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viernes, 3 de septiembre de 2021

Carta abierta a Alberto Ruiz-Borau



Estimado Alberto:

Si mi palabra pudiera levantar el vuelo para ascender hasta ese cielo de los poetas donde ahora le imagino -el mismo donde situó a su hermano Augusto cuando le dedicó su novela Los sentimientos extinguidos (2016)-, le diría que desde que nos dejó las lluviosas mañanas de principios de septiembre anuncian inclementes un otoño desabrido antes de tiempo. Un otoño, este de 2021, en el que tristemente no estará entre nosotros, o quizá, sí, nunca se sabe. Un otoño que en vez de convidar a los estudios nobles, como decía Fray Luis, hará bueno, bien sé que contra su voluntad, el título de su novela de 2007, El año que perdí el otoño, una de las mejores suyas y quizá la que a usted más le gustaba, aunque yo pensara, y así se lo dije muchas veces, que su mejor obra, para mí, fue La piel de la serpiente (2001). Ahora quizá importe poco que lo diga, pero sigo creyendo que esa novela merecería una reedición.
 
Esta es la última carta que le escribo, Alberto, la que cierra definitivamente nuestro epistolario. Es una carta de adiós, de recuerdo del corto tiempo que duró nuestra amistad y nuestro intercambio intelectual y literario. Es una carta de homenaje, es la carta de un amigo y de un compañero de tareas literarias. Un adiós, un hasta siempre, un elogio a su integridad moral y a su decencia, por eso he querido que sea una carta abierta.

La relación epistolar que mantuve con usted desde que nos conocimos en San Mateo, en el bar El Puente, a principios de agosto de 2015, se ha mantenido, con periodicidad constante, hasta prácticamente su final, del que tuve desgarradora y triste noticia hace solo unos días. ¿Se ha marchado usted definitivamente, Alberto, o es el suyo un temblor de pájaro en la rama desde el que sigue observando, con su mirada escéptica, esta endiablada comedia humana?
 
A principios de marzo de 2021 recibí su última carta y junto a ella una mía de febrero devuelta con sello de la Estafeta de Correos de San Mateo con una nota escrita a mano y con una firma ilegible que decía "caducado en lista". Sigo sin entender el sentido exacto de esa expresión. Luego probamos, con escaso éxito, a mantener la correspondencia a través del correo electrónico, pero no funcionó. Déjeme, ahora, recuperar algunas palabras de esa carta que usted nunca llegó a leer, la que me devolvieron inopinadamente. Escribía yo, con fecha 3 de febrero, lo siguiente: "Aunque el retiro del que me habla sea riguroso, (ese retiro no era más, ni menos, ciertamente, que un confinamiento frente al Covid-19 que le recomendaron los médicos de su familia) no sabe lo que me tranquiliza y me alegra saberle tan bien cuidado. Ese lugar, esa casa, desde la cual me escribe ahora, es ideal para confinarse y cuidarse de esta bárbara invasión que es el Covid-19. Sea dócil y déjese cuidar." 

Le añadía al final un post scriptum con una nota personal; se la reproduzco aquí: "Nota personal. Mi madre, que es un año mayor que usted, nació en 1927, en La Coruña, cumplirá noventa y cuatro años en marzo. Vive en Madrid y está, como usted, confinada en su piso, cerca del Bernabeu; apenas sale de casa, pero está bien. Los padres de mi mujer, Pablo, de ochenta y cinco, aragonés de casta, y Manuela, de ochenta y cuatro, también están confinados en su piso de Badalona. Todo esto es muy duro, Alberto, pero hay que resistir, Alberto, hay que vivir, por encima de todo, vivir."

En su última carta, fechada el seis de marzo, y firmada con una letra temblorosa, me hablaba usted de su estado de ánimo, que no pasaba por sus mejores momentos, y de su ansiedad y su malestar. Me decía que "ojalá termine pronto la pandemia y podamos vernos como corresponde a nuestra especie ahora que parece despejarse el futuro", al tiempo que se alegraba de que nosotros hubiésemos podido esquivar el contagio del covid." En fin, en puertas de que apareciera mi novela sobre su padre, un ejemplar de la cual, con una dedicatoria, le envié a San Mateo -certificado y con acuse de recibo- a finales de junio, le sobrevino, declinando agosto, la muerte, como una sombra homicida y cautelosa. Por mi parte esperaba que en algún momento se hubiera podido hacer una presentación del libro y que en ella hubiéramos podido compartir un rato de charla sobre la literatura en general y la obra de su padre en particular, pero ya no podrá ser y no sabe lo mucho que lo lamento.

Le conocí muy tarde, Alberto, pero le conocí. Supe siempre que una novela sobre su padre, así se lo dije en nuestro encuentro en el bar El Puente, no podría escribirla sin conocerle antes a usted. Conté luego ese encuentro en un artículo publicado en "Artes y Letras" del Heraldo de Aragón (ver aquí). Desde entonces mantuvimos una intensa relación epistolar que ahora ha quedado bruscamente truncada. Leí su obra literaria y sobre todo aprendí mucho de usted, como escritor y como persona. Le dio tiempo a leer mi libro sobre su padre y no sabe cómo agradecí sus comentarios sobre el mismo y su deseo de que tuviera éxito, "si hay justicia en el cielo, -me escribió- así será". Gracias, Alberto, por su generosidad y por el compañerismo.

Ha sido un honor haberle conocido. Hasta siempre, amigo y compañero. Me sumo, desde esta mi última carta, que he querido, reitero, abierta, al dolor de su familia. Fue usted una de las personas más decentes y honestas que me ha sido dado conocer. Releeré, en el andar del tiempo, un tiempo raro que me ha dejado huérfano de su amistad, mientras me respete y me sea propicio, sus novelas al igual que usted leyó las mías. Un fuerte abrazo de su amigo y compañero en tareas literarias.

No es fácil cerrar una carta como esta, pero la mejor manera que he encontrado de hacerlo es reproduciendo un breve texto suyo procedente del cuento "Un retrato de 1940", perteneciente a su último libro publicado, Cuentos de arrabal (2018); no se me ocurre un final mejor y más adecuado:

Cómo se repiten las cosas -pensaba-. Nos hacen nacer y hacemos nacer. Enterramos y nos entierran. Así una generación tras otra. Cuando enterramos a mi padre era verano, la tierra estaba seca y cada palada de tierra sobre el ataúd sonaba como si lo estuvieran apedreando. Ahora la tierra está mojada y los golpes suenan blandos. Desde luego tanto da, porque al final todo se queda en silencio.

Descanse en paz, amigo, hasta siempre. 

viernes, 9 de agosto de 2019

Soneto del desconsuelo


Para Pedro, mi hermano, in memoriam

Ahora que ya no estás a mi lado
y todo se resuelve en llanto y pena
y en esta tristeza que desordena
el latido del corazón cansado,

te escribo un soneto desconsolado
bajo el cielo de esta noche serena
con un brillo de estrellas en la almena
y un dolor en mi alma enajenado;

qué lejos y sin embargo qué cerca
te siento, hermano, en estos versos míos
que solo buscan dialogar contigo;

que sea el padrenuestro que te digo
como el rumor ancestral de los ríos
salmo de esperanza que a ti me acerca.

sábado, 3 de agosto de 2019

Tanka del viento de la tarde


A Pedro (1947-2019), in memoriam

Llora tu ausencia
el viento de la tarde
brisa en los álamos
que viene a despedirte
silencio y calma, hermano.

Nota. La fotografía la tomé en Sierra de Gata, en su tierra extremeña, aunque naciera en Oliva de la Frontera, Badajoz.

martes, 2 de abril de 2019

Campo de retamas: Sánchez Ferlosio



Ayer falleció Rafael Sánchez Ferlosio y hoy quiero traer aquí, como homenaje de agradecimiento a lo mucho que ha aportado a la lengua y a la literatura escrita en castellano, algunos de los pecios reunidos en el libro cuya portada ilustra esta entrada. A pesar de la advertencia que Ferlosio hace en el prólogo sobre los textos breves y lo mucho que se prestan a "ese fraude de la profundidad, fetiche de los necios", creo que los pecios constituyen una buena muestra de su sabio quehacer literario; me uno desde estas páginas volanderas al dolor de su familia; descanse, maestro, en paz.

[1] (Alonsanfán) La verdad de la patria la cantan los himnos: todos son canciones de guerra.

[2] (Honda raigambre)  ¿De verdad que tiene usted raíces? ¿Y qué se siente? ¿No es desagradable?

[3] (Hoy sí que) La política es una actividad cuyo ejercicio consiste en volver a empezar de nuevo cada día.

[4] (Libertad de movimientos) Suelo decir que no sé lo que es la libertad, pero como en muchas otras cosas el argumento más sólido que tengo no es más que una alegoría: la de las cuerdas de la marioneta: cuantas más, más libertad.

[5] (Alma de siervo) Tan despiadadamente autoritario debía de ser el ángel o el demonio que me veló en la cuna, que nunca me ha dictado más que un único, omnímodo y vacío mandamiento: "Obedece". Jamás he sido libre; toda la vida he estado obedeciendo con la paciente desgana de un burócrata pasmado, y encima siempre sin saber a qué.

[6] (El Alagón) Encuentro finalmente un tramo del río donde digo de pronto: "Esto es todavía exactamente como era en mi niñez", y acto seguido, sin pensarlo, añado con pasión: "Y, por lo tanto, como tendría que haber seguido siendo y seguir siendo, para siempre, todo".

sábado, 4 de noviembre de 2017

Los que no tienen nada que perder: Daniel Viglietti


Lo vi actuar en el teatro Romea de Barcelona hace un montón de años, a finales de los setenta. Me impresionó su voz grave y cálida con acentos íntimos y desgarro ético en los temas políticos. El absoluto dominio de su guitarra, en la que arpegiaba con una limpieza y una calidad excepcionales, serán siempre difíciles de olvidar; sus "Seis Impresiones para canto y guitarra" son una buena muestra de cuanto digo.
Eran aquellos años de compromiso político, recién salidos como estábamos de la larga dictadura, y canciones suyas como "A desalambrar" se convirtieron en himnos. Discos como "Uruguay. Canciones para mi América", con temas donde decía, por ejemplo, "Yo quiero romper la vida / como cambiarla quisiera", en su "Milonga de andar lejos", demostraban que el compromiso podía armonizar la hondura lírica con una intensa capacidad melódica y una innegable calidad musical. 
Con todo, a mí me impactó, tras escucharlo muchas veces,  un disco suyo que grabó con la Nueva Trova Cubana, "Trópicos". Cantaba en él Viglietti un tema de Silvio Rodríguez titulado "Existen", que  escuchado ahora, que acaba de fallecer el cantante uruguayo,  me llena de melancolía; en él se dice: "Menos mal que existen los que no tienen nada que perder (...) los que se mueren sin decir de qué muerte, sabiendo que en la gloria también se está muerto (...) los que no dejan de buscarse a sí, ni siquiera en la muerte, de buscarse a sí." 
Descanse en paz este gran artista, este hombre comprometido, este poeta que soñó siempre con el hombre nuevo y supo expresar ese sueño en canciones solidarias e inolvidables. Me uno al dolor de su familia y sus amigos. Descanse en paz. "Se precisan niños para amanecer", decía en un tema suyo llamada "Gurisito"; pues bien, empieza ahora el amanecer de la posteridad jubilosa de Viglietti. 

jueves, 7 de septiembre de 2017

Soneto para un adiós


Para D.Z., que nos dejó un lunes de agosto, in memoriam

Nunca sabremos lo que fuiste a buscar
aquella madrugada de verano
sobre el sordo rumor de un mar lejano
ni qué oscuras sombras cegaron tu azar

volviéndolo triste de luto y pesar
de palabras pronunciadas en vano
de un dolor antiguo y siempre cercano
de un sueño que no volverás a soñar.

Si es verdad que tras esta hay otra vida
en la que es eterna la luz del cielo
y tiene el laberinto una salida,

deja que en tu nombre al Señor le pida
humildemente para ti el consuelo
de saberte memoria estremecida.

viernes, 9 de junio de 2017

Juan Goytisolo: el vértigo del vacío


Telón de boca (El Aleph, 2003) fue uno de los últimos libros de Juan Goytisolo que leí. Ahora, en la tristeza de su fallecimiento, traigo aquí, a esta sección de despedidas, el último fragmento de esa novela en la que el personaje se enfrenta  "al vértigo del vacío":

Se despertó y no le vio. Descubrió que no se había movido de la habitación y se asomó a mirar los naranjos del patio. Era noche prieta, la ciudad descansaba. Se arropó contra el frío y subió a la terraza. El cielo desplegaba su magnificencia e invitaba a descifrar el álgebra y silabario de las estrellas. La Plaza dormía también: ninguna voz ascendía de su espacio desierto. Divisó siluetas fugaces, trémulas en su desamparo. La tiniebla cubría el perfil de la cordillera. La sentía no obstante recatada por ella, presta a revelar su blancura a la ceja del alba. Lo oculto detrás mantenía tenazmente el secreto. La cita sería para otro día: cuando se alzara el telón de boca y se enfrentase al vértigo del vacío. Estaba, estaba todavía entre los espectadores en la platea del teatro.

Goytisolo descansa ya, como Jean Genet, en el cementerio de Larache. Me uno desde estas páginas volanderas al dolor de su familia y de sus amigos. Fue un autor renovador, muchas veces a contracorriente. Queda su obra, de una inmensa calidad literaria. Fue, y seguirá siendo, un referente lúcido, crítico y necesario en la historia de la literatura española del siglo XX, especialmente en el ensayo y la novela; aunque para quien esto escribe, la lectura de sus libros memorialísticos, Coto vedado y En los reinos de Taifa, resultara en su día, hace ya muchos años, apasionante y estremecedora.

Nota. El retrato del autor es el que pintó su sobrino Gonzalo. Pido perdón por la escasa calidad de la foto, tomada directamente del catálogo de la exposición "Personas pintadas". El lector interesado puede ver una entrada sobre esa exposición AQUÍ. Del mismo modo, puede ver, si lo desea, la entrada que publiqué el 23 de abril de 2016, titulada "Los libros son el camino que lleva a todas partes: Monique Lange, Jean Genet y Juan Goytisolo", AQUÍ.  Leo, con enorme tristeza, que solo se vio contrarrestada por la inmensa ternura de la fotografía que la ilustraba, la información publicada ayer, domingo, 11 de junio de 2017, por el diario El País. ¡Ay, España, cuánto desamparo y olvido viertes sobre tus hijos más ilustres!

viernes, 21 de octubre de 2016

La buena gente aragonesa


Se llamaba Olimpio y era aragonés a carta cabal, por los cuatro costados. Hace unos días me llegó la noticia de su muerte, que no por esperada, padecía desde hacía meses una grave enfermedad, me estremeció menos.

Fuimos vecinos durante largos años en el pueblo donde pasábamos los veranos, el mismo en el que él vivía junto a su familia. Era alto, fuerte, de mirada noble y palabra socarrona. Hombre de por sí taciturno era, sin embargo, un conversador inagotable. Trasminaba bondad, rectitud y sabiduría ancestral, la que da la tierra a los que la trabajan, a partes iguales.
 
En los sosegados días del verano se levantaba temprano cada mañana, a eso de las siete,  y se marchaba a la huerta o a la viña. Hacia las doce regresaba y pasaba por casa para darnos borraja, tomates, cebollas o lo que en ese momento estuviera en sazón. Hasta la hora de comer buscaba al abuelo de mis hijos, aragonés como él, aunque pasado por el tamiz de la emigración a Cataluña en los años cincuenta, para charlar. Yo los oía conversar y enredar con los críos desde la ventana del cuarto de arriba que empleaba como estudio mientras duraba nuestra estancia en la casa.
 
Era cosa de oírlos y de verlos: seguidores acérrimos del Real Zaragoza los dos, poco amigos de los poderosos, receladores de las voces que acusan sin saber de la misa la media, socialistas ambos, aunque sin carné, renegando de los gobiernos conservadores, buenos catadores del vino de la cooperativa, de uva garnacha; algunas veces, a pesar de las protestas de sus mujeres, se enfilaban, ayudándose uno a otro, a los tejados de las casas para retejar y dejarlos en condiciones de soportar un año más los fríos, las heladas y las soledades del largo invierno.
 
En las noches de verano, bajo el amparo callado de la torre del castillo, tomábamos siempre café en la placita mientras manteníamos animada tertulia hasta las doce, hora en la que se acostaba porque al día siguiente tenía que madrugar.
En la noche de San Lorenzo, subíamos todos al pequeño alcor en que se asienta la reformada torre de la fortaleza para buscar la oscuridad desde la cual poder ver y contar las estrellas fugaces, las lágrimas de San Lorenzo, las que verterá el santo por su ausencia a partir de ahora.
 
El pueblo estará más vacío desde que se fue. Ya no será el mismo. Felisa, su viuda, tan bondadosa y sosegada como él, estará ahora más sola y desconsolada. Desde estas páginas volanderas, hoy más de vida que de literatura, con don Antonio Machado, me atrevo a pedirle que tenga esperanza: "Vive, esperanza: ¡quién sabe lo que se traga la tierra!"
 
Descansa en paz, amigo Olimpio. Me sumo al dolor de tu familia y de tus amigos. 

viernes, 11 de diciembre de 2015

Fátima Mernissi: aforismos

 


[1] No hay que admitir nunca la superioridad masculina, porque es absurda y absolutamente antimusulmana: Alá nos hizo a todos iguales.

[2] Hay que aprender a gritar y a protestar, del mismo modo que se aprende a caminar y a hablar. Llorar cuando te ofenden es como pedir más.

[3] ¿Somos musulmanas o no? Si lo somos, todo el mundo es igual. Alá así lo dijo. Y lo mismo predicó Su profeta. Nunca hay que aceptar la desigualdad, porque no es lógica.

[4] Todos los seres humanos son iguales, sin que importe el dinero que tengan, su origen, el lugar que ocupen en la jerarquía, ni cuáles sean su idioma y su religión. Si se tienen dos ojos, una nariz, dos piernas y dos manos, entonces uno es igual que todos los demás. 

[5] Cuando vas a emprender una aventura, no tienes que considerar el principio sino el final. Así que cuando te entren deseos de volar, piensa cómo y dónde acabarás.

[6] Una persona es feliz cuando se siente bien, alegre, creadora, satisfecha, amorosa, amada y libre. Una persona infeliz tiene la sensación de que existen barreras que aplastan los deseos y talentos que posee.

[7] Los sueños pueden cambiar la vida y, a la larga, el mundo.

[8] La peor de las prisiones es la que uno mismo se crea.

[9] Las vidas de las feministas parecían tratar todas de luchas y matrimonios desgraciados, nunca de momentos felices, noches maravillosas o lo que fuera que les diese fuerza para seguir adelante. Si alguna vez dirigía alguna batalla por la liberación de la mujer, no olvidaría la sensualidad. ¿Para qué rebelarse y cambiar el mundo si no puedes conseguir lo que le falta a tu vida? Y lo que le falta más claramente a nuestras vidas es amor y lujuria. ¿Por qué organizar una revolución si el nuevo mundo va a ser un desierto emocional?

[10] Es cierto que si no posees el poder, un simple sueño no transforma el mundo ni hace desaparecer los muros, pero te ayuda a conservar la dignidad.

Nota. Hace unos días falleció Fátima Mernissi. Sueños en el umbral, libro editado por Muchnik Editores en marzo de 1995, en traducción del inglés de Ángela Pérez, es una de las memorias de infancia más hermosas que he leído y desde luego, ni por su estilo ni por su contenido, el libro dejará indiferente al lector que se acerque a él. En este tiempo en que la tolerancia, pero también la lucidez, la claridad de ideas y la valentía, son tan necesarias, dejo aquí como homenaje  a la mujer y a la escritora estos aforismos intratextuales, todos ellos pertenecientes al libro mencionado. Me uno al dolor de sus familiares y amigos. Descanse en paz.

viernes, 4 de septiembre de 2015

La buena gente de Valverde


Suelen escritores e historiadores, cuando se documentan para preparar un libro, recurrir a los testimonios orales, a la memoria viva, de las personas que tienen información sobre aquello en lo que están trabajando. Acostumbran, cuando el libro se publica, a poner una nota de agradecimiento general a todos los que les han ayudado en esa tarea. Es lo frecuente, lo que suele hacerse.

Hoy quiero, sin embargo, dedicar esta entrada a la memoria de mi amigo, como tal me trató cuando lo conocí, Florencio Pereira. Cuando lo visité en Valverde buscando información sobre mi padre, me acogió en su casa y me contó cuanto recordaba de sus propias vivencias y también lo que su padre le había contado del mío y de mi abuelo. No solo eso, sino que me regaló una copia de un DVD en el que aparecía mi padre junto a Pablo Castellano e Ignacio Gallego en un mitin unitario de la izquierda celebrado en Valverde del Fresno en febrero de 1978. Después le escribí agradeciéndole su cálida acogida y le hice llegar un ejemplar de mi novela sobre Julián Besteiro.

Ahora no podrá ver el fruto de aquella investigación en el pasado familiar y colectivo de ese pueblo de la Sierra de Gata, que finalmente se ha convertido en mi nuevo libro, porque ha fallecido después de una larga enfermedad que arrostró con gran dignidad y entereza. Gracias, Florencio, donde quiera que estés, por tu hospitalidad y por tu generosidad. Me sumo desde estas páginas, aunque sea a destiempo, al dolor de tu familia y de tus amigos.

Nota. La foto la tomé en casa de Florencio, en Valverde, a finales de diciembre de 2013.

martes, 30 de septiembre de 2014

El paso de los años: García Morales


La misma tarde en que compré el libro cuya portada ilustra esta entrada, en la Feria del Libro de Ocasión de Barcelona, tuve noticia del fallecimiento de la escritora Adelaida García Morales. Entablé conversación con la librera, una señora muy culta y elegante, acerca de la obra de la autora. Me enseñó un recorte de periódico en que aparecía la noticia de su adiós. Charlamos acerca de El sur, de la película de Víctor Erice, de sus anteriores obras y le dije que me había hecho ilusión encontrar una primera edición de un libro suyo que no leí en su tiempo. Un cliente desvió la atención de la librera y entendí que la conversación había terminado. Me fui pensando, con cierta nostalgia, en los años ochenta, cuando leí por primera vez a García Morales. Pensé también en que el mejor homenaje que se puede hacer a un escritor es leer sus obras, así que me propuse leer durante el fin de semana la obra que había comprado. Lo hice y me confirmó ese tono de tristeza, de melancolía que predomina en muchas de las novelas de la autora y además, en esta, un clima inquietante; así se expresa Irina, la joven que pretende en vano el amor de Héctor:

Solo puedo pensar en una palabra: tedio. Una palabra enorme y única que lo llena todo. Invade mi mente y el espacio que me rodea. Tedio. Como si fuera una palabra sembrada a mi alrededor que me envuelve y me oprime. No hay nada más. Linda con el vacío más absoluto. Mi mente está cegada por una blancura vacía, solo tedio repite una vez y otra mi pensamiento.
Me uno desde estas páginas al dolor de sus familiares y amigos. Descanse en paz Adelaida García Morales. Gracias por su obra, por su literatura.

viernes, 6 de diciembre de 2013

1991: Mandela en Barcelona


Como suele decirse, yo estuve allí. Apenas hacía un año que Mandela había salido de la cárcel. Pasqual Maragall era alcalde de Barcelona. Estaba la ciudad en puertas de vivir la Olimpíada del 92. Mandela no era aún presidente de Sudáfrica, pero era un símbolo de la lucha contra el racismo, y también lo era de la defensa de las libertades, la igualdad y la decencia. Por eso fui a verlo aquella tarde. Pocas personas he visto que comunicaran tanto simplemente con su voz y su presencia. No sé si mi ciudad le dio la importancia que tenía. Le habían preparado, por todo escenario, un rústico tablado en una esquina de la Plaza de Sant Jaume, de una austeridad improvisada y un punto inadmisible, para que se dirigiera al escaso público, negros en su inmensa mayoría. El acto duró poco. No tengo fotos y por eso las tomo de la prensa. Recuerdo el sonido de los tambores que tocaban los negros y sus cánticos y sus bailes y hasta creo recordar que Mandela también bailó, ¡dichosa memoria!... La impresión que nos causó no se me ha olvidado. Descanse en paz.

martes, 25 de junio de 2013

Javier Tomeo


Conocí a Javier Tomeo en una memorable noche en la que coincidimos, él como presidente del jurado del Premio de Novela, que en su día le fue otorgado, y yo como ganador de la edición del año anterior, en Barbastro. Me pareció un hombre formidable, desde luego a la altura de la obra que ya había leído de él; podría decirse que uno veía en su persona al narrador de todos sus cuentos y novelas sin desmerecer un ápice de cualquiera de ellos. Una vez fallado el premio, que ganó, si no recuerdo mal, un autor mexicano,  aunque mi preferencia fuera otra, apareció Félix Romeo y se unió a la tertulia en la que también participaban Ramón Acín y Manuel Vilas. Entre copa y copa hacía dibujos en un papel y preguntaba quién de nosotros quería que le hiciera uno. El que comparto con los lectores que se pasen por aquí es el que le dedicó a mi hijo Claudio, que por entonces tenía un año y medio. Ahora lo rescato y lo traigo aquí para recordar a Tomeo, el de Bestiario, el de la maravillosa Napoleón VII, el de Los enemigos, el de El canto de las tortugas, el de Amado monstruo y el de tantas otras obras; también para decirle, donde quiera que esté, lo mucho que he aprendido  y disfrutado, más allá de la dureza de algunas de ellas, leyendo sus obras. Fue un gran autor. Me sumo al dolor de su familia y de sus amigos.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Horacio Vázquez-Rial



Alguien de la editorial sugirió su nombre y le mandó el libro. Tres días después, Horacio me telefoneó a casa y me dijo que le había gustado mucho el libro y que estaría encantado de presentármelo en Madrid. No lo conocía y hablamos con una cordialidad que aún recuerdo. Era marzo de 1998. Nos vimos en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, en la sala Valle-Inclán. Nos llevábamos siete años entre nosotros. Alfonso Guerra (1940), Horacio (1947) y yo (1954). Empezó hablando Horacio, con una voz sosegada, creando con sus cálidas palabras un ambiente de cordialidad y complicidad para conmigo, mi novela y la figura que a todos nos unía, don Julián Besteiro. Dijo algo que no he olvidado, a pesar de que han transcurrido muchos años ya de todo aquello; dijo Horacio que el relato que hacía en mi novela sobre las circunstancias que rodearon la detención, el juicio y la muerte menesterosa de Besteiro en la cárcel rompía el pacto de silencio de la transición. Ignoro si fue Horacio algo exagerado, pero yo le sigo agradeciendo sus palabras de aquella tarde. Por mi parte le dije que me tenía enganchado, la estaba terminando por aquellas fechas, a su novela sobre Gustavo Durán El soldado de porcelana. Ahora creo que los autores siempre dejan una, dos o tres obras de las que se habla cuando desaparecen. Creo que la novela a que me refiero, un acierto soberbio de Horacio, estará ahí por mucho tiempo. Ahora se hablará de él y de esa novela por la cercanía de la triste noticia, pero cuando pase más tiempo, se seguirá hablando de esa novela, se reeditará y ojalá tenga los lectores que la literatura de Horacio se merecía. Me uno desde aquí al dolor de su familia y de sus amigos, entre los que me cuento. Hasta siempre, amigo.

Nota. La foto de Horacio está tomada de El País, que a su vez la toma de la Agencia EFE. Si la memoria no me falla, esa misma ropa llevaba Horacio aquella tarde en el Círculo de Bellas Artes, a lo mejor, esa foto fue tomada en aquel acto, no lo sé, pero me gustaría la coincidencia.

lunes, 2 de mayo de 2011

Aforismos de Ernesto Sábato



Cuando lo leí, recién aparecido en enero de 1999, tuve la sensación de que Antes del fin era una especie de testamento literario y vital de Sabato, como un último grito en el desierto, como una afirmación de sus ideas básicas que se entreveraban con los avatares de su discurso vital. En algún pasaje me reconocí subrayando fragmentos que se incluyeron, casi con las mismas palabras, en Abaddón el exterminador y que ahora, despojados del ropaje novelesco, se ofrecían de un modo directo, claro y sencillo. Ernesto Sabato, a quien me hubiera gustado tanto conocer, nos acaba de dejar. Siempre he pensado que el mejor homenaje que se le puede tributar a un escritor es leer lo que escribió. Creo que leer a Sabato nos hace mejores, así que incluyo a continuación una breve serie de aforismos intratextuales extraídos del libro arriba mencionado a modo de despedida, para no hacerme pesado y alabar y recomendar una vez más la inexcusable lectura de esa trilogía que lo situó para siempre en la memoria literaria colectiva: El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador. Descanse en paz. Me sumo desde aquí al dolor de su familia. 

[1] Los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.

[2] A medida que nos acercamos a la muerte, también nos inclinamos hacia la tierra. Pero no a la tierra en general sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo pero tan querido, tan añorado pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia.

[3] No hay dictaduras malas y dictaduras buenas, todas son igualmente abominables.

[4] El escritor debe ser un testigo insobornable de su tiempo, con coraje para decir la verdad, y levantarse contra todo oficialismo que, enceguecido por sus intereses, pierde de vista la sacralidad de la persona humana.

[5] Aunque terrible es comprenderlo, la vida se hace en borrador, y no nos es dado corregir sus páginas.

[6] Para todo hombre es una vergüenza, un crimen, que existan doscientos cincuenta millones de niños explotados en el mundo. Obligados a trabajar desde los cinco, seis años en oficios insalubres, en jornadas agotadoras por unas monedas.

[7] La educación es lo menos material que existe, pero lo más decisivo en el porvenir de un pueblo, ya que es su fuerza espiritual.

[8] Los excluidos no tienen justicia que los defienda.

[9] Elie Wiesel ha dicho que en Auschwitz murió el hombre y la idea del hombre.

[10] La mayor nobleza de los hombres es la de levantar su obra en medio de la devastación, sosteniéndola infatigablemente, a medio camino entre el desgarro y la belleza.

[11] Creo que es desde una actitud anarco-cristiana que habremos de encaminar la vida.

[12] Solo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido.

Nota. Todos los textos proceden de la edición que de Antes del fin hizo Seix Barral en la colección Biblioteca Breve, en Barcelona en enero de 1999.

viernes, 18 de marzo de 2011

Josefina Aldecoa, En la distancia



Acaba de fallecer Josefina Aldecoa. Mantuve con ella, desde que la conocí a mediados de los noventa, una relación epistolar centrada en los temas literarios; varias de sus cartas me las remitió desde Las Magnolias. Intercambiamos lecturas y opiniones sobre nuestros respectivos libros, las suyas muy generosas para con lo mío, lo que quiero agradecerle aquí, como hice en su día. Escribí varios artículos sobre su obra y varias reseñas de sus libros según iban apareciendo. He releído estas últimas y he decidido incluir la de su libro de memorias En la distancia, que en su día  me pidió la revista Quimera, como personal homenaje.


VIDA CUMPLIDA

En la distancia es un libro de memorias narrado como si fuera una novela -“toda novela es una autobiografía y toda autobiografía es una novela”, dice la autora-, la novela de una vida cumplida, escrita desde la serenidad de una madurez espléndida. El libro resulta ser una indagación en el pasado y sus páginas destilan una serena melancolía, la que produce el paso de los años, entreverada con el aroma de la felicidad irrepetible.



La nostalgia impregna la evocación de la infancia, esos “primeros años que deciden para siempre lo que vamos a ser”: el paisaje de La Robla, el color rojizo de los árboles en otoño, los baños en el río en verano, las primeras lecturas, el frío, la casa de los abuelos, territorio perdido de la niñez. El entorno familiar, liberal y republicano, y la madre, maestra en la línea del institucionismo, contribuyen decisivamente en la formación de aspectos básicos de la personalidad de la escritora: la pedagogía, la política, la cultura. La familia se traslada a León en 1936. La guerra, “algo terrible, oscuro y negativo”, los fusilamientos, la violencia, las persecuciones, marcaron “un punto de imposible retorno, el final de la infancia.” Sin embargo, rememorada en la distancia, la autora reconoce que tuvo “una infancia feliz, protegida, cuidada y serena.”


En la posguerra, cuando “una inmensa cortina gris lo envolvía todo”, el mundo de los libros y la pasión por la lectura, supusieron “un estímulo decisivo” para seguir adelante. En 1943 entra en contacto con los poetas Victoriano Crémer y Eugenio de Nora, y a través de ellos con la “España del exilio interior, de la inteligencia y de la cultura.” En 1944 se traslada a Madrid y cursa estudios en la facultad de Filosofía y Letras. Conoce a Rafael Sánchez Ferlosio, a Alfonso Sastre, a Jesús Fernández Santos, a Medardo Fraile y algún tiempo después a Carmen Martín Gaite y a Ignacio Aldecoa; todos ellos miembros de la generación del cincuenta. Una estancia en Londres, primer contacto con Europa, le hace darse cuenta de que “la libertad estaba allí, existía.” Al volver, la tesis doctoral, en el ámbito de la pedagogía, El arte del niño. Después entró en su vida Ignacio Aldecoa y entabló con él “un diálogo, una discusión interminable.” Muy hermosas páginas dedica la autora a la evocación de los años de vida en común con uno de los grandes escritores del siglo XX español.


Se casaron en marzo de 1952 y su casa fue pronto la casa de sus amigos, a todos los evoca nostálgicamente ligados a un pasado lejano y ya irrecuperable: “éramos jóvenes, teníamos tiempo libre, soñábamos con paraísos lejanos, necesitábamos angustiosamente la libertad.” Fue un tiempo de amor y de amistad, de viajes, de descubrimientos, de lectura, de escritura, de vida intensa, la de quienes se declaraban “partidarios de la felicidad.” La maternidad: Susana, 1954; ese mismo año, Ignacio finalista del Planeta con El fulgor y la sangre. Viajes: Ibiza, “la libertad” y su huella literaria en la novela Porque éramos jóvenes; Nueva York, Ángel del Río, Francisco García Lorca, Francisco Ayala, “la cultura perdida, el mundo desconocido y mitificado de los españoles del exilio”; la visita a un país comunista, Polonia, que les dejó ”una sombra de duda sobre un sistema con el que nunca se habían identificado”; la estancia de Ignacio en La Graciosa, Canarias, reflejada en Parte de una historia.

En 1959 la autora funda lo que luego será el colegio Estilo, al principio Jardín-Escuela. Aunque nunca fue maestra, para Josefina Aldecoa “educar es lo más importante, lo básico” y la educación tiene que ver con “una actitud ante la vida, una filosofía de la existencia”; la educación debe desarrollar “el sentido crítico y analítico” del niño desde edades tempranas. Esa dedicación pedagógica la combina con la creación literaria y así, en 1961, publica su primer libro de cuentos A ninguna parte, que acaba de ser reeditado por la editorial Menoscuarto, en colección dirigida por Fernando Valls. Dos cuentos del libro fueron incluidos por la autora, en 2000, en Fiebre.

El 15 de noviembre de 1969 era sábado. En casa de Dominguín, donde otras veces habían coincidido con Semprún, Javier Pradera o Juan Benet, Ignacio Aldecoa se sintió mal y fue el final, el mazazo que rompió, inesperadamente, la vida de la autora. La muerte de su marido gravita en el libro como un peso insoportable, a pesar de la aceptación estoica del hecho de la muerte: “el drama eterno del hombre es nacer para morir, y he aceptado la muerte.” Cuando murió su marido, nos dice, apartó de su vida todo proyecto literario y sólo permaneció fiel a la lectura.

La autora va dando breves pinceladas históricas para enmarcar temporalmente el relato. Lúcida y nostálgica es la reflexión tras la muerte de Franco: “Me di cuenta de que estaba a punto de cumplir cincuenta años. Los cuarenta años de dictadura cayeron sobre mí como una losa. Demasiado tarde para los que éramos niños en 1936.”


La publicación, en el final de la década de los setenta de dos antologías de cuentos: una de su marido y otra titulada Los niños de la guerra, que contiene relatos relacionados con la guerra civil de los escritores de su generación, sirvió para que Josefina R. Aldecoa volviera al panorama literario y lo hiciera defendiendo a su generación de los calificativos despectivos de “literatura de la berza” y reivindicando una literatura que hay que entender, dice, en las condiciones históricas en que se produjo. Pone de manifiesto, refiriéndose a la obra de su marido, la solidaridad con los desheredados y los humildes, con las personas necesitadas, que fueron el objeto literario de muchos de sus cuentos.


Tras esos trabajos, la creación literaria llama nuevamente a su puerta. Así, en la década de los ochenta, escribe -sumergida en la soledad y la paz de la casa de Las Magnolias, en Cantabria- y publica tres novelas La enredadera, en 1983, Porque éramos jóvenes, en 1986 y El vergel, en 1988. La autora habla así de ellas: “Mis novelas de los ochenta tienen un común denominador. En ellas trato de descubrir los móviles de las conductas. Los errores que cometemos los seres humanos en busca de la felicidad. En ellas queda patente mi filosofía de la existencia.”



En 1990 publicó Historia de una maestra, su mayor éxito literario. “La escribí con la intención de recuperar la memoria de los años de juventud de mi madre y los de mi infancia.” A ella le siguieron Mujeres de negro y La fuerza del destino. La autora la llama “trilogía de la memoria” y considera esas obras como un ejercicio de sinceridad. La memoria será una de las constantes de su narrativa, porque “no se puede pactar con el olvido”; es necesario, dice, “dejar testimonio a los que vienen después, de la verdadera, profunda, humana historia de España.” Su última entrega novelesca es, hasta la fecha, El enigma, 2002.


Las últimas páginas, hermosas y melancólicas reflexiones sobre el paso del tiempo, constituyen un resumen lúcido de lo que este libro significa: “En este libro hay una buena parte de mi vida hecha, deshecha, reconstruida, como un gran puzzle. Irremediablemente faltan piezas, fragmentos. Hay espacios vacíos. Estoy segura de que algunos de ellos encierra en su oquedad un recuerdo intolerable que he tachado sin saberlo, que no merece el precio del recuerdo.”

lunes, 20 de septiembre de 2010

Labordeta: Cantar y callar



La memoria, esa embaucadora infiel, no me deja recordar el nombre del programa de televisión, en blanco y negro, aunque sí el de su presentador, Gonzalo García-Pelayo (creo que se escribía con guión), en el que en una sobremesa de 1974 escuché cantar, sin ver su imagen, por primera vez a José Antonio Labordeta: “Polvo, niebla, viento y sol, y donde hay agua una huerta.” La sorpresa y el estremecimiento ante la hondura, la nobleza y la fuerza de aquella voz me dejaron sin palabras en aquel sofá del cuarto de estar de la casa de mis padres. Compré enseguida el disco, elepé de vinilo, editado por Edigsa, la de los cantautores catalanes. La austeridad del acompañamiento musical, una guitarra sola, y la voz recia, profunda y grave de Labordeta realzaban los textos y las melodías que reflejaban, con cierta tristeza, la realidad aragonesa: “Para Navidad la oliva, para el verano la siega, para el otoño la siembra, para primavera nada.” Así que, escuchando el disco, era como si viéramos “las arcillas viejas, las arcillas pobres”, o “el campo que se agosta”, o “el sacristán que loco por las campanas se desguazó ante el altar.” Todo era autenticidad, desgarro, canto que hundía sus raíces en lo más profundo de la tierra aragonesa.

Como su hermano Miguel, el poeta, también José Antonio “quiso ser palabra sobre el río al amanecer”, y como él, “se nos marchó con un suave silencio que el viento rompió.” El título del disco era en sí mismo una lección ética y lo decía todo Cantar y callar. Fue lo que hizo. Cantó y ahora, por desgracia, le tocó callar, aunque su voz siempre permanecerá entre nosotros. Que la tierra le sea leve en este casi otoño en el que ya “las uvas dulces van por el aire” y lo hacen, como él decía, "reventar de parte a parte.”

martes, 18 de mayo de 2010

El socialismo cristiano en bicicleta de Gumersindo Pellitero


Para Gumersindo Pellitero, que falleció en Santa Coloma de Gramenet el 17 de mayo a la edad de 63 años. En la amistad.

Para cuantos tuvimos el privilegio de conocerle y de compartir con él los afanes y los desvelos, las alegrías y las ingratitudes de esa tarea apasionante y a menudo tan poco valorada que es la educación, o sea, enseñar a los demás aquello que otros en su día te enseñaron a ti, ayudar a los jóvenes a que se formen como ciudadanos, a que sean libres y responsables, tolerantes y solidarios, para quienes compartimos, digo, todo eso con él durante largos años, escribir sobre Gumer es muy fácil. Porque a despecho del dolor que nos provoca su muerte a destiempo, siempre le recordaremos como lo que fue: un hombre en el buen sentido de la palabra bueno, una persona que lo dio todo por los demás y que encarnó, esto es puso carne y emoción, los más imperecederos y hermosos de los valores: la decencia, la lealtad, el sentido de la justicia y el respeto a quienes pensaban de forma diferente a como lo hacía él.
 
Se dice, y creo que con razón, que uno no desaparece del todo hasta que se muere el último de los que te recuerdan. Descansa tranquilo, amigo Gumer, porque tu ejemplo y tu persona han dejado una huella perenne en el corazón de muchos de nosotros y será imposible que te olvidemos. Siempre me recordaste, Gumer, no sé bien por qué, a Mario Díez, el personaje de Delibes, que también nos acaba de dejar, que alumbraba, en palabras certeras de Umbral, “un socialismo cristiano en bicicleta”.
 
Escribo estas palabras para decirte adiós, Gumer, para despedirme de ti. Pero también para decirte que seguiré tu ejemplo, que perseveraré en la tarea, en la noble tarea de vivir e intentar hacer vivir, tal como hacías tú, a través de la educación y la palabra a los demás. Con todo, nos queda, Gumer, el más duro de los aprendizajes, el más desolador, el de aprender a convivir con tu ausencia.
 
Sé, lo sabemos muchos, Gumer, la importancia que para ti tuvo siempre la poesía. Permíteme, desde tu sueño y tu descanso eternos, que cierre estas torpes palabras con los versos de un poeta a quien siempre admiraste, don Antonio Machado:
 
Dice la esperanza: un día
la verás, si bien esperas.
Dice la desesperanza:
sólo tu amargura es ella.
Late, corazón... No todo
se lo ha tragado la tierra.
 
Hasta siempre, amigo, compañero.

lunes, 17 de mayo de 2010

En el adiós a Juan Luis Alborg



El pasado 6 de mayo falleció en Bloomington, USA, el crítico literario e historiador de la literatura española Juan Luis Alborg. Leí la noticia en los “Obituarios” de El País, en la edición del viernes 14 de mayo. La nota la escribían su editor en Gredos, Manel Martos y la profesora María de los Ángeles Encinar.

No creo que haya una sola biblioteca personal de profesores y de lectores curiosos en la que no estén los cinco magníficos volúmenes de su Historia de la literatura española, que la editorial Gredos fue publicando en las últimas décadas. Tampoco creo que hubiera uno solo de los opositores al Cuerpo de Agregados de Bachillerato, hoy de Profesores de Enseñanza Secundaria, que no llevase entre sus materiales de trabajo los correspondientes resúmenes extraídos de las páginas de los distintos tomos de esa obra. Ni creo, en fin, que falten en ninguna biblioteca, escolar o no, que se precie de serlo. Ahí queda pues el trabajo de Alborg, ocupando un espacio en nuestras estanterías tras haber abierto senderos de lectura y de interpretación en la memoria de sus muchos lectores.

Era Juan Luis Alborg un crítico a contracorriente, que hacía gala de su independencia a la mínima ocasión que se le presentaba. Así en el prólogo del libro cuya imagen sirve para ilustrar esta entrada, escribía el crítico valenciano: “Mi mayor orgullo es no haber llevado jamás en ninguna parte de mi persona, desde la solapa a los jamones (que es donde se graba bien) la marca de ninguna ganadería. Ni aceptado jamás cargo, sinecura o remuneración no procedente de mi absoluto trabajo profesional. Cosa esta en la que siempre he puesto muy buen cuidado.”

El primer volumen de Hora actual de la novela española es de 1958. El segundo, el que traigo aquí, es de 1962. Alborg, que siguió un camino parecido al de Ignacio Soldevila, valenciano como él, fue de los profesores que, para seguir investigando, tuvieron que marcharse a Estados Unidos. Allí llegó Alborg en 1961. Se hizo, en tierras norteamericanas, con las obras que pudo de los novelistas del exilio, las que lógicamente no se podían editar en España por la fuerte censura del régimen de Franco, y preparó tres estudios sobre Ramón J. Sender, Max Aub y Arturo Barea, que publicó en el mencionado volumen junto a autores como Gonzalo Torrente Ballester, Jesús Fernández Santos, Sebastián Juan Arbó, Juan Antonio Zunzunegui o Elena Soriano entre otros. Ello nos da muestra de cómo Alborg entendía que la literatura española, la novela en concreto, de esos años era una sola que se publicaba dentro y fuera de España exclusivamente por razones políticas, pero que eran dos ramas hermanas e hijas del mismo tronco común, la tradición literaria hispánica. Es la suya un visión certera e integradora que a la altura de 1962, año en que se publicó el libro, cuando tan escasas noticias se tenía del quehacer literario de tantos escritores que se vieron forzados a abandonar España tras la derrota de la República en la Guerra Civil, aún no se había publicado el libro de Marra-López Narrativa española fuera de España (1963), nos muestra en qué forma hubiera debido escribirse la historia de la novela de aquellos años: Cela junto a Ayala, Aub junto a Delibes, Sender junto a Torrente Ballester, Barea junto a Laforet.

Nos deja, pues, Juan Luis Alborg, pero nos quedan sus estudios y sus reflexiones certeras sobre nuestra literatura. Me sumo desde aquí al dolor de su familia y amigos, que es el mismo de cuantos leímos con devoción lo que escribió.

Nota. Google, que posee imágenes de todo o de casi todo, no ha sido capaz de suministrarme un solo retrato, una sola fotografía de Alborg, así que me he visto obligado a coger mi cámara digital y malfotografiar, pido disculpas por ello, la foto familiar que ilustraba los comentarios de El País.