Luego supimos que el bosque había sido sometido a una deforestación salvaje, lo que había conllevado que la repoblación, ignoro si natural o planificada, diera esa mezcolanza de especies. 



El edificio de la aserradera, casi al pie del castillo, apenas resiste la ruina del tiempo. Las madreselvas ocultan los muros, pero aquí se tallaron árboles centenarios sin el menor escrúpulo durante años. Hoy todo lleva la huella del tiempo impresa, como de algo perteneciente a un pasado de cierto esplendor que ya nunca volverá.



El último kilómetro, hasta el fuerte, es de un pronunciado desnivel y el estado del camino empeora notablemente. No obstante, subimos en el coche, que tuvo que trabajar lo suyo. En aquel febrero de 1939, quienes llegaran hasta aquí, lo harían a pie y buscarían refugio en el castillo para guarecerse tal vez de la lluvia y buscar amparo para pasar la noche en sus estancias semiderruidas, ya que fue saqueado por los anarquistas al inicio de la revolución en julio de 1936.




El castillo fue ocupado por los militares tras el final de la Guerra Civil y fue un destacamento para luchar contra el maquis y de vigilancia de los numerosos pasos fronterizos que existen a lo largo de la sierra de las Alberas. Fue, así, el castillo, un cuartel y los militares que lo ocuparon acondicionaron las estancias a sus necesidades y edificaron un hospital intramuros del castillo, del que hoy se puede ver aún el símbolo de sanidad. 



Algunos dicen que destrozaron la rehabilitación que se había llevado a cabo unos años antes, de la cual todavía quedan restos, como estas baldosas con el emblema bien conservado. Pero sea como fuere, el castillo entró en una decadencia que hoy se ha frenado en parte, pero solo en parte.










Desde las almenas, si se mira al frente, se ve la tierra francesa, la que acogería a los refugiados que atravesaron la frontera por allí, un lugar escarpado e inhóspito, tanto a un lado de la frontera como al otro. 




Si se mira por la otra vertiente de la ladera, se advierte la plana del Ampurdán desdibujándose a lo lejos. 




Esa sería la última visión, si el día era claro, que tendrían de España los que decidieron exiliarse por aquí en febrero de 1939. A un lado la lejanía de la llanura y a otro el enmarañado laberinto de caminos boscosos. Dejar atrás la vida vivida para adentrarse en el territorio de la incertidumbre.







Deben ser escasísimos, si los hay, desde luego yo no he tenido acceso a ellos, los testimonios de quienes se exiliaron por este lugar. Al pasar de los años, solo se conservan los relatos de quienes en su tiempo tuvieron acceso a los medios de publicación, es decir, diputados, historiadores, escritores, periodistas; sin embargo, los relatos que se conservaron vivos en la memoria de las gentes y que se transmitieron de forma oral de generación en generación, tienden a ir desapareciendo. No es extraño, por tanto, que del paso por La Vajol y Agullana haya muchos documentos y libros, pero ignoro si los habrá de quienes pasaron por este camino áspero y difícil de Requesens. 


La lluvia ha cesado y emprendemos el regreso hacia Cantallops. Nos acompaña la sensación de que la naturaleza se ha ido imponiendo al esplendor de una época sepultada ya en el tiempo. Solo sobreviven los restos del naufragio, el castillo en desuso y medio abandonado, una ermita, un restaurante y las ruinas de una serradora cuyas paredes son una significativa metonimia del olvido. Cuando llegamos a Cantallops nos sorprende un arco iris que indica que la tormenta ha terminado definitivamente.   


Nota. Todas las fotos, excepto la histórica, las tomé en Cantallops y en Recasens el domingo quince de febrero de 2015.

sábado, 21 de febrero de 2015

Caminos del exilio: Cantallops / 1


La mañana de domingo se levantó lluviosa y fría, como corresponde al mes de febrero. La carretera, estrecha y mal asfaltada, se fue adentrando poco a poco en la espesura de la Sierra de la Albera, que se dibujaba azul a lo lejos. Detrás de los montes, la raya imaginaria de la frontera entre Francia y España. Llegamos a Cantallops, tomando un desvío a mano derecha en la carretera comarcal que conduce a La Jonquera desde Roses y Vilajuïga, entre una lluvia que caía mansamente sobre los campos y las lindes del camino, verdecidas en unos tramos y resecas en otros.


Fue este pequeño, hermoso y silencioso pueblo uno de los lugares elegidos, dada su cercanía a la frontera francesa, por muchos de los que querían dejar atrás la pesadilla del avance inexorable de las tropas nacionales, para cruzar la raya que separa Francia de España. Muchos eligieron el camino, más transitado y seguro, pero también más concurrido y abigarrado, de La Jonquera; pero otros prefirieron atravesar el áspero y dificultoso sendero de las Alberas para llegar al país vecino, que tan mal acogió la avalancha humana que se le vino encima y lo desbordó en aquel febrero de 1939. Damos una vuelta por las calles estrechas del pueblo, casas de fachada de piedra, silencio, la lluvia cayendo pausadamente sobre los tejados que en otro tiempo vieron pasar a los que marchaban expulsados de su tierra hacia un destino adverso e incierto.





Dejamos el pueblo atrás y nos disponemos a realizar la ascensión hacia el Castillo de Requesens. El camino deja de estar asfaltado y se convierte en una pista forestal de difícil conducción, con un suelo irregular y lleno de piedras. Antes de internarnos en la espesura de la sierra, vemos a lo lejos la llamativa fachada del Mas Bell-Lloc. 


Aquí estuvo refugiado, antes de marchar a Agullana para reunirse con Companys en Mas Perxès, el diputado, periodista e historiador Antoni Rovira i Virgili. Llegaron por carretera desde Girona, procedentes de Olot tras haber partido de Barcelona cuando ya la entrada de las tropas nacionales era inminente, en el bibliobús del Departament de Cultura de la Generalitat, que luego seguiría camino hasta Agullana, hasta el Mas Perxès, en las afueras del pueblo. El último tramo del camino tuvieron que hacerlo a pie porque el autobús no podía circular por caminos tan estrechos. Tenía entonces, Rovira i Virgili, cincuenta y seis años y marchaba camino del exilio con su familia; moriría en Perpignan en 1949, después de haber sido President del Parlament de Catalunya en el exilio. Publicó, ya en el destierro, en Buenos Aires, en 1940, en las Edicions de la Revista de Catalunya, su libro Els darrers dies de la Catalunya republicana


En sus páginas describe la noche pasada en el Mas Bell-Lloc, que en ese momento teníamos frente a nosotros, con estas palabras que traduzco del catalán:

Llegamos al Mas Bell-Lloc. Decepción desde el primer momento. Es un viejo castillo destartalado y ruinoso. Enseguida percibimos que hace mucho frío. Mientras caminábamos, el ejercicio de la marcha atenuaba la crudeza de la temperatura. El frío de los espacios interiores es el más difícil de sobrellevar.

En este caserón -medio masía, medio castillo- hay pocos muebles: pocas sillas, pocas mesas, pocas camas, ninguna comodidad. No hay cena, ni tampoco ingredientes para prepararla. Los masoveros no pueden ofrecernos otra cosa que unas rebanadas de pan, unos trozos de butifarra y un vaso de vino dulce. Nos lo ofrecen con buena voluntad y nos sienta bien.


Si con un poco de imaginación podemos pensar que hemos cenado, ni con toda la imaginación del mundo podríamos pensar que tenemos lecho. No nos queda ni el recurso de poner colchones en el suelo, porque no los hay. No hay ni jergones. ¡Si tuviéramos al menos aquellos bancos de la noche de Gerona! La noche de Cantallops será más dura.


Mientras los masoveros se van a acostar en la cama donde duermen cada día, única que hay en la masía, las treinta personas que nos hemos alojado allí, nos distribuimos por diferentes estancias, que utilizamos como si fueran dormitorios. Mi mujer y yo apelamos al ingenio para construir unos lechos con hatillos, maletas y mantas. Como solo caben nuestros hijos, ella y yo pasamos la noche sentados en las sillas.


A pesar de la dureza de las condiciones descritas por Rovira i Virgili, estos intelectuales, diputados muchos de ellos, tuvieron unas condiciones mejores de exilio si las comparamos con las que tuvo que sufrir el pueblo llano; mucho peor fue para los soldados y la población civil que tuvieron que continuar el camino, en dura ascensión, hacia el castillo de Requesens, en el que muchos se refugiaron para pasar la noche, para cruzar después la frontera por un paso agreste de montaña. Por el contrario, Rovira i Virgili y otros escritores y políticos, se desplazaron desde el Mas Bell-Lloc hasta Agullana para instalarse en el Mas Perxès, donde estaba el presidente Companys y un nutrido séquito de intelectuales, políticos y militares. Después, desde allí, salieron Rovira i Virgili y su familia, junto a otras personas, en el bibliobús camino de La Jonquera para exiliarse finalmente en Perpignan.


No obstante, no todos los que estaban "alojados" en el Mas Perxès tuvieron las mismas facilidades, si puede hablarse así, para exiliarse. El escritor Xavier Benguerel, por ejemplo, se exilió a pie a través del coll de Manrella, junto a otros compañeros que estaban como él en el Mas Perxès. Así lo narra -traduzco del catalán- en su libro Els vençuts, que es una reescritura de la novela testimonial de 1956 titulada Els fugitius, que el autor revisó y amplió en 1969:

- Sin forzar el paso, en una media hora o tres cuartos llegaréis al coll de Manrella, sobre el valle de Les Illes.

Retomamos el camino bien entrada la noche. Avanzábamos juntos, confiados, pero sin detenernos. Escalamos el collado con los ojos fijos en la línea iluminada que reseguía la cima.

Caminamos mucho tiempo, dos o puede que tres horas. Tuvimos que rehacer una y otra vez un camino sin camino, entre pedregales que nos herían los pies, setos espinosos y toparnos con intransitables torrenteras con timbas y barrancos o simulacros de sendero que al fin y a la postre no conducían a ningún sitio. Sabíamos que era imprescindible subir, trepar hasta la cima, desembocar como fuera en la vertiente que entraba en Francia (...) Pasamos la frontera bañados por la luna, en silencio.




La mayoría de los testimonios de lo que fue y significó aquel exilio, en la zona de Cantallops, Agullana y La Vajol, son los dejados por los escritores y los historiadores catalanes, como el caso de Rovira i Virgili y Benguerel, claro que también otras personas, entre ellas el Presidente de la República, Manuel Azaña, escribieron sobre ello. No obstante, con el paso de los años se va perdiendo la memoria de la gente corriente que vivió aquel exilio en circunstancias muy duras y trágicas no pocas veces. Nadie se preocupó durante años de preguntar a los supervivientes de aquella tragedia y hoy muchos episodios permanecen en el olvido a la espera de futuros investigadores que se interesen por los hechos, aunque si lo hacen, y no dudo de que así será, tendrán que trabajar sobre los documentos escritos y conservados, pero ya no podrán contar con el testimonio, con la memoria viva, de las personas que estuvieron allí en aquel preciso momento.



domingo, 25 de enero de 2015

Caminos del exilio: La Vajol



Llegamos a La Vajol cuando ya casi caía la tarde. La luz de enero declinaba y entristecía ciertamente el paisaje. Hacía frío y abrigados recorrimos los senderos que bordean la pequeña población. Bosques de hermosas encinas. El suelo abrigado de bellotas desperdigadas. El monumento al exilio revive un instante de la tragedia que por aquí, en estos y otros parajes similares, se vivió en tal mes como este del año de 1939. 






Alguna casa de este pueblo sirvió de última morada en España al presidente Manuel Azaña. Él mismo se encargó de contarlo en una larga "Carta a Ángel Ossorio", recogida en Memorias de guerra 1936-1939, publicado por Grijalbo en 1996. Escribe allí el presidente Azaña:

Mientras tanto en La Vajol ocurrían algunos incidentes extraños. Más allá de la minúscula aldea, atestada de refugiados, el camino corre por una meseta pintoresca, y se bifurca. La rama de la derecha pasa junto a una masía, una gran casa, ya muy estropeada, y remonta a un puertecito, a pocos cientos de metros, que es la frontera. La rama izquierda desciende a un barranco, hasta cierta mina de no sé cuál sustancia. En la mina, aprovechando sus instalaciones, y en otras construidas para el caso, estaban depositados los cuadros que no cupieran en Perelada, y joyas y otros objetos que según me dijo Negrín valían 200 millones.





Estuvimos aquí hace un montón de años, cuando recorrimos por primera vez los caminos del exilio. Nos detuvimos a fotografiar el paisaje que seguramente verían, si es que en aquellos días hubo alguno con la suficiente claridad como para contemplarlo y si es que el presidente y sus acompañantes quisieron salir al camino una tarde, tal vez parecida a la que dedicamos nosotros a visitar estos lugares, para asomarse y ver la tierra catalana que estaban en trance de perder de un día para el otro, verían, digo, Azaña y los que estaban con él, la soberbia vista de la plana del Ampurdán con la bahía de Rosas al fondo, perdida entre la última bruma de la tarde, que desfiguraba suavemente el paisaje.



Por ese mismo camino, que hoy está asfaltado y por el que se conduce cómodamente, se llega a la cima del Coll de Manrella, hoy paso franco hacia Francia; seguro que por ahí cruzarían también la frontera entonces muchas personas. Hay allí erigido un monumento a la memoria de Lluís Companys. El paso fronterizo está hoy abierto como pista forestal después de muchos años de estar cerrado.






Sin embargo, Azaña y Negrín se exiliaron por el Coll de Lli, por donde lo harían con una hora o algo más de retraso los presidentes Aguirre y Companys. Hay allí, en el lugar por donde dejaron a la sola y desdichada España, como dijo Cervantes en La Numancia, una placa conmemorativa del evento histórico y una panel con datos para el que quiera leerlo.





Así narró Azaña su salida de España en la carta a Ángel Ossorio, quien sustituyó a Luis Araquistáin como embajador en Francia tras la caída del gobierno de Largo Caballero:

El domingo 5, a las 6 de la mañana, emprendimos el camino del destierro. Éramos una veintena de personas, Martínez Barrio no se había olvidado de Companys, pero como el séquito del Presidente de la Generalidad le pareció a Martínez Barrio demasiado numeroso y abigarrado, creyó mejor que no saliese en nuestra compañía. Citó a Companys en La Vajol, pero con una hora de retraso; así, cuando llegase, ya habríamos salido nosotros y él seguiría el mismo camino. Nos acomodamos en los coches de la policía, capaces de trepar por aquel derrumbadero. Hicimos luego el resto del camino a pie. Ya en lo alto apenas clareaba, los bultos de los carabineros, cuadrados con mucho respeto, nos vieron pasar. El descenso, por una barrancada cubierta de hielo, fue difícil.






Nos marchamos de La Vajol cuando ya anochecía. El frío era muy intenso. Camino de La Jonquera, nos detuvimos en las afueras de Agullana, para ver el Mas Perxès, el lugar donde estuvo Companys y un grupo de políticos e intelectuales que le acompañaban. 



Allí otra vez los bosques de encinas y los paneles informativos de las rutas del exilio.





El trazado sinuoso nos condujo, finalmente, hasta la carretera de La Junquera y después nos perdimos por los caminos del Ampurdán rumbo a casa. Azaña en la memoria. La nostalgia del pasado asaltando una vez más los días del presente.


Al llegar a casa busqué en las estanterías de mi biblioteca la edición del libro de Josep Pernau Diario de la Caída de Cataluña, Ediciones B, Barcelona, 1989, y leí el siguiente pie de foto referido a la que ilustra la portada del libro y que sirvió de base para el monumento al exilio erigido en La Vajol:

Cincuenta años median entre las dos imágenes (la mencionada y una de los dos hermanos en una calle de Barcelona, obra de Pere Monés), pero algunos de los personajes son los mismos: son Alicia Gracia Bamala, que en la fotografía histórica aparece de la mano de su padre y su hermano Antonio, que es el chico que se ve en tercer lugar. El del centro, el hermano menor, Amadeo, vive también (al menos, en 1989). Fueron protagonistas de una historia que empezó a escribirse en Monzón, Huesca, siguió por Cataluña y terminó en Francia.
   


Antes de dormirme, agotado por el intenso día de emociones vividas o revividas, porque estuvimos aquí muchos años atrás, cuando aún no había paneles informativos, releo el inicio del poema "1936", de Luis Cernuda, perteneciente a Desolación de la quimera:

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
Cuando asqueados de la bajeza humana,
Cuando iracundos de la dureza humana:
Este hombre solo, este acto solo, esta fe sola.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.

Nota. Las fotos las tomamos el sábado tres de enero de 2015, excepto la de la Mina Canta o Mina de Negrín y, claro, la de Negrín y Azaña, que no se corresponde al momento de la salida de España. Ambas las tomé de la red.