domingo, 7 de junio de 2009

Obstinado silencio



Aquella tarde, cuando apenas hacía una semana que se había instalado en el piso, escuchó por primera vez las notas desafinadas del piano. Se imaginó por un instante las manos temblorosas y lentas que las arrancaban de un instrumento seguramente viejo y destartalado. Flotaban un instante, antes de desaparecer, en el ámbito en penumbra del patio interior, cuya bóveda encristalada desdibujada el tímido fulgor de lejanas e imprecisas estrellas.

Supo, tiempo después, que su vecina, de cuyo piso procedía la música, era una anciana que vivía sola y había cumplido los noventa. Su hija, azacaneada por las prisas y el estrés, la visitaba a diario hasta que llegó el momento en que hubo de ponerle una cuidadora, que se instaló a vivir con la vieja porque ésta ya no podía cuidarse por sí misma. Fue entonces cuando empezaron los gritos, los llantos, las despertadas a medianoche, las riñas en voz alta de la cuidadora porque la vieja la despertaba a horas intempestivas por las cosas más nimias: que si un vaso de agua, que si he oído a alguien, que si he visto una sombra; él lo escuchaba todo a través de los finos tabiques que separaban su casa de la de su vecina.

El piano dejó de sonar. Ya no hubo más música, sólo voces destempladas excepto cuando venía la hija de visita, en que todo se volvía parabienes y forzada simpatía. Un día la vieja se cayó y se rompió la cadera. Estuvo ausente casi cuatro meses. Mientras tanto la familia de la cuidadora, con su insoportable música de salsa todo el día sonando a todo volumen, se había instalado a sus anchas en el piso. Pero la vieja volvió, en silla de ruedas y con agudísimos dolores, pero volvió, extraviada en el laberinto de sus terrores, con su demencia senil y sus desvaríos, pero volvió.

Últimamente ya ni la misa de la televisión los domingos por la mañana le ponían, a ella que era tan creyente. Los dolores la martirizaban y los gritos irrumpían en plena noche y despertaban a los vecinos, él incluido, pero la familia no se enteraba de nada; la agonía de la vieja la sufrían los demás, su miedo a la muerte se resolvía en desgarradores gritos que ninguno de los suyos escuchaba, sólo la cuidadora y los vecinos.

Al volver de un fin de semana, se encontró el silencio, un denso y obstinado silencio. La vieja había fallecido, según rezaba un cartel colgado en el ascensor, aquel sábado por la noche. Desapareció la familia de la cuidadora con sus ruidos y su salsa. La noche recuperó el sosiego y el silencio. La muerte, al final, era eso: un denso y obstinado silencio. Solo silencio, nada más que silencio.

3 comentarios:

Javier Sánchez Menéndez dijo...

Ojalá el silencio hubiera llegado de otra forma, pero ocurre. ¡Y tanto que ocurre!

Echo en falta el piano.

Un abrazo.

Juan Antonio González Romano dijo...

Ese es, en efecto, el final: el silencio. Pueden diferir las formas de llegar a ese fin, pero es el que hay.
Me gustó el relato, Javier.

Javier Quiñones dijo...

Gracias, amigos, por vuestros comentarios.
Un abrazo, Javier.