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viernes, 3 de septiembre de 2021

Carta abierta a Alberto Ruiz-Borau



Estimado Alberto:

Si mi palabra pudiera levantar el vuelo para ascender hasta ese cielo de los poetas donde ahora le imagino -el mismo donde situó a su hermano Augusto cuando le dedicó su novela Los sentimientos extinguidos (2016)-, le diría que desde que nos dejó las lluviosas mañanas de principios de septiembre anuncian inclementes un otoño desabrido antes de tiempo. Un otoño, este de 2021, en el que tristemente no estará entre nosotros, o quizá, sí, nunca se sabe. Un otoño que en vez de convidar a los estudios nobles, como decía Fray Luis, hará bueno, bien sé que contra su voluntad, el título de su novela de 2007, El año que perdí el otoño, una de las mejores suyas y quizá la que a usted más le gustaba, aunque yo pensara, y así se lo dije muchas veces, que su mejor obra, para mí, fue La piel de la serpiente (2001). Ahora quizá importe poco que lo diga, pero sigo creyendo que esa novela merecería una reedición.
 
Esta es la última carta que le escribo, Alberto, la que cierra definitivamente nuestro epistolario. Es una carta de adiós, de recuerdo del corto tiempo que duró nuestra amistad y nuestro intercambio intelectual y literario. Es una carta de homenaje, es la carta de un amigo y de un compañero de tareas literarias. Un adiós, un hasta siempre, un elogio a su integridad moral y a su decencia, por eso he querido que sea una carta abierta.

La relación epistolar que mantuve con usted desde que nos conocimos en San Mateo, en el bar El Puente, a principios de agosto de 2015, se ha mantenido, con periodicidad constante, hasta prácticamente su final, del que tuve desgarradora y triste noticia hace solo unos días. ¿Se ha marchado usted definitivamente, Alberto, o es el suyo un temblor de pájaro en la rama desde el que sigue observando, con su mirada escéptica, esta endiablada comedia humana?
 
A principios de marzo de 2021 recibí su última carta y junto a ella una mía de febrero devuelta con sello de la Estafeta de Correos de San Mateo con una nota escrita a mano y con una firma ilegible que decía "caducado en lista". Sigo sin entender el sentido exacto de esa expresión. Luego probamos, con escaso éxito, a mantener la correspondencia a través del correo electrónico, pero no funcionó. Déjeme, ahora, recuperar algunas palabras de esa carta que usted nunca llegó a leer, la que me devolvieron inopinadamente. Escribía yo, con fecha 3 de febrero, lo siguiente: "Aunque el retiro del que me habla sea riguroso, (ese retiro no era más, ni menos, ciertamente, que un confinamiento frente al Covid-19 que le recomendaron los médicos de su familia) no sabe lo que me tranquiliza y me alegra saberle tan bien cuidado. Ese lugar, esa casa, desde la cual me escribe ahora, es ideal para confinarse y cuidarse de esta bárbara invasión que es el Covid-19. Sea dócil y déjese cuidar." 

Le añadía al final un post scriptum con una nota personal; se la reproduzco aquí: "Nota personal. Mi madre, que es un año mayor que usted, nació en 1927, en La Coruña, cumplirá noventa y cuatro años en marzo. Vive en Madrid y está, como usted, confinada en su piso, cerca del Bernabeu; apenas sale de casa, pero está bien. Los padres de mi mujer, Pablo, de ochenta y cinco, aragonés de casta, y Manuela, de ochenta y cuatro, también están confinados en su piso de Badalona. Todo esto es muy duro, Alberto, pero hay que resistir, Alberto, hay que vivir, por encima de todo, vivir."

En su última carta, fechada el seis de marzo, y firmada con una letra temblorosa, me hablaba usted de su estado de ánimo, que no pasaba por sus mejores momentos, y de su ansiedad y su malestar. Me decía que "ojalá termine pronto la pandemia y podamos vernos como corresponde a nuestra especie ahora que parece despejarse el futuro", al tiempo que se alegraba de que nosotros hubiésemos podido esquivar el contagio del covid." En fin, en puertas de que apareciera mi novela sobre su padre, un ejemplar de la cual, con una dedicatoria, le envié a San Mateo -certificado y con acuse de recibo- a finales de junio, le sobrevino, declinando agosto, la muerte, como una sombra homicida y cautelosa. Por mi parte esperaba que en algún momento se hubiera podido hacer una presentación del libro y que en ella hubiéramos podido compartir un rato de charla sobre la literatura en general y la obra de su padre en particular, pero ya no podrá ser y no sabe lo mucho que lo lamento.

Le conocí muy tarde, Alberto, pero le conocí. Supe siempre que una novela sobre su padre, así se lo dije en nuestro encuentro en el bar El Puente, no podría escribirla sin conocerle antes a usted. Conté luego ese encuentro en un artículo publicado en "Artes y Letras" del Heraldo de Aragón (ver aquí). Desde entonces mantuvimos una intensa relación epistolar que ahora ha quedado bruscamente truncada. Leí su obra literaria y sobre todo aprendí mucho de usted, como escritor y como persona. Le dio tiempo a leer mi libro sobre su padre y no sabe cómo agradecí sus comentarios sobre el mismo y su deseo de que tuviera éxito, "si hay justicia en el cielo, -me escribió- así será". Gracias, Alberto, por su generosidad y por el compañerismo.

Ha sido un honor haberle conocido. Hasta siempre, amigo y compañero. Me sumo, desde esta mi última carta, que he querido, reitero, abierta, al dolor de su familia. Fue usted una de las personas más decentes y honestas que me ha sido dado conocer. Releeré, en el andar del tiempo, un tiempo raro que me ha dejado huérfano de su amistad, mientras me respete y me sea propicio, sus novelas al igual que usted leyó las mías. Un fuerte abrazo de su amigo y compañero en tareas literarias.

No es fácil cerrar una carta como esta, pero la mejor manera que he encontrado de hacerlo es reproduciendo un breve texto suyo procedente del cuento "Un retrato de 1940", perteneciente a su último libro publicado, Cuentos de arrabal (2018); no se me ocurre un final mejor y más adecuado:

Cómo se repiten las cosas -pensaba-. Nos hacen nacer y hacemos nacer. Enterramos y nos entierran. Así una generación tras otra. Cuando enterramos a mi padre era verano, la tierra estaba seca y cada palada de tierra sobre el ataúd sonaba como si lo estuvieran apedreando. Ahora la tierra está mojada y los golpes suenan blandos. Desde luego tanto da, porque al final todo se queda en silencio.

Descanse en paz, amigo, hasta siempre. 

domingo, 4 de marzo de 2018

José Luis Cancho: Los refugios de la memoria


Barcelona, cuatro de marzo de 2018

Estimado José Luis:

Ignoro en qué momento dejamos interrumpida nuestra relación epistolar, la que iniciamos tras haber facilitado el contacto entre nosotros el editor Sergio Gaspar, en cuyo catálogo de DVD Ediciones, coincidimos, tú con Grietas e Indicios y yo con los relatos de El final del sueño. Ya no recuerdo quién debía carta a quién, pero da igual, me decido a escribirte hoy y lo hago a través de este medio digital. Debería haber titulado esta entrada "Carta abierta a José Luis Cancho", pero he preferido utilizar el título de tu obra y convertir la carta en un comentario sobre ella.

¿Qué debería decirte primero, que estoy impresionado tras la lectura de tu libro, que no se puede decir más con menos palabras y en tan escaso número de páginas? ¿Acaso debería ahorrarme el elogio por el hecho de ser lector tuyo y haber intercambiado textos, escritos y confidencias literarias en el pasado? A lo mejor, sí; pero, a estas alturas, créeme, no elogiaría tu libro si no supiese que es un gran libro.

Quizá te choque, pero ¿sabes en quién pensaba mientras leía el episodio de tu detención, tortura y encarcelamiento?, en todos los que por estas latitudes han dado en tergiversar la historia, en tildar de "franquista" al sistema democrático del 78 y en hablar abiertamente de "represión" y de "presos políticos". Pensaba en ellos y pensaba en qué pensarían si leyeran ese episodio de tu libro, esa atrocidad cometida sobre un hombre joven de poco más de veinte años entonces. Es admirable, con todo, la sensación de durísima verdad que destilan tus páginas y la falta de odio y hasta de rencor hacia quienes fueron los causantes de tan deleznables hechos!

Es verdad, José Luis, como dices, es el tuyo un autorretrato fragmentario, de hecho, todos lo son. Podías haber escrito, con los avatares que cuentas en tu libro, los de tu propia vida, un apasionante novelón de quinientas páginas; pero siempre tendiste, en tu escritura, a lo breve -parece, en ese sentido, un guiño del destino que hayas publicado el libro en una editorial que se llama "papelesmínimos"- y en esta autobiografía has seguido siendo fiel a tus principios narrativos de economía lingüística, así que es muy coherente que hayas escrito tu libro en una prosa bella y concisa, alejada en todo de lo que Marsé llama "prosa de sonajero". Has querido, y has logrado, que el lector vaya a la esencia de las cosas, de la materia narrativa que relatas y no se distraiga en circunloquios estilísticos. Ello no quiere decir que no abunden también las páginas en las que la prosa se vuelve poética y se detiene en hermosas y logradas descripciones como las de La Gomera (XIII).

Hablas en tu libro de tu paso, breve y efímero, por la enseñanza y de tu condición de viajero, aunque mejor sería decir de nómada. La docencia, como bien aprendiste, requiere unas condiciones específicas que tal vez no se daban en tu "yo" militante en lo político, ni en tu "yo" intimista y reflexivo, el que buscaba en el arte literario las razones ocultas de las cosas. Al dejar la enseñanza y sosegar tu vida nómada, de repente, lo cuentas muy bien, escribiste tu primera novela, El viajero junto al mar, que se convirtió en el inicio de la obra del escritor que eres ahora. Cuando te conocí y leí tus libros, se pusieron de manifiesto, al menos para mí, muchos puntos en común entre nuestros libros que ahora he vuelto a constatar en la lectura de Los refugios de la memoria: la indagación en la memoria, la exploración y reivindicación de un pasado oculto, los episodios más oscuros y terribles de la Guerra Civil, el exilio y sus consecuencias, la reflexión sobre la creación literaria, los recuerdos de la niñez y tantos otros que fueron apareciendo también en nuestro epistolario, que he releído antes de escribirte esta carta.

Voy cerrando, pero antes de hacerlo, déjame decirte, respondiendo a una de tus preguntas -"¿La memoria como fuente de energía a la vez privada y colectiva? (71)"-, que estoy de acuerdo contigo, que cuando se ilumina la memoria y el pasado renace vivificado en las páginas de la obra literaria, lo privado puede volverse colectivo y servir para todos. ¿Cuántos, que lean el proceso de tu detención y el abandono posterior de la militancia para buscar otros caminos, indagar en otras fuentes, no se sentirán identificados con lo que cuentas? Nunca estamos solos, José Luis, nunca somos quienes somos sin los demás.

Ahora sí, cierro de verdad y déjame que lo haga con un par de interrogaciones retóricas: ¿Te sirve, como valoración de tu libro, que te diga que ayer, sábado tres de marzo, lo leí de un tirón, sin interrupciones? ¿Te sirve que te diga que cuando llegué al final, volví al principio y lo empecé a leer otra vez y que en cuanto acabe esta carta lo terminaré por segunda vez? Pues si te sirve, basta.

Déjame ahora dirigirme a los lectores, alguno habrá, que compartan esta carta abierta, para decirles que no dejen de leer este libro, que no desesperen de encontrarlo, aunque la distribución sea manifiestamente mejorable; de hecho, yo, desde Barcelona -y aquí hay unas cuantas librerías-, tuve que acabar pidiéndolo a la editorial y comprándolo por internet. Con todo, sea como sea, que no dejen de leerlo, porque es un libro tan estremecedor como necesario.

Recibe un fuerte abrazo de tu amigo y compañero de tareas literarias, Javier Quiñones.

Nota: Después de publicada esta entrada, hoy, 23 de marzo, José Luis Cancho me envía una foto de la portada de su libro con el fajín en el que se da cuenta de la concesión del Premio de la Crítica de Castilla y León 2018. Procedo a cambiar la ilustración y a felicitar a su autor por tan merecido premio.  

domingo, 23 de septiembre de 2012

Carta al President Mas



Señor Presidente:


Le escucho hablar abiertamente, tras la manifestación del 11 de septiembre en Barcelona, de la necesidad de un estado propio y, por ende, de la hipotética independencia de Catalunya respecto de España, al hacer suyo el lema de esa manifestación: “Catalunya, nou estat d’Europa”.
   Señor Presidente, Convergència i Unió, su formación política, ganó las elecciones con la idea explícita en su programa electoral del llamado “Pacte fiscal”, pero de estado propio y de independencia, con claridad, solo hablaban, que yo recuerde, ERC y los partidos de su ámbito. Ello significa que si CiU ha cambiado de rumbo, debe usted convocar inmediatamente elecciones y presentarse con sus nuevos planteamientos políticos.
   Si lo hace, señor Presidente, los ciudadanos que viven en Catalunya podrán elegir, de ese modo, con más claridad hacia dónde quieren que se encamine Catalunya en el futuro.
     No se excuse, señor Presidente, en la imposibilidad de convocar referendos. Las elecciones, libres y democráticas, son la mejor manera de que la ciudadanía en su conjunto, los que fueron a la manifestación y los que no fueron también, se exprese. Debe hacerlo por elemental higiene democrática, para que no decida la calle sino las urnas.
       Con todo respeto, un ciudadano de Barcelona.

Nota. Esta carta la escribí el doce de septiembre, después de la intervención del Molt Honorable President de la Generalitat en un foro madrileño; como no me sentí demasiado representado por las cosas que allí dijo, me decidí a enviarla a un medio de comunicación, que la ignoró. La traigo aquí porque a veces, como reza el título de la entrada, los políticos obligan a los ciudadanos a  bajar a la arena. 

lunes, 27 de febrero de 2012

Una lección de vida



Estimado Rafael:


Terminé, hace unos días, la lectura de las memorias de Julián Marías en la edición de Alianza Editorial, publicadas en tres volúmenes bajo el título global de Una vida presente. Aunque ya había leído el primer volumen hace algunos años, para estudiar lo que en él se decía de Julián Besteiro, solo ahora, releído de un tirón junto a los otros dos, recobra el libro todo su esplendor. Pienso que no exagero si digo que ese primer volumen es de lectura imprescindible, también los otros dos, claro, para quien quiera saber lo que se perdió con el tajo de la Guerra Civil. La Facultad de Filosofía de la Universidad de Madrid es un claro ejemplo de ello. Juan Marichal dijo alguna vez que la libertad de conciencia había sido muy poco ejercida en España y que esa carencia influyó decisivamente en lo que hemos sido como país. Marías, republicano moderado, defensor siempre de la libertad y enemigo de cualquier extremismo, sobre todo político, vio con lucidez que esa libertad de conciencia en la que él se educó y se formó intelectualmente en la Facultad de Filosofía mencionada, con maestros como Ortega, Zubiri o el propio Besteiro, tardaría demasiados años en ser recuperada, en el nivel público, que no en el privado donde tantas personas la ejercieron durante los años de plomo de la dictadura, en España. La vida de Marías y su trabajo, los libros sobre todo, pero también las conferencias, los cursos en las universidades extranjeras -aquí no se le permitía ejercer la docencia en ese ámbito-, el magisterio ejercido siempre sobre pequeños grupos ilustrados, es un ejemplo de vínculo, de nexo de continuidad con una España que la guerra y la dictadura franquista se encargaron de laminar.


Tiene razón Marías cuando dice que somos lo que hemos hecho pero también lo que no pudimos hacer. Su palabra escrita, el relato que hace de su propia vida es una enorme lección de tenacidad, de lucha por la libertad, de compromiso con sus ideas y con su tiempo. La ética, la decencia y la defensa de su dignidad son admirables, incluso en contextos tan adversos como en los que le tocó vivir. Tienes razón, Rafael, entrañable es la palabra adecuada. Entrañables son las páginas dedicadas a narrar el dolor por la muerte de su primer hijo y también estremecedoras resultan aquellas en las que cuenta la enfermedad y muerte de su mujer, a la que le unió una historia de amor muy particular. La grandeza de Marías asoma tras cada página. Por ejemplo, cuando se niega a nombrar a las personas que le denunciaron al acabar la guerra y que dio con sus huesos en la cárcel. Tú sabes muy bien, Rafael, que su hijo Javier lo contó, en cierto modo, cerró la “vida presente” de su padre, en su novela Tu rostro mañana; y digo que lo sabes muy bien porque en tu estupendo libro sobre don Julián sigues la pista de esos personajes y nos cuentas qué fue de ellos. ¡Admirable la actitud de Marías! Y entrañable el abrazo de despedida de Julián Besteiro cuando este fue detenido en los sótanos del Ministerio de Hacienda de Madrid. Estremecedora también resulta la imagen que nos deja de Ortega desde que regresó a España hasta su final.


Si hubiera un canon de biografías, la de Marías debería ocupar un lugar muy destacado. Pienso que el primer volumen, uno de los más hermosos libros que he leído en mi vida, debería ser de lectura obligatoria en institutos y universidades.


Recibe un afectuoso saludo de este amigo y lector tuyo, Javier.

martes, 10 de marzo de 2009

Epístola sentimental para ser leída en voz baja



Iria Flavia, 5 de junio de 2003.

Camilo,



Vengo, por fin, a tu encuentro, cuando ya no puedo verte y tampoco estoy seguro de que llegue hasta ese incierto laberinto de sombras por el que andas extraviado, el dolorido sentir de mi voz en desconsuelo.


Te pido indulgencia para mi corazón estremecido, que se desliza peligrosamente por el inoportuno tobogán del sentimentalismo.


He venido a tu casa más querida, invitado por la complicidad generosa de Marina, para hablar de ti y de Max.


En el momento en que escribo esto, caigo en la cuenta de que la única vez que hablé contigo fue sobre Max Aub. Tu voz me llegó, firme y por sorpresa, a través del teléfono:
- ¿Javier Quiñones?, buenas tardes, soy Camilo José Cela.

Te había dedicado un ejemplar de mi edición de los cuentos de Aub y, con sinceridad, lo que menos esperaba era tu llamada, así que te respondió mi timidez y mi infinito respeto hacia tu persona y tu obra.
- ¡Háblame de tú, coño! –me dijiste.
- Me cuesta, Camilo, pero como usted quiera –te respondí.

Me ofreciste entonces la imagen de un Max envejecido, de un hombre poco menos que en puertas de la muerte, que llegó de modo inopinado hasta tu retiro de Mallorca, como un espectro de un pasado lejano y sin embargo todavía vivo.


Al despedirnos, no sé si presagiando que a lo mejor no tendría otra oportunidad de hacerlo, quise decirte lo mucho que te admiraba como escritor y cuánto había aprendido leyendo tus libros.


- ¡Bueno, bueno, bueno... déjate de zarandajas! –dijiste medio riendo, al tiempo que noté en ti cierta impaciencia. Luego te despediste y colgaste.


No volví a hablar contigo. Tuve, tiempo después, la osadía de pedirte unas palabras de presentación para mi novela sobre la muerte de Julián Besteiro. Las tuve, como quien dice, a vuelta de correo.


Planeé mil veces ir a verte, porque sabía abiertas para mí las puertas de tu casa, pero tantas veces como lo hacía lo postergaba diciéndome: “Para qué le vas a molestar, qué le vas a decir tú, que no eres nadie ni representas nada” –perdona que te tome prestadas tus palabras.


¡Quién me dijera, Camilo, que aquella vez en que hablamos de Aub iba a ser la primera y la última que hablase contigo!


Siento en este momento, en que por fin he venido a encontrarme con la luz en calma de tu ausencia, una paz sosegada e infinita en el fondo del corazón; la misma que he sentido esta mañana junto al olivo de piedra lunar y de tronco retorcido, cuya umbría centenaria acoge tu descanso eterno.


A lo mejor no te sirve de nada, pero leo y releo tus libros y hago que los lean somnolientos y perezosos muchachos, para que aprendan de tu mano de maestro que “el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte.”


He venido, Camilo, a ofrecerte, en la posteridad jubilosa de tu destiempo, el testimonio de mi amistad más humilde y más sincera.


Nota. Este texto, breve homenaje personal a un escritor a quien admiro y cuyas obras siempre me ha gustado leer, fue el proemio a la conferencia "Camilo José Cela y Max Aub, evocación de una amistad transterrada", dictada el cinco de junio de 2003 en el marco de un homenaje de la Fundación Cela a Max Aub al cumplirse centenario de su nacimiento. El acto se llevó a cabo en el salón de actos de la Fundación Cela, con sede en Iria Flavia. Pude entonces visitar el olivo al pie del cual descansan los restos del escritor, en el cementerio de la Colegiata de Santa María. El texto de esa conferencia y esta epístola pueden leerse en el Anuario 2005 de Estudios Celianos, publicado por la Universidad Camilo José Cela en 2005; el texto abarca las páginas 89 a 105.Las fotos de Camilo son detalles captados por mi cámara sobre unas fotos incluidas en el libro del Círculo de Lectores Retrato de Camilo José Cela, de Alonso Zamora Vicente y Juan Cueto.

viernes, 19 de diciembre de 2008

En algún lugar de la montaña



Querida mamá:


Cómo me hubiera gustado que estuvieras ahora conmigo y juntas pudiésemos contemplar los variados matices de las tonalidades que el otoño deja, como si fueran manchas descoloridas, en las frondosas ramas de los árboles, de estos árboles de alta montaña que empiezan ya a soportar en sus ramas el peso leve de los primeros copos de nieve. Hubieras visto, como yo lo veo ahora, desde el verde aún intenso de ciertos árboles, hasta el ocre que se dibuja sobre otros verdes ya más pálidos. Si ahora estuvieses conmigo, hubiéramos paseado juntas por los estrechos senderos sintiendo el frío seco y cortante en nuestros rostros bajo la luz dorada de este otoño que no parece saber, en su callada melancolía, lo definitivo e irremediable de tu ausencia.


Me he venido con Alba, Ernesto y Carlos, amigos de mi nuevo instituto, a este pueblecito de montaña a pasar el fin de semana. Me he venido porque no soportaba la ciudad. He preferido la soledad, aunque esté acompañada de mis amigos, en este primer aniversario de tu ausencia. He preferido que tu recuerdo acuda a mí serena y dulcemente desde la lejanía de tu ausencia; déjame, así, que sea aquí, entre estos frescos y apartados valles donde rescate tu imagen, la imagen de tu rostro y de tus ojos de entre las sombras del olvido que pueblan el lugar en el que ahora te encuentras, donde no sé si llegan los balbuceos de mi voz cuando intento hablar contigo, tal como lo hago en este momento, al calor dulce de los troncos ardiendo en la chimenea.


Si te soy sincera, en este año que ha pasado desde que ya no estás conmigo, apenas ha habido día en que no me preguntase por qué lo hiciste, qué fue lo que te impulsó a hacerlo. También me he preguntado en qué pensarías en aquel momento, si fuiste consciente, cuando tomaste la decisión de hacerlo, de lo sola que ibas a dejarme. No sé entonces, cuando me pregunto todo eso, si odiarte o compadecerte. Tan pronto te odio por tu cobardía y egoísmo, por no pensar en mí, por no saber afrontar tu pena y tu soledad sabiendo como sabías la necesidad que tenía de ti; como tan pronto te compadezco por lo mal que debías estar pasándolo y lo poco conscientes que fuimos todos del abismo en el que estabas cayendo.



Me será difícil olvidar, creo que lo llevaré siempre dentro mientras viva, el tremendo desamparo de tu rostro cuando, acompañada de tía Clara, entré en la pequeña sala donde estabas en el ataúd, rodeada de flores y envuelta en un sudario blanco. Tía Clara me cogió de la mano y me dijo: "Mírala, mírala fijamente y guarda siempre de ella esta imagen que ahora contemplas, deja que el tiempo la despoje del dolor y que te la devuelva limpia y clara desde el fondo de tu alma; ahora bésala y no la olvides nunca, ¿entiendes?, no la olvides nunca". Dejé de llorar, me incliné sobre ti, te besé y de la mano de tía Clara volví a salir del pequeño cuarto sabiendo que tú te quedabas allí, silenciosa, perdida en el laberinto de tu soledad, en el más profundo de los desamparos.


"Ahora no entenderás nada -me dijo tía Clara-, y tampoco trates de entenderlo, porque no lo lograrás. Piensa que a veces la vida te enseña poco a poco y otras veces es como si un puño te golpease en pleno rostro y te despertase de repente del mundo de la ingenuidad y de la niñez, y a ti te ha tocado lo segundo y tardarás tiempo en asimilarlo." Quizá fue entonces, en aquellos primeros meses sin ti, cuando fui descubriendo mi inclinación hacia la lectura. Nunca me había planteado la relación estrecha que existe entre lo que leemos y la vida como en aquellos meses. Leíamos entonces en clase de Literatura la historia del mendigo Lázaro que servía a un ciego sabio y cruel. Al llegar al puente de Salamanca, el ciego le golpea la cabeza contra un toro de piedra produciéndole tal dolor que Lázaro exclama: "Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar, cómo me sepa valer". Yo me acordé de las palabras de tía Clara sobre las formas en que te enseña la vida y me di cuenta de la inmensa lección de sabiduría que el autor anónimo del libro nos dejó en ese episodio. Yo me vi entonces reflejada en Lázaro; despertaba a mi propia soledad; tú, sin quererlo, habías sido como el ciego y el toro de piedra para mí.



"Quien tiene un porqué para vivir, siempre encuentra el cómo." ¿Qué fue lo que te falló a ti, no tenías un porqué o no supiste encontrar el cómo? No es moco de pavo la frasecita de marras, porque eso de preguntarse a uno mismo por qué se vive no es nada fácil, no el preguntárselo, que obviamente sí lo es, sino el encontrar una respuesta adecuada. Si me pregunto, haciendo un esfuerzo que sé estéril de antemano, cuáles eran tus porqués para vivir, no me es fácil encontrar respuestas; veamos: ¿era yo, era mi padre, aunque la relación con él hubiese acabado hacía tantos años, eran los abuelos y tu familia en general, tus proyectos no realizados? A juzgar por tu decisión, por tu manera de romper con todo, nada de lo dicho anteriormente debía importarte lo suficiente, pues no te ayudamos, ninguno, a encontrar cómo seguir viviendo. A lo mejor la clave está en lo que dice tía Clara, que no debo buscar razones a lo que hiciste porque no las encontraré; y que si tú pudieses explicar lo que te impulsó a dejarnos, tampoco habría que hacerte caso al cien por cien, pues siempre existirían otras razones que ni tú misma conocerías y de las que apenas serías consciente. Si eso fuera así, se trataría de un impulso casi irracional de rechazo a la vida y eso, hoy por hoy y a mi edad, estoy muy lejos de comprenderlo y también de aceptarlo. Sabes, tengo que escribir una composición a partir de la frase que te he dicho antes y no tengo ni idea de lo que pondré. Lo único que sé es que esa frase está cargada de razón y la idea que representa la encuentro muy válida y muy lógica.


Mamá, se está haciendo tarde, y entre el sopor de la cena y el calorcillo de la chimenea, me está entrando un sueño feroz. No sé cómo encontrar las palabras para despedirme de ti. No me sirven las fórmulas hechas. A lo mejor bastaría con decirte que te sigo queriendo y lo haré siempre y que en lo más profundo de mi corazón deseo que, estés donde estés, hayas encontrado la paz que tanto anhelabas.


Tu hija, Marina.




Nota. Cuando me planteé cómo empezar este blog, pensé que quizá sería adecuado hacerlo con un fragmento de la novela juvenil cuyo título es el que he puesto también a estas páginas volanderas y virtuales y que procede de un poema de Jaime Gil de Biedma. Busqué entonces qué texto seleccionar, no me decidía. Por esos días acudí a la Universidad Autónoma de Bellaterra para dar una charla a los alumnos de Ciencias de la Educación y la profesora que me invitó había hecho fotocopias del texto que aquí aparece transcrito. Lo leí en el tren de vuelta para casa. Me pareció entonces un texto adecuado para abrir las entradas de este blog en el que me propongo compartir, con quien a ellas quiera asomarse, ideas y sentimientos, literatura, en definitiva. Los textos que aparecen en esta bitácora son de creación propia, inéditos o ya editados y aparecen sin firma, innecesaria por otra parte, al ir las entradas acompañadas de mi nombre y dos apellidos.