domingo, 19 de abril de 2009

Persistencia de la memoria




Si quedaba algo de mí en aquel lugar, entre aquellos sinuosos callejones que en otro tiempo transité, no fui capaz de advertirlo. Regresé por azar, no deliberadamente. Una feria judía medieval llenaba las calles de tenderetes en los que se vendía un poco de todo. La lluvia deslucía el evento y la hora, cercana a la de la comida, tampoco acompañaba. Los vendedores, disfrazados de época, cerraban los puestecillos y se disponían a comer para volver a abrir a las cinco de la tarde. Nos perdimos por el laberinto de callejas... En el pasado, cuando la base militar que se aloja en los terrenos aledaños al pueblo era un CIR de reclutas, esas calles se llenaban, sobre todo a la hora del atardecer, de soldados que salían de la base para cenar, pasear y comprar tabaco y alimentos. El bullicio de la juventud de los mozos llenaba de vida el pueblo. Casi en cada casa se improvisaban comedores donde dar a los soldados buenos platos de patatas fritas con carne, macarrones, butifarras y todo cuanto les consolase del magro rancho del cuartel. Yo fui uno de ellos. Yo también transité esas calles y probé, aunque pocas veces, aquellos platos a rebosar de patatas fritas, huevos y butifarra. Pero al correr de los años el CIR dejó de serlo y la base se quedó en eso, en base militar. Las levas desaparecieron y el pueblo languideció hasta reducirse a lo que hoy es, un hermoso y tranquilo pueblo de l’Alt Empordà, donde la vida discurre monótona y sosegada, silenciosa, como en cualquier otro lugar de la zona.

La ventana del balcón entreabierta, con los cristales rotos, dejaba ver el cielo encapotado de tormenta porque el tejado de la casa se había hundido y mostraba las cicatrices del tiempo al viajero que supiera fijarse en ello. Unos metros más allá, un grupo reducido de albañiles trabajaba en el remozamiento de una vivienda que se había salvado con algo más de fortuna de la acción devastadora del tiempo. Más adelante, un callejón en forma de arco y con soportal se abría en dirección a la iglesia. Como un resto del naufragio del pasado me encontré con una vieja máquina expendedora de cajetillas de cigarrillos que evocó en mí, de modo irremediable, aquel lejano año de 1980, cuando entre octubre y diciembre cumplí la primera parte, el campamento, de las milicias universitarias. “Imecos” nos llamaban burlonamente los soldados de reemplazo al vernos pasar con nuestro cordón distintivo sobre la guerrera del uniforme. En el fondo, nos veían como señoritos universitarios que hacíamos una mili distinta a la suya, mucho más cómoda y corta. Además, nos veían como futuros mandos que un día u otro marcaríamos el paso de la instrucción y probablemente arrestaríamos a colegas de levas posteriores a las suyas. Vi entonces aquella vieja máquina con la bandera española y la palabra “cigarrillos” escrita con dos acentos; aquel viejo letrero, hoy tachado, también con la bandera española y la leyenda “Tabacalera S.A. Expendeduría”; me asomé al escaparate de la tienda que contenía, casi como único libro, “Mujeres españolas” de Salvador de Madariaga; un poco más allá, un anuncio en chapa, clavado milagrosamente a la pared, de “Gaseosa insuperable La Casera”: todo llevaba la huella del tiempo impresa; era como si fueran vestigios de un pasado ya olvidado, o en trance de ser olvidado por ese tranquilo pueblo que busca afirmar su personalidad propia al margen de la influencia, innegable en aquellos años, que sobre él ejerció el acuartelamiento del Ejército español. Si acaso, me llamó la atención la saña con la que se había borrado los colores de la bandera en el letrero y cómo se habían conservado, sin embargo, en la vieja e inservible máquina expendedora de cajetillas de tabaco, convertida en un elemento artístico indudable que así debería mantenerse.


Nota. Estuve en este CIR entre octubre y diciembre de 1980. Tenía veintiséis años. Tuve noticia de la muerte de John Lennon entre las cuatro paredes del barracón en el que me alojaba. Presidió la jura de bandera el general Alfonso Armada. De pie, en medio de la formación, escuché palabras que me sonaron a viejo: que si teníamos que estar preparados para dar nuestra sangre por España y cosas así que se han ido desdibujando en la memoria. Dos meses después, su implicación en el 23-F aclaró el verdadero sentido de algunas de aquellas extemporáneas palabras que nos dirigió durante su encendida alocución tras haber jurado bandera.