viernes, 19 de diciembre de 2008

En algún lugar de la montaña



Querida mamá:


Cómo me hubiera gustado que estuvieras ahora conmigo y juntas pudiésemos contemplar los variados matices de las tonalidades que el otoño deja, como si fueran manchas descoloridas, en las frondosas ramas de los árboles, de estos árboles de alta montaña que empiezan ya a soportar en sus ramas el peso leve de los primeros copos de nieve. Hubieras visto, como yo lo veo ahora, desde el verde aún intenso de ciertos árboles, hasta el ocre que se dibuja sobre otros verdes ya más pálidos. Si ahora estuvieses conmigo, hubiéramos paseado juntas por los estrechos senderos sintiendo el frío seco y cortante en nuestros rostros bajo la luz dorada de este otoño que no parece saber, en su callada melancolía, lo definitivo e irremediable de tu ausencia.


Me he venido con Alba, Ernesto y Carlos, amigos de mi nuevo instituto, a este pueblecito de montaña a pasar el fin de semana. Me he venido porque no soportaba la ciudad. He preferido la soledad, aunque esté acompañada de mis amigos, en este primer aniversario de tu ausencia. He preferido que tu recuerdo acuda a mí serena y dulcemente desde la lejanía de tu ausencia; déjame, así, que sea aquí, entre estos frescos y apartados valles donde rescate tu imagen, la imagen de tu rostro y de tus ojos de entre las sombras del olvido que pueblan el lugar en el que ahora te encuentras, donde no sé si llegan los balbuceos de mi voz cuando intento hablar contigo, tal como lo hago en este momento, al calor dulce de los troncos ardiendo en la chimenea.


Si te soy sincera, en este año que ha pasado desde que ya no estás conmigo, apenas ha habido día en que no me preguntase por qué lo hiciste, qué fue lo que te impulsó a hacerlo. También me he preguntado en qué pensarías en aquel momento, si fuiste consciente, cuando tomaste la decisión de hacerlo, de lo sola que ibas a dejarme. No sé entonces, cuando me pregunto todo eso, si odiarte o compadecerte. Tan pronto te odio por tu cobardía y egoísmo, por no pensar en mí, por no saber afrontar tu pena y tu soledad sabiendo como sabías la necesidad que tenía de ti; como tan pronto te compadezco por lo mal que debías estar pasándolo y lo poco conscientes que fuimos todos del abismo en el que estabas cayendo.



Me será difícil olvidar, creo que lo llevaré siempre dentro mientras viva, el tremendo desamparo de tu rostro cuando, acompañada de tía Clara, entré en la pequeña sala donde estabas en el ataúd, rodeada de flores y envuelta en un sudario blanco. Tía Clara me cogió de la mano y me dijo: "Mírala, mírala fijamente y guarda siempre de ella esta imagen que ahora contemplas, deja que el tiempo la despoje del dolor y que te la devuelva limpia y clara desde el fondo de tu alma; ahora bésala y no la olvides nunca, ¿entiendes?, no la olvides nunca". Dejé de llorar, me incliné sobre ti, te besé y de la mano de tía Clara volví a salir del pequeño cuarto sabiendo que tú te quedabas allí, silenciosa, perdida en el laberinto de tu soledad, en el más profundo de los desamparos.


"Ahora no entenderás nada -me dijo tía Clara-, y tampoco trates de entenderlo, porque no lo lograrás. Piensa que a veces la vida te enseña poco a poco y otras veces es como si un puño te golpease en pleno rostro y te despertase de repente del mundo de la ingenuidad y de la niñez, y a ti te ha tocado lo segundo y tardarás tiempo en asimilarlo." Quizá fue entonces, en aquellos primeros meses sin ti, cuando fui descubriendo mi inclinación hacia la lectura. Nunca me había planteado la relación estrecha que existe entre lo que leemos y la vida como en aquellos meses. Leíamos entonces en clase de Literatura la historia del mendigo Lázaro que servía a un ciego sabio y cruel. Al llegar al puente de Salamanca, el ciego le golpea la cabeza contra un toro de piedra produciéndole tal dolor que Lázaro exclama: "Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar, cómo me sepa valer". Yo me acordé de las palabras de tía Clara sobre las formas en que te enseña la vida y me di cuenta de la inmensa lección de sabiduría que el autor anónimo del libro nos dejó en ese episodio. Yo me vi entonces reflejada en Lázaro; despertaba a mi propia soledad; tú, sin quererlo, habías sido como el ciego y el toro de piedra para mí.



"Quien tiene un porqué para vivir, siempre encuentra el cómo." ¿Qué fue lo que te falló a ti, no tenías un porqué o no supiste encontrar el cómo? No es moco de pavo la frasecita de marras, porque eso de preguntarse a uno mismo por qué se vive no es nada fácil, no el preguntárselo, que obviamente sí lo es, sino el encontrar una respuesta adecuada. Si me pregunto, haciendo un esfuerzo que sé estéril de antemano, cuáles eran tus porqués para vivir, no me es fácil encontrar respuestas; veamos: ¿era yo, era mi padre, aunque la relación con él hubiese acabado hacía tantos años, eran los abuelos y tu familia en general, tus proyectos no realizados? A juzgar por tu decisión, por tu manera de romper con todo, nada de lo dicho anteriormente debía importarte lo suficiente, pues no te ayudamos, ninguno, a encontrar cómo seguir viviendo. A lo mejor la clave está en lo que dice tía Clara, que no debo buscar razones a lo que hiciste porque no las encontraré; y que si tú pudieses explicar lo que te impulsó a dejarnos, tampoco habría que hacerte caso al cien por cien, pues siempre existirían otras razones que ni tú misma conocerías y de las que apenas serías consciente. Si eso fuera así, se trataría de un impulso casi irracional de rechazo a la vida y eso, hoy por hoy y a mi edad, estoy muy lejos de comprenderlo y también de aceptarlo. Sabes, tengo que escribir una composición a partir de la frase que te he dicho antes y no tengo ni idea de lo que pondré. Lo único que sé es que esa frase está cargada de razón y la idea que representa la encuentro muy válida y muy lógica.


Mamá, se está haciendo tarde, y entre el sopor de la cena y el calorcillo de la chimenea, me está entrando un sueño feroz. No sé cómo encontrar las palabras para despedirme de ti. No me sirven las fórmulas hechas. A lo mejor bastaría con decirte que te sigo queriendo y lo haré siempre y que en lo más profundo de mi corazón deseo que, estés donde estés, hayas encontrado la paz que tanto anhelabas.


Tu hija, Marina.




Nota. Cuando me planteé cómo empezar este blog, pensé que quizá sería adecuado hacerlo con un fragmento de la novela juvenil cuyo título es el que he puesto también a estas páginas volanderas y virtuales y que procede de un poema de Jaime Gil de Biedma. Busqué entonces qué texto seleccionar, no me decidía. Por esos días acudí a la Universidad Autónoma de Bellaterra para dar una charla a los alumnos de Ciencias de la Educación y la profesora que me invitó había hecho fotocopias del texto que aquí aparece transcrito. Lo leí en el tren de vuelta para casa. Me pareció entonces un texto adecuado para abrir las entradas de este blog en el que me propongo compartir, con quien a ellas quiera asomarse, ideas y sentimientos, literatura, en definitiva. Los textos que aparecen en esta bitácora son de creación propia, inéditos o ya editados y aparecen sin firma, innecesaria por otra parte, al ir las entradas acompañadas de mi nombre y dos apellidos.

No hay comentarios: