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miércoles, 11 de mayo de 2011

Vernet d'Ariège: Arthur Koestler y Max Aub / y 2


DERROTA Y PERSECUCIÓN

La publicación de Darkness at noon, en 1940, lo acabaría convirtiendo en el enemigo público número uno para los comunistas de todo el mundo, quienes trataron de desprestigiarlo acusándolo de contrarrevolucionario, espía del fascismo primero y hiena vendida al imperialismo norteamericano después. En los años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, El cero y el infinito, así se tituló la novela en la traducción publicada en Francia y en el resto de países europeos donde lo pudo ser, se convirtió en un verdadero éxito, conoció múltiples ediciones y gozó de gran favor entre los lectores. El libro de Koestler era de los primeros que se posicionaban públicamente contra el estalinismo y que denunciaban, con crudeza, la represión de los llamados Procesos de Moscú. A las víctimas de esa espantosa represión dedicaba Koestler su libro, personificándolos en la figura de N. S. Rubachov, un antiguo dirigente del partido que cae en desgracia, es acusado de traición, encarcelado, sometido a todo tipo de vejaciones y condenado a muerte.


Se diría que Rubachov quiere evitar a toda costa que su dignidad sea arrastrada en la caída, que la indignidad de verse obligado a renunciar a sus ideas políticas le haga dar por buenas aberraciones como la que Gletkin, el burócrata frío e implacable que resulta al final vencedor ante el derrumbe de Rubachov, le espeta durante sus eternos interrogatorios, que más tienen de terrible tortura psicológica que de otra cosa: “La línea del Partido –le dice Gletkin a Rubachov cuando este está ya a punto de firmar su culpabilidad- está claramente trazada. Su táctica está determinada por el principio según el cual el fin justifica los medios, todos los medios, sin excepción.” Entre esos medios, los procesos en masa, los encarcelamientos, las deportaciones a los gulags o a los campos de concentración siberianos, los fusilamientos, las defenestraciones, la indignidad, el repudio, el silencio, la aniquilación, el olvido y todo ello en el nombre sagrado de la revolución.


El verdadero antagonista no es aquel que se opone sistemáticamente al pensamiento de alguien determinado, sino quien habiendo compartido proyecto e ideales con ese alguien, evoluciona hacia posiciones no solo antagónicas, sino irreconciliables con las de aquel con quien antes estuvo más o menos de acuerdo, al menos en los postulados básicos de una ideología o de un pensamiento político. La palabra desviación, y más aún la de traición, surge inmediata. Pero ¿quién es el verdadero traidor? En el libro de Koestler ese antagonismo se produce entre Rubachof e Ivanof, antiguos amigos y camaradas. Ivanof, a quien su fidelidad al Partido no le impedirá acabar siendo considerado como traidor y por tanto defenestrado al igual que su antiguo camarada, representa ante Rubachof la línea oficial de pensamiento político del Partido y su posición maniqueísta, esto es, la división entre partidarios de la revolución y contrarrevolucionarios: “No apruebo la mezcla de ideologías –le dice Ivanof a Rubachof cuando intenta hacerle comprender que su posición política está errada y que debe rectificar públicamente mediante la autocrítica y aceptar la disciplina del Partido-, no hay más que dos concepciones de la moral humana, y las dos tienen polos opuestos. Una de ellas es cristiana y humanitaria, declara sagrado al individuo y afirma que las reglas de la aritmética no deben aplicarse a las unidades humanas, que en nuestra ecuación representan ya cero, ya el infinito. La otra concepción arranca fundamentalmente del principio de que un fin colectivo justifica todos los medios, y no solamente permite sino que hasta exige que el individuo esté absolutamente subordinado y sacrificado a la comunidad, que puede disponer de él, ya como una cobaya que sirve para un experimento, ya como el cordero que se inmola en los sacrificios.”


Al final, la visión que se impone es la de Gletkin, fría, implacable, impersonal, oficialista y burocrática. Ivanof y Rubachof, cada cual por razones diferentes, resultan ser las cobayas o los corderos, según como quiera interpretarse la realidad de la ficción que Koestler propone en su libro.

Nota. La entrada va en cursiva porque pertenece a un fragmento de mi libro Max Aub, novela, Edhasa, 2007.

lunes, 9 de mayo de 2011

Vernet d'Ariège: Arthur Koestler y Max Aub / 1




En los años de mi juventud, los del final del franquismo y primeros de la transición, Arthur Koestler era abiertamente vilipendiado por la progresía de izquierdas y tildado de espía de la CIA, de reaccionario, de mentiroso, de enemigo de la revolución y leer un libro suyo era poco menos que pasarse al enemigo; el “estás con nosotros o contra nosotros”, que entonces esgrimían algunos, funcionaba a pleno rendimiento. De modo que haber leído El cero y el infinito o Un día en la vida de Iván Denísovich o cualquier otro de Alexander Soljenitsin era suficiente para que se te considerara fascista y contrarrevolucionario. Todavía en los años noventa, a principios, tuve que aguantar las ironías y las gracietas burlonas de un “progre” izquierdoso que menospreciaba el libro que yo entonces leía: El largo viaje, de Jorge Semprún. En fin, el sábado leí los artículos, de Gabriel Albiac, estupendo, y de Anna Caballé, que se publicaron sobre Koestler en ABC Cultural a raíz de la publicación de las Memorias del escritor, y me entraron ganas de dejar aquí, en dos entradas, lo que escribí sobre Koestler en mi novela sobre Aub.


DERROTA Y PERSECUCIÓN

El veintinueve de mayo de 1940 Aub, quien formaba parte de una lista de veintiocho extranjeros considerados indeseables y a los que la policía recomendaba internar en el campo de castigo disciplinario de Vernet d’Ariège, abandonó esposado Rolland Garros para ser trasladado, en un penoso viaje en tren, en un vagón de mercancías, al campo de Vernet, adonde llegaría el treinta de mayo y en donde permanecería encerrado hasta finales de noviembre. Aub ocupará el barracón treinta y cuatro de la sección C, destinada para alojar a los sospechosos con pruebas poco fiables; heredó el jergón que hasta tres días antes había pertenecido a Arthur Koestler.

Aub había leído, no hacía demasiados meses, a su llegada al exilio francés, el libro del escritor húngaro Diálogo con la muerte, subtitulado Testamento español, y le había parecido un gran libro. Conocía la historia de Koestler, su disensión del comunismo, su abandono del partido y su posición abiertamente crítica con el estalinismo. Resultaba extraño, por consiguiente, que Koestler arrastrara esa cadena de reclusiones y que también fuera a parar a Vernet; la policía francesa, instigada por la Gestapo, lo confundía todo, ya que lo que no podía, de ningún modo, decirse de Koestler y de él mismo, es que fueran peligrosos activistas comunistas. Koestler había sido detenido en España en 1937, tras la caída de Málaga. Lo condenaron a muerte y lo trasladaron a la cárcel de Sevilla, donde esperó durante seis largos meses a que se cumpliera la sentencia. Fue en esos meses cuando escribió el libro que vería la luz en Londres en 1937 y en una traducción al castellano, la que Aub leyó, publicada en Buenos Aires en 1938. Aunque al correr de los años Aub se distanciara de las posiciones de Koestler, que cayó, en los años de la guerra fría en un abierto anticomunismo que fue aprovechado por el imperialismo norteamericano, Testamento español le pareció un libro estremecedor que releería, con impresiones diferentes, muchos años después. Esa coincidencia, la de ocupar su jergón en el campo de reclusión de Vernet, la veía Aub como un signo de los tiempos, como una coincidencia, como una muestra de que el mundo caminaba hacia la pérdida de las libertades y de los derechos individuales.


Había allí, en Vernet, recluidos profesores universitarios de la Sorbona, artistas, escritores, intelectuales, políticos, cineastas, todos antifascistas, todos acusados de ser comunistas. Los presos pertenecían a las nacionalidades más diversas, aunque predominaban los procedentes de Alemania y de los países del este de Europa. Pudo pronto Aub comprobar el sectarismo de sus propios compatriotas. El diez de junio de 1940, es decir, apenas llegados al campo de Vernet, los comunistas españoles consiguen dejar el campo para embarcar hacia México. Supo, por José María Rancaño, que los del SERE le habían borrado de las listas, lo que le obligó a permanecer, en duras condiciones, seis meses más en Vernet.