miércoles, 30 de septiembre de 2009

Julián Besteiro: morir en Carmona / y 4


Los escenarios de la memoria

El Monasterio de Dueñas


Aparcaron los coches frente a la fachada, un tanto escurialense, del monasterio. Al descender del vehículo, Besteiro se detuvo un instante a contemplar una era en la que algunos labradores trillaban el trigo recién recogido. Al fondo de la era, un edificio alargado en forma de nave industrial, con una sola chimenea en la parte central del tejado. Construido con ladrillos de color rojizo, tenía todo él doble hilera de ventanas. La fachada, orientada al mediodía, era igualmente rojiza. En la esquina más meridional del edificio, en el piso superior, había una galería acristalada con ventanas de cuarterones; unos metros más allá, una alta chimenea arrancaba desde el piso bajo.



Una puerta con contraventana separaba la estancia de la galería acristalada. Besteiro abrió la puerta y accedió a ella. Era un agradable cuarto, muy al estilo de las casas del norte, muy soleado y amueblado con un tresillo y una mesa camilla. A través de los cristales se podía ver la casa de labranza que quedaba junto al monasterio, la tapia que corría paralela a lo largo del camino, y, al fondo, la alameda del río, apenas a kilómetro y medio de aquel lugar.



La estación de Guadajoz

La luz cegadora del mediodía los vio llegar y el aire estremecido por el sofocante calor fue para ellos como un desolado recibimiento de bienvenida. La estación de Guadajoz los envolvió en el ámbito triste de su desamparo y no vieron entonces, cuando abandonaron los desvencijados vagones de aquel tren, sino el pequeño edificio y los muros de un patio en el que crecían algunos limoneros.


El camino, pedregoso y polvoriento, discurría en línea recta atravesando llanuras y campos de mieses amarillentas. Pequeños alcores, desiertos de vegetación, apuntaban en el horizonte. Dispersos grupos de árboles con sus hojas bamboleadas por el escaso viento. El cielo, de un azul intenso, estaba surcado por errantes y algodonosas nubes. Los camiones dejaban tras de sí una nube polvorienta en su lento traqueteo, en su avance cansino a lo largo del camino.



Carmona


Instalada la celda a la que había sido trasladado Besteiro en la parte alta de la prisión, se accedía a ella a través de un oscuro y destartalado desván al que los presos llamaban el "palomar" (...) En los días claros, que eran la mayoría, se divisaba, desde la ventana enrejada, aunque fuera necesario subirse para ello a una silla, un panorama de tejados y campanarios. Se veía también la fachada del Palacio del Marqués de las Torres y ya muy de refilón se dejaban ver las almenas del Alcázar del Rey don Pedro y la llanura del Corbonés que se iba perdiendo en el horizonte.



En el pequeño patio, frente a la puerta principal de la iglesia, se reunió la reducida comitiva que iba a proceder a la exhumación de los restos de Besteiro. Precedidos por el enterrador, Fernando Gómez, el hijo mayor del Antequerano, salieron a la calle y rodearon la iglesia para llegar a la entrada del cementerio.



El sol declinaba y dejaba su luz rojiza a lo lejos. En silencio llegaron hasta la puerta del corralito que era el cementerio civil. Nadie había sido enterrado en los últimos veinte años en ese lugar. El patio volvía a mostrar un aspecto desolador y descuidado. La maleza lo invadía todo. El enterrador procedió a destapar el nicho. Primero retiró, después de desclavarla con cuidado para que no se rompiera, la lápida.





Cementerio Civil de Madrid: 1960

Llegaron al cementerio y se dirigieron al lugar donde una tumba abierta en el suelo esperaba la llegada del féretro. Los funcionarios lo sacaron del coche y mediante cuerdas lo bajaron hasta el fondo de la tumba. Jaime Cebrián arrancó una pequeña ramita de uno de los árboles de los alrededores y la arrojó sobre el ataúd que contenía la memoria de su tío. Después los funcionarios procedieron a sellar la piedra granítica que habría de cubrirlo con su color gris pardusco. Lisa de todo adorno. Sólo su nombre en la cabecera de la tumba.



Una mujer, que ha estado observando las operaciones de los enterradores desde lejos, espera a que éstos terminen y se acerca, cuando ya no queda nadie frente a la tumba. Mira la inscripción, el nombre, el apellido. Vuelve a donde estaba y toma un clavel rojo de los que ha llevado a la tumba de su marido, muerto por fusilamiento en septiembre del treinta y nueve. Regresa junto a la tumba de Besteiro y lo deposita sobre la lápida de granito, junto a su nombre. Vestida de negro, se aleja caminando lentamente por los senderos de gravilla, bajo la luz cegadora del mes de junio.

Julian Besteiro: morir en Carmona / 3


Los escenarios de la memoria: Madrid.

El Ministerio de Hacienda


Las primeras luces del alba del martes 28 de marzo de 1939 iluminaban un paisaje gris y desapacible que presagiaba un día frío. Un viento racheado movía las copas de los árboles y arremolinaba los papeles en los rincones de las calles, desiertas a esas horas tempranas. Un coche se detuvo frente al viejo edificio del Ministerio de Hacienda en la calle de Alcalá. Los sacos terreros protegían la entrada. Los soldados de vigilancia se parapetaban tras ellos. La luz de lámpara del vestíbulo estaba apagada.


La cárcel de Porlier

No era, la cárcel de Porlier, una verdadera cárcel. Se trataba del edificio de un colegio que había sido habilitado como prisión en tiempos de la República. Ocupaba la manzana entre las calles Bravo, Padilla y Conde Peñalver. La entrada principal estaba en la calle Díaz Porlier. El edificio, de planta baja y tres pisos, era todo él de ladrillo rojo. Las ventanas del primer piso remataban en arco circular y constituían largas galerías en las que se encontraban las celdas de los presos. Los árboles casi se pegaban a las paredes del edificio.


La prisión del Cisne

Dejando atrás la plaza de Rubén Darío y la iglesia de San Fermín de los Navarros, el vehículo llegó a la prisión. El edificio tenía forma cuadrangular, con dos patios interiores y otras tantas galerías, perimetrado por un muro de ladrillo rematado en una pequeña verja. La última luz de la tarde dejaba una claridad ambigua flotando en el ámbito de la galería. Las ventanas de estilo gótico, con cristales esmerilados, se asomaban a un patio con una vegetación densa de árboles altos y frondosos y parterres delimitando pequeñas zonas ajardinadas.


Nota. Las fotos de todos los lugares que constituyen los escenarios de la memoria de la pasión y muerte de Julián Besteiro fueron tomadas mientras me documentaba para escribir el libro. Las descripciones que se incluyen proceden de la redacción final del libro. Había previsto tres entradas, pero será necesario hacer alguna más, pues faltan Dueñas, Guadajoz y Carmona. Quiero dar las gracias a todas las personas que, durante estos días, han querido, visitando este blog, compartir la memoria de uno de los hombres más íntegros que ha dado nunca este país.


lunes, 28 de septiembre de 2009

Julién Besteiro: morir en Carmona / 2

Mi interés por la figura de Besteiro se remonta a los primeros años de la transición, cuando empezamos, los que entonces teníamos veintipocos años, a descubrir tantos aspectos de nuestro pasado que nos habían sido ocultados. A mí me llamó siempre poderosamente la atención la actitud de Besteiro, quien tuvo el coraje y la entereza moral de quedarse en España y no marchar al exilio. Besteiro fue detenido en los sótanos del Ministerio de Hacienda de Madrid el día 28 de marzo de 1939. La tarde-noche del 29 de marzo ingresó en la cárcel de Porlier, de tan infausta memoria, hoy colegio privado de los Salesianos, después de haberle sido tomada declaración por parte del juez militar encargado de las diligencias previas en el proceso sumarísimo abierto contra él y contra Rafael Sánchez-Guerra, asesor político por entonces del coronel Segismundo Casado.

¿Por qué no se marchó al exilio Besteiro cuando tan fácil le hubiera sido hacerlo? La respuesta no es fácil, pero creo que Besteiro se quedó en España por coherencia política, por integridad moral y para dar una suerte de lección ética a todos aquellos que en los últimos años de su vida le habían calumniado y hasta ridiculizado acusándole de haber pactado previamente con la “quinta columna” las condiciones de su estancia en la España nacionalista, obteniendo la promesa de que su vida sería respetada. Los hechos, desde luego, desmintieron dramáticamente esas voces injuriosas, que tienen nombre y apellidos, algunas aún vivas y casi todas agrupadas bajo la misma bandera. Hay quien ha escrito, sin embargo, bien recientemente, que se quedó por “orgullo suicida”, casi como un ingenuo incauto. Sin medir, como quien dice, el alcance de sus actos.

Del mismo modo, la participación de Besteiro en el Consejo de Defensa fue un hecho extraordinariamente controvertido que ha dado lugar a muchas interpretaciones, no todas respetuosas ni justas, es necesario decirlo; la que roza lo inadmisible es la que insinúa “insania mental” en Besteiro al aceptar participar en el Consejo. ¿Por qué aceptó Besteiro colaborar con el Consejo? Probablemente porque pensó que con su prestigio y moderación podía contribuir a negociar las condiciones de una paz que fuera la paz de la reconciliación y no la paz de la victoria. En eso es obvio que se equivocó; pero no debe achacarse a él el error, sino a la falta de magnanimidad de los vencedores y a su poco sentido del Estado, pues prefirieron, con injustificable ceguera histórica, la vía de la represión, de la eliminación física del adversario, aun siendo conscientes de que abrían heridas que dejarían huella perenne en la sociedad española; Besteiro lo advirtió con toda claridad: “Pensar en que media España pueda destruir a la otra media, sería una nueva locura que acabaría con toda posibilidad de afirmación de nuestra personalidad nacional o mejor, con una destrucción completa de la personalidad nacional.” El fracaso de Besteiro, pues, es el fracaso de todos los españoles que aún creían posible la concordia y la reconciliación.


Lo que sucedió a partir del momento en que Besteiro tomó la decisión de no marchar al exilio, es una historia que, como escribió Miguel Mena en El Periódico de Aragón, merecería figurar, con permiso de Borges, en la historia universal de la infamia. Los hechos narrados en mi novela parten de ahí, de la decisión, nunca del todo bien entendida, de Besteiro de permanecer en España.

Podría decir que, aunque conste de siete capítulos, la novela se divide en dos partes: el ruido y el silencio.

El ruido se arma en torno al hombre público, al dirigente socialista, al político, al expresidente de Las Cortes, al catedrático de Lógica de la Universidad de Madrid: primeras declaraciones, trasiego de cárceles, designación del abogado defensor, Ignacio Arenillas de Chaves, aceptación de éste, idas y venidas de la mujer, Dolores Cebrián, aportando documentos para la defensa, las esperas a pleno sol para poder visitarle en la cárcel del Cisne, el juicio, el discurso de dos horas y media del fiscal militar, Felipe Acedo Colunga, la petición efectuada por éste de pena de muerte porque “las ideas del procesado habían hecho mucho daño a España”, la deliberación del Tribunal, presidido por el general Manuel Nieves Camacho, la comunicación de la sentencia: cadena perpetua sustituida por treinta años de reclusión mayor por el delito de “adhesión a la rebelión militar”, el rechazo del recurso presentado por el abogado.
Después, el silencio, la soledad, el desamparo. Después el hombre de carne y hueso, casi un anciano a los sesenta y nueve años de su edad, con la salud profundamente quebrantada, enfrentándose como un héroe trágico a la adversidad de su destino, al último acto de una vida que las circunstancias convirtieron en tragedia. La historia se fue volviendo triste y los Officium Deffunctorum de Tomás Luis de Victoria ponían la melodía melancólica y sombría a la agonía de un hombre desamparado y abandonado a su suerte en una oscura celda de una destartalada y obsoleta prisión de una pequeña y hermosa ciudad del Sur.

Después, la amargura, los sinsabores, la derrota, los quebrantos, la soledad de las prisiones, la angustia y otra vez el silencio, la enfermedad, la negligencia de un médico que equivocó en su terquedad el diagnóstico e impidió el traslado a un hospital-prisión cuando era evidente para todos menos para él la gravedad extrema del enfermo, y, finalmente, la muerte; y poco antes de morir estas palabras: “Muero siendo socialista. Cuando la libertad en España vuelva a hacer a los hombres libres, quiero que mis restos sean envueltos en una bandera roja y enterrados al lado de la tumba del que fue mi maestro: Pablo Iglesias.”


Es cosa sabida que la historia la escriben los vencedores, y a nadie deben extrañar, por tanto, ni las tergiversaciones, ni los olvidos, ni los cuentos vueltos del revés de la historia “oficial”; sin embargo, la verdad de los hechos acaba siempre por imponerse, aunque sea a destiempo. Han transcurrido más de sesenta años desde que sucedieran los tristes acontecimientos de que en la novela se da cuenta. Hoy su protagonista ocupa el lugar en la Historia que le corresponde y es un referente necesario en la memoria histórica colectiva, a pesar de quienes no escatimaron esfuerzos para emborronar su buen nombre y de quienes le persiguieron hasta después de muerto, negándole el derecho a ser enterrado en Madrid, como era su explícito deseo. ¿Quién se acuerda hoy de Acedo Colunga o de los generales que lo juzgaron y lo condenaron?


Tantos años después, una plaza, en el lugar en que se levantaba la cárcel, lleva su nombre y apellido en la ciudad que le vio morir de modo tan menesteroso como injusto. En un rincón olvidado de lo que fue cementerio y hoy es campo de fútbol, la maleza inunda los restos de la bóveda del nicho que le sirvió de ignominioso lecho de muerte durante veinte largos años. Una tarde de junio, de hace doce años, para sorpresa de futbolistas y árbitro, dejé un ramo de rosas blancas entre medio de la maleza. Después, luchando a brazo partido por desterrar la melancolía, no pude hacer otra cosa que escribir este libro.




Nota. La foto de Besteiro en la cárcel de Carmona junto a los curas vascos está tomada de la página web de PSOE. Las demás son fotos procedentes de la edición del libro de Andrés Saborit sobre Besteiro que publicó Losada en Buenos Aires en 1967. Las fotos de Carmona, la de la plaza y la de los restos de la tumba de Besteiro, puede apreciarse el libro Cartas desde la prisión y el ramo de rosas blancas, las tomé durante el viaje que hice a esa hermosa ciudad sevillana mientras me documentaba para escribir el libro. Son de cuando no tenía cámara digital y de ahí su baja calidad, por la que pido disculpas.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Así, ¿es el final?



Para G. y J. donde quiera que estén.Me pidió, con insistencia incluso, durante los largos y penosos meses que duró la fase terminal de su enfermedad, que no le ocultara el momento en que se acercase el final. Había reflexionado reiteradas veces, incluso en un esfuerzo que sabía inútil de antemano había tratado de imaginárselo, acerca de cómo sería el instante en que se produjera el tránsito, en que cerrara los ojos para no volverlos a abrir y perdiera la conciencia para diluirse en la nada del no ser. Así que, después de que el médico hubo abandonado la habitación del hospital en la que estaba ingresado, balbuceó con inmisericorde esfuerzo y una desangelada torpeza en sus palabras la pregunta decisiva que siempre había temido formular: “Así, ¿es el final?”

Aunque no me fue fácil, no demoré ni un segundo mi respuesta: “Sí, es el final.” Cerró los ojos, guardó silencio y una lágrima tímida rodó por su rostro estragado por los efectos de la cruel enfermedad. Tomé su mano entre las mías, en un gesto de ternura que trataba de reconfortarle en su desamparo. Había venido a vivir a casa desde que se le declaró la enfermedad. Prefirió ocultarle a su madre anciana la realidad de su situación. Lo había cuidado con afecto y esmero, el que da la verdadera amistad. Habíamos compartido, en los sosegados atardeceres del otoño, lecturas y charla, que inevitablemente giraba siempre en torno al mismo tema: cómo prepararse para la agonía del tránsito. Leímos y releímos juntos a Erasmo, a Unamuno, a San Juan de la Cruz. Ahora me había tocado escuchar, del labios del oncólogo, la frase descorazonadora: “en pocas horas entrará en la agonía, despídase y trate de consolarlo en la medida en que le sea posible hacerlo.”

Se fue en silencio, sin aspavientos, conservando entera, inquebrantable, su dignidad. Retuve su mano entre las mías y sentí, un leve instante, la crispación de sus dedos perdidos en la tiniebla, como intentado apresar las sombras que lo cercaban. Cesó todo. Ordené incinerar sus restos en la incerteza de si su alma habría emigrado a tiempo a la región luminosa del mundo de las ideas. Días después conduje mi coche hasta el lugar en cuyo paisaje me había pedido que esparciera sus cenizas. La luz adormecida de la tarde de otoño vio cómo caía en silencio sobre los surcos en barbecho la lluvia gris y leve de su memoria hasta quedar anegada en la geografía estéril del olvido.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Lasciate ogni speranza



En 1907 publicó Joan Maragall el opúsculo “Elogio de la poesía” en el que reflexionaba acerca de la palabra y la creación poética. Escribe Maragall: “Poesía es el arte de la palabra; arte es la humana expresión de la belleza; belleza es la revelación de la esencia por la forma; forma es la huella del ritmo de la vida en la materia.” El arte es, para el poeta catalán, lo que llama la “belleza trashumanada devuelta a Dios” por la expresión del ritmo revelador de la forma natural. Debe ser ese ritmo revelador espontáneo, puro y sincero. La inspiración, que hay que saber esperar, es la señal de la voluntad divina de revelar ese ritmo. El poeta no debe empeñarse en buscarla, debe dejar que fluya en él como un estremecimiento interior, como un escalofrío que no engaña, como una voz que debe ser obedecida y atendida, porque en esto la voluntad, tan poderosa en otras actividades humanas, tiene poco papel. Leyéndolo, en esta nublada mañana con la que se despide el verano, he comprendido por qué se dice que los poetas, los que lo son de verdad, como García Lorca, están tocados por la mano de Dios y se me han iluminado los versos de Cervantes: “yo que siempre trabajo y me desvelo por parecer que tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo.” Eso es, la gracia, el ritmo revelado, el escalofrío que no engaña. Escribe Maragall:

Es falsa la distinción entre fondo y forma: poesía, propiamente hablando, no es más que la forma, el verso. La poesía no está en lo que se dice, sino en el modo de decirlo; o mejor, en la poesía, forma y fondo son una misma cosa. Porque en ella, cuando es verdadera, no precede la idea a la palabra, sino que ésta, al acudir sólo por el ritmo, se trae impensada la idea. En poesía, el concepto viene por el ritmo de las palabras: ésta es su señal inconfundible y su misterio; así se realiza en ella la revelación de la esencia por la forma.


El concepto de la eternidad de las penas del infierno –por ejemplo- nos ha sido dado por muchos y de muchas maneras fuera de la poesía; pero sólo el Dante vio encima de la puerta aquellas palabras: Lasciate ogni speranza voi che entrate. Así nos revela poéticamente la eternidad del infierno: el ritmo de sus tercetos le trajo esta expresión. El concepto en ella contenido ya lo sabíamos: nada nuevo nos dijo el Dante; pero con su modo de decirlo nos hizo temblar nuevamente. El poeta no suele decir cosas nuevas, no es su oficio: lo es el echar sobre las ideas la luz de la forma en que vienen dichas; y esto es lo nuevo, su revelación de la esencia por la forma.

martes, 15 de septiembre de 2009

Preposiciones y signos


El Ayuntamiento de una ciudad catalana del interior, que cuida y protege ejemplarmente su centro histórico, por la que paseaba una calurosa tarde del pasado mes de julio, ha tenido la sensatez y el buen gusto de conservar ciertas reliquias del pasado aunque no estuvieran escritas en la lengua autóctona. Consulto el Diccionario Normativo y Guía Práctica de la Lengua Española, de Francisco Marsá, y dice lo siguiente: “La preposición so equivale a bajo o debajo de, y no se usa sino formando locuciones con los sustantivos capa, color, pena y pretexto.” No deja de asombrarme que una preposición aparentemente en desuso, o poco usada, aparezca tan correctamente empleada en este antiguo letrero tan sabiamente conservado. María Moliner, en su Diccionario de uso del español, escribe en la entrada dedicada a la mencionada preposición: “Hoy se emplea, ya poco, en las expresiones so capa o so color, y se emplea corrientemente en so pena de.”

Por el contrario, circulando por las carreteras cercanas a la costa, me encontré en una valla publicitaria este anuncio de una cadena de gasolineras escrito imitando el lenguaje que los jóvenes emplean en los mensajes que se envían a través de los teléfonos móviles. Las diferencias entre ambos son tan obvias que casi no merece la pena comentarlas. Diré, solamente, que uno contribuye poderosamente al correcto empleo de la lengua y el otro, sin más, con el uso incorrecto de signos matemáticos que sustituyen a palabras, la empobrece y deteriora.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Tu oficio, tu vocación, tu estrella




A Leonardo con el paso de los años se le agotan los discursos. Después de semanas inmerso en el silencio de su propia vida, que es un silencio ancestral, que atiende solo a la naturaleza y al rumor sosegado de las aguas y los pájaros, al ulular del viento en las frondosas ramas de los álamos, un silencio espeso que le envuelve mientras escucha con sus ojos a los muertos, se presenta inhóspita la hora de volver. Hay que arroparse otra vez con los ropajes clamorosos de las palabras, volver a hablar, a comunicarse con esos jóvenes que le escuchan atentos aunque sea solo porque es el primer día del nuevo curso. Y Leonardo, dejando escondido su viejo escepticismo, les habla y los anima a que se comprometan con ellos mismos, a que sean consecuentes con la opción que han tomado, a que ejerzan sin miedo su libertad y su responsabilidad, a que vayan construyendo su propio camino y cimentando su propia manera de ver e interpretar las cosas del mundo, a que vayan tomando conciencia de que su vida es un milagro único e irrepetible y que es suya y de nadie más y que deben vivirla intensamente sin tregua, sin esperas, sin demoras estériles, eligiendo en cada momento una o varias de entre las muchas opciones que la realidad les pone delante de sus ojos, los anima a que crezcan como personas y a que comprendan que no son nadie sin los demás y les lee los versos del poeta “un hombre solo, una mujer, así tomados de uno en uno son como polvo, no son nada.” Y cuando parece que la primera clase va a terminar con más pena que gloria, les lee un fragmento del “Elogio de la vida”, del poeta catalán Joan Maragall:

Ama tu oficio, tu vocación, tu estrella, aquello para lo que sirves, aquello en que realmente eres uno entre los hombres. Esfuérzate en tu quehacer como si de cada detalle que piensas, de cada palabra que dices, de cada pieza que pones, de cada golpe de tu martillo, dependiera la salvación de la Humanidad. Porque depende, créelo. Si olvidado de ti mismo haces cuanto puedes en tu trabajo, haces más que un emperador rigiendo automáticamente sus Estados; haces más que el que inventa teorías universales para satisfacer sólo su vanidad, haces más que el político, que el agitador, que el que gobierna. Puedes desdeñar todo esto y el arreglo del mundo. El mundo se arreglaría bien él solo, con sólo hacer cada uno todo su deber con amor, en su casa.


Leonardo observa gestos de perplejidad ante la expresión que emplea el poeta de olvidarse de uno mismo; advierte que les choca, ¿qué querra decir eso de olvidarse de uno mismo? Al darse cuenta, Leonardo les dice: vayan pensándolo y me traen mañana por escrito el fruto de sus reflexiones. Bienvenidos, la clase ha terminado.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Seguir adelante


- Así que usted piensa que no vale la pena seguir adelante.

- Sí, eso es lo que creo.

- De modo que está usted planteándose dejar de escribir.

- No es exactamente así, la decisión de dejar de escribir está ya tomada desde hace tiempo.

- ¿Quiere esto decir que no volverá a publicar ningún libro de creación literaria?

- Uno nunca sabe lo que le deparará el futuro, pero si me permite utilizar la expresión de su primera pregunta, creo que no vale la pena seguir adelante.

- Entonces, si no lo entiendo mal, la publicación de su última novela supone el cierre de su carrera literaria.

- Ignoro a qué se refiere con la expresión “carrera literaria”. No tengo conciencia de cerrar nada, simplemente he llegado a la conclusión de que no vale la pena seguir adelante, y perdone que insista en la utilización de su afortunada expresión.

- En realidad preguntarle por su carrera literaria es una forma de preguntarle por su obra de creación.

- Una cosa es la obra de creación y otra bien distinta su publicación.

- ¿Quiere eso decir que seguirá usted escribiendo pero no publicará lo que escriba?

- Lo ignoro.

- Entonces sus lectores, los que leyeron las obras que publicó, no podrán leer nada más suyo.

- De qué lectores me habla, no creo haber tenido lectores nunca.

- ¿Y su editor, qué dice de todo esto?

- Tampoco tuve nunca editor.

- ¿Y los que publicaron sus obras?

- No fueron editores, le vieron algún interés a las obras que les envié y en ese momento les pareció oportuno publicarlas y lo hicieron, nada más.

- Así pues, advierto que la suya es una decisión firme y meditada.

- Sí, lo es.

- Perdone la crudeza de la pregunta, ¿se siente usted fracasado como escritor?

- El éxito y el fracaso nada tienen que ver con la literatura, así que para mí la expresión “escritor fracasado” es un oxímoron, una contradicción en sus términos.

- Permítame una última pregunta, ¿le hubiera gustado ser más reconocido como escritor?

- Me es completamente indiferente.

viernes, 4 de septiembre de 2009

La abolición del destino: 2666, de Roberto Bolaño



Por razones que no se me alcanzan, desoí los consejos de los amigos que me instaban con urgencia a que leyera Los detectives salvajes. Ni siquiera compré el libro para tenerlo en la estantería esperando que le llegara su momento oportuno. Tampoco leí las otras novelas y libros de relatos del autor, a pesar de la buena crítica y de la más que favorable recepción de los lectores. Tal vez exceso de trabajo, quizá estuve metido en algún proyecto que me absorbió más de la cuenta, a lo mejor sólo fue pereza ante tantas páginas y una letra tan menuda, la verdad es que no lo sé, pero no leí la obra de Bolaño. Pero los caminos del azar son inescrutables y en agosto de 2006, por mi cumpleaños, alguien me regaló el libro que ahora comento, tras de haberlo leído este verano, tres años después.

A mí me ha pasado con Bolaño lo contrario de lo que le pasa al farmacéutico que dialoga con Amalfitano, en lugar de empezar por novelas breves o libros de cuentos, he empezado a leer la obra de Bolaño por su novela más extensa, más compleja y más ambiciosa: “Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino a lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.” (2666, pp. 289-290) Pone el narrador como ejemplo a Kafka, El proceso y La metamorfosis, o a Melville Bartleby, el escribiente y Moby Dick. No sé si soy de ese tipo de lectores. Desde luego sé saborear las obras breves y perfectas, como Los adioses, pero también las extensas y complejas, como La vida breve, por hablar, ya que entre latinoamericanos estamos, de Onetti. Hasta tres veces leí la trilogía de Sábato, subrayada y anotada, El túnel, como ejemplo de obra breve y perfecta, y Sobre héroes y tumbas o Abbadón, el exterminador, más complejas y difíciles.

























2666
es una obra que aspira a la totalidad. Es una novela puente entre dos mundos menos antagónicos de lo que parece: el de la tradición latinoamericana y el de la europea; en términos de Cortázar: del lado de allá y del lado de acá. Su estructura, dividida en cinco libros independientes pero que convergen en una especie de viaje al infierno, al lado más oscuro de la existencia, al lugar donde se desata una violencia criminal, tremenda e injusta y que se convierte por sí sola en metáfora crudelísima del mal. Esa parte de la novela, la que lleva por título “La parte de los crímenes” es una suerte de letanía macabra en la que se da cuenta de los crueles asesinatos, sin ahorrar detalles espeluznantes, de todas las víctimas, casi siempre mujeres jóvenes y niñas, que se producen en Santa Teresa, trasunto literario, dice el texto de la contraportada, de Ciudad Juárez. Desde aquí me pregunto en qué estaría pensando Lolita Bosch cuando hace unas semanas, precisamente mientras yo leía el libro, publicó un artículo en Babelia en el que hablaba de narcotráfico y literatura y no mencionaba esta parte de la extensa novela de Bolaño; en fin... Esta lepra de la violencia machista, este sinsentido del asesinato de mujeres después de ser violadas salvajemente tiene en esta parte de la novela del escritor chileno un papel preponderante, lo que la convierte en un grito desgarrador de denuncia. La soledad y el desamparo de una mujer que intenta localizar a los padres, trabajadores de una maquiladora, de unas niñas, de quince y trece años, que han sido secuestradas y cuyos cadáveres pasan a engrosar la larga lista de asesinadas, la soledad de esa mujer, digo, es una metáfora del desamparo que la sociedad latinoamericana ha padecido durante siglos: “La mujer volvió a telefonear y dijo el nombre y el puesto del padre, pues pensó que la madre, al ser operaria como ella, era sin duda considerada de un rango inferior, es decir prescindible en cualquier momento o por cualquier razón o capricho de la razón, y esta la vez la telefonista la tuvo esperando tanto rato que las monedas se agotaron y la llamada le se cortó. No tenía más dinero. Desconsolada, la vecina volvió a su casa, en donde la aguardaba otra vecina y las niñas y durante rato las cuatro experimentaron lo que era estar en el purgatorio, una larga espera inerme, una espera cuya columna vertebral era el desamparo, algo muy latinoamericano, por otra parte, una sensación familiar, algo que si uno lo pensaba bien experimentaba todos los días, pero sin angustia, sin la sombra de la muerte sobrevolando el barrio como una bandada de zopilotes y espesándolo todo, trastocando la rutina de todo, poniendo todas las cosas al revés.” (2666, pp. 659-660)


















Hay en esta larga novela, como no podía ser de otro modo, cuantiosas reflexiones sobre el arte y la literatura. La creación de ese misterioso y secreto escritor llamado Benno von Archimboldi permite a Bolaño indagar en las razones de la escritura y en el sentido de la literatura y también de la lectura. Mas allá de que la búsqueda y la interpretación de la obra del escritor sirva de eje estructural en la primera parte, en la cual cuatro investigadores profesores de universidad siguen la estela del escritor del que creen saberlo casi todo, sobre la figura de Archimboldi se focaliza la parte final, muy lograda e interesante, aunque algo precipitado el final, tal vez porque Bolaño hubiese necesitado algo más de tiempo para acabar de pulir esta última historia. Abunda en esa parte final de la novela la reflexión metaficcional. Me parece importante y significativo el encuentro entre Archimboldi y un viejo escritor que ha optado, como Bartleby, por dejar de escribir y ser sólo lector. Cuando el viejo escritor descubre que “jamás lograría acercarme o internarme en aquello que llamamos una obra maestra” (p.982), dejó de escribir. La razón la expresa con claridad: “Todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería, pieza sacrificable que reproduce, de múltiples maneras el esquema de la obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir” (p.984). Dejar de escribir no conlleva, necesariamente, dejar de leer. Es un tópico que se repite a menudo, pero que no por lugar común deja de ser cierto, los escritores son antes lectores que autores. El viejo escritor lo asume con total naturalidad: “Llegó un día en que decidí dejar la literatura. La dejé. No hay trauma en este paso sino liberación. Entre nosotros le confesaré que es como dejar de ser virgen. ¡Un alivio dejar la literatura, es decir dejar de escribir y limitarse a leer!” (p.986)


















La pregunta surge inmediata: ¿es 2666 una obra maestra o es carne de cañón? Antes de responder a esta pregunta retórica, que en realidad no tiene respuesta o si la tiene ha de ser individual y de cada lector de la obra, convendría fijar una cuestión previa: ¿qué queremos decir cuando decimos que una obra literaria es una obra maestra? ¿Qué son obras maestras Don Quijote, Cien años de soledad, La colmena, La vida es sueño, Luces de bohemia, Vida y destino? ¿Son obras maestras las que vencen al paso de tiempo y se convierten en clásicas? ¿Quién decide si una obra se convierte en maestra o no, el paso del tiempo, la crítica especializada, el favor de los lectores, los cánones de investigadores de prestigio? Terreno resbaladizo como puede verse. Pero no me escabullo de responder, o intentar responder, a la primera de las preguntas de este párrafo. 2666 es una obra apasionante, de lectura trepidante y llena de interés se lea por donde se lea, y si no es una obra maestra, porque aún no lo ha decantado así el tiempo y porque yo no soy nadie para decirlo, es una obra muy notable, una obra valiente y arriesgada que se abre sin miedo al abismo oscuro de la existencia humana, que aspira a la totalidad y que resulta un inquietante viaje al fondo de la noche, al lado más oscuro de lo humano, allí donde la violencia y el sinsentido amenazan muy peligrosamente la esperanza.

Nada mejor que este breve diálogo entre Liz Norton, inglesa, una de las investigadoras que siguen la huella de Archimboldi, Pelletier, francés, otro de los profesores expertos en la obra del escritor alemán, y Amalfitano, profesor sudamericano, algo escéptico, que también conoce y ha leído al secreto escritor centroeuropeo; dialogan sobre el exilio y estas son sus palabras, con ellas cierro este largo comentario, no sin decir que a lo mejor Bolaño tenía razón y hubiese sido mejor publicar la obra en cinco volúmenes, desde luego la mano y el brazo que sostienen el voluminoso ejemplar lo hubieran agradecido; pero volvamos a esa cita con la quiero terminar, a sabiendas de que hubiera podido seguir escribiendo sobre esta novela que tantos puntos de interés tiene:

- El exilio debe de ser algo terrible –dijo Norton, comprensiva.
- En realidad –dijo Amalfitano- ahora lo veo como un movimiento natural, algo que, a su manera, contribuye a abolir el destino o lo que comúnmente se considera destino.
- Pero el exilio –dijo Pelletier- está lleno de inconvenientes, de saltos y rupturas que más o menos se repiten y que dificultan cualquier cosa importante que uno se proponga hacer.
- Ahí precisamente radica –dijo Amalfitano- la abolición del destino. Y perdonen otra vez.


Nota. Todas las fotos que ilustran esta entrada están tomadas de la red, las de la portada del libro, las del autor, las de Santa Teresa y las de la obra de teatro que se basó en la novela.