viernes, 4 de septiembre de 2009

La abolición del destino: 2666, de Roberto Bolaño



Por razones que no se me alcanzan, desoí los consejos de los amigos que me instaban con urgencia a que leyera Los detectives salvajes. Ni siquiera compré el libro para tenerlo en la estantería esperando que le llegara su momento oportuno. Tampoco leí las otras novelas y libros de relatos del autor, a pesar de la buena crítica y de la más que favorable recepción de los lectores. Tal vez exceso de trabajo, quizá estuve metido en algún proyecto que me absorbió más de la cuenta, a lo mejor sólo fue pereza ante tantas páginas y una letra tan menuda, la verdad es que no lo sé, pero no leí la obra de Bolaño. Pero los caminos del azar son inescrutables y en agosto de 2006, por mi cumpleaños, alguien me regaló el libro que ahora comento, tras de haberlo leído este verano, tres años después.

A mí me ha pasado con Bolaño lo contrario de lo que le pasa al farmacéutico que dialoga con Amalfitano, en lugar de empezar por novelas breves o libros de cuentos, he empezado a leer la obra de Bolaño por su novela más extensa, más compleja y más ambiciosa: “Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino a lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.” (2666, pp. 289-290) Pone el narrador como ejemplo a Kafka, El proceso y La metamorfosis, o a Melville Bartleby, el escribiente y Moby Dick. No sé si soy de ese tipo de lectores. Desde luego sé saborear las obras breves y perfectas, como Los adioses, pero también las extensas y complejas, como La vida breve, por hablar, ya que entre latinoamericanos estamos, de Onetti. Hasta tres veces leí la trilogía de Sábato, subrayada y anotada, El túnel, como ejemplo de obra breve y perfecta, y Sobre héroes y tumbas o Abbadón, el exterminador, más complejas y difíciles.

























2666
es una obra que aspira a la totalidad. Es una novela puente entre dos mundos menos antagónicos de lo que parece: el de la tradición latinoamericana y el de la europea; en términos de Cortázar: del lado de allá y del lado de acá. Su estructura, dividida en cinco libros independientes pero que convergen en una especie de viaje al infierno, al lado más oscuro de la existencia, al lugar donde se desata una violencia criminal, tremenda e injusta y que se convierte por sí sola en metáfora crudelísima del mal. Esa parte de la novela, la que lleva por título “La parte de los crímenes” es una suerte de letanía macabra en la que se da cuenta de los crueles asesinatos, sin ahorrar detalles espeluznantes, de todas las víctimas, casi siempre mujeres jóvenes y niñas, que se producen en Santa Teresa, trasunto literario, dice el texto de la contraportada, de Ciudad Juárez. Desde aquí me pregunto en qué estaría pensando Lolita Bosch cuando hace unas semanas, precisamente mientras yo leía el libro, publicó un artículo en Babelia en el que hablaba de narcotráfico y literatura y no mencionaba esta parte de la extensa novela de Bolaño; en fin... Esta lepra de la violencia machista, este sinsentido del asesinato de mujeres después de ser violadas salvajemente tiene en esta parte de la novela del escritor chileno un papel preponderante, lo que la convierte en un grito desgarrador de denuncia. La soledad y el desamparo de una mujer que intenta localizar a los padres, trabajadores de una maquiladora, de unas niñas, de quince y trece años, que han sido secuestradas y cuyos cadáveres pasan a engrosar la larga lista de asesinadas, la soledad de esa mujer, digo, es una metáfora del desamparo que la sociedad latinoamericana ha padecido durante siglos: “La mujer volvió a telefonear y dijo el nombre y el puesto del padre, pues pensó que la madre, al ser operaria como ella, era sin duda considerada de un rango inferior, es decir prescindible en cualquier momento o por cualquier razón o capricho de la razón, y esta la vez la telefonista la tuvo esperando tanto rato que las monedas se agotaron y la llamada le se cortó. No tenía más dinero. Desconsolada, la vecina volvió a su casa, en donde la aguardaba otra vecina y las niñas y durante rato las cuatro experimentaron lo que era estar en el purgatorio, una larga espera inerme, una espera cuya columna vertebral era el desamparo, algo muy latinoamericano, por otra parte, una sensación familiar, algo que si uno lo pensaba bien experimentaba todos los días, pero sin angustia, sin la sombra de la muerte sobrevolando el barrio como una bandada de zopilotes y espesándolo todo, trastocando la rutina de todo, poniendo todas las cosas al revés.” (2666, pp. 659-660)


















Hay en esta larga novela, como no podía ser de otro modo, cuantiosas reflexiones sobre el arte y la literatura. La creación de ese misterioso y secreto escritor llamado Benno von Archimboldi permite a Bolaño indagar en las razones de la escritura y en el sentido de la literatura y también de la lectura. Mas allá de que la búsqueda y la interpretación de la obra del escritor sirva de eje estructural en la primera parte, en la cual cuatro investigadores profesores de universidad siguen la estela del escritor del que creen saberlo casi todo, sobre la figura de Archimboldi se focaliza la parte final, muy lograda e interesante, aunque algo precipitado el final, tal vez porque Bolaño hubiese necesitado algo más de tiempo para acabar de pulir esta última historia. Abunda en esa parte final de la novela la reflexión metaficcional. Me parece importante y significativo el encuentro entre Archimboldi y un viejo escritor que ha optado, como Bartleby, por dejar de escribir y ser sólo lector. Cuando el viejo escritor descubre que “jamás lograría acercarme o internarme en aquello que llamamos una obra maestra” (p.982), dejó de escribir. La razón la expresa con claridad: “Todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería, pieza sacrificable que reproduce, de múltiples maneras el esquema de la obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir” (p.984). Dejar de escribir no conlleva, necesariamente, dejar de leer. Es un tópico que se repite a menudo, pero que no por lugar común deja de ser cierto, los escritores son antes lectores que autores. El viejo escritor lo asume con total naturalidad: “Llegó un día en que decidí dejar la literatura. La dejé. No hay trauma en este paso sino liberación. Entre nosotros le confesaré que es como dejar de ser virgen. ¡Un alivio dejar la literatura, es decir dejar de escribir y limitarse a leer!” (p.986)


















La pregunta surge inmediata: ¿es 2666 una obra maestra o es carne de cañón? Antes de responder a esta pregunta retórica, que en realidad no tiene respuesta o si la tiene ha de ser individual y de cada lector de la obra, convendría fijar una cuestión previa: ¿qué queremos decir cuando decimos que una obra literaria es una obra maestra? ¿Qué son obras maestras Don Quijote, Cien años de soledad, La colmena, La vida es sueño, Luces de bohemia, Vida y destino? ¿Son obras maestras las que vencen al paso de tiempo y se convierten en clásicas? ¿Quién decide si una obra se convierte en maestra o no, el paso del tiempo, la crítica especializada, el favor de los lectores, los cánones de investigadores de prestigio? Terreno resbaladizo como puede verse. Pero no me escabullo de responder, o intentar responder, a la primera de las preguntas de este párrafo. 2666 es una obra apasionante, de lectura trepidante y llena de interés se lea por donde se lea, y si no es una obra maestra, porque aún no lo ha decantado así el tiempo y porque yo no soy nadie para decirlo, es una obra muy notable, una obra valiente y arriesgada que se abre sin miedo al abismo oscuro de la existencia humana, que aspira a la totalidad y que resulta un inquietante viaje al fondo de la noche, al lado más oscuro de lo humano, allí donde la violencia y el sinsentido amenazan muy peligrosamente la esperanza.

Nada mejor que este breve diálogo entre Liz Norton, inglesa, una de las investigadoras que siguen la huella de Archimboldi, Pelletier, francés, otro de los profesores expertos en la obra del escritor alemán, y Amalfitano, profesor sudamericano, algo escéptico, que también conoce y ha leído al secreto escritor centroeuropeo; dialogan sobre el exilio y estas son sus palabras, con ellas cierro este largo comentario, no sin decir que a lo mejor Bolaño tenía razón y hubiese sido mejor publicar la obra en cinco volúmenes, desde luego la mano y el brazo que sostienen el voluminoso ejemplar lo hubieran agradecido; pero volvamos a esa cita con la quiero terminar, a sabiendas de que hubiera podido seguir escribiendo sobre esta novela que tantos puntos de interés tiene:

- El exilio debe de ser algo terrible –dijo Norton, comprensiva.
- En realidad –dijo Amalfitano- ahora lo veo como un movimiento natural, algo que, a su manera, contribuye a abolir el destino o lo que comúnmente se considera destino.
- Pero el exilio –dijo Pelletier- está lleno de inconvenientes, de saltos y rupturas que más o menos se repiten y que dificultan cualquier cosa importante que uno se proponga hacer.
- Ahí precisamente radica –dijo Amalfitano- la abolición del destino. Y perdonen otra vez.


Nota. Todas las fotos que ilustran esta entrada están tomadas de la red, las de la portada del libro, las del autor, las de Santa Teresa y las de la obra de teatro que se basó en la novela.







2 comentarios:

Fernando Valls dijo...

Pues, Los detectives salvajes, es aún mejor, si cabe.
Saludos

Javier Quiñones dijo...

Gracias, Fernando, por tu comentario. Sin duda, ahora leeré Los detectives salvajes.
Un abrazo, Javier.